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Tiempo, detente muchos años, por Azul Etcheverry Aranda

  • Foto del escritor: La Noticia al Punto
    La Noticia al Punto
  • 1 jun
  • 2 Min. de lectura

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Vivimos obsesionados con el tiempo. Todo en la sociedad moderna parece girar en torno a ganarle la carrera: optimizarlo, administrarlo, comprarlo, venderlo, ahorrar cada segundo como si fuera oro. Sin embargo, paradójicamente, mientras más corremos detrás del tiempo, menos sabemos qué hacer con él cuando por fin lo tenemos.


El siglo XXI es, sin duda, la era de la velocidad. Los avances tecnológicos —que prometían hacernos la vida más fácil y darnos más tiempo libre— han logrado, en cambio, que estemos más ocupados que nunca. Vivimos hiperconectados, saltando de tarea en tarea, de pantalla en pantalla, sin tregua. Nos hemos convertido en especialistas en producir más en menos tiempo, pero pésimos aprendices a la hora de detenernos, contemplar, descansar.


Inventamos herramientas que lavan por nosotros, cocinan por nosotros, se anticipan a nuestras búsquedas, nos recuerdan nuestras citas. La automatización ha llegado a tal punto que, en teoría, deberíamos tener más tiempo que cualquier generación anterior. ¿Y qué hacemos con él? Lo llenamos. Lo llenamos con trabajo, con redes sociales, con entretenimiento vacío, con estímulos constantes que nos impiden simplemente estar.


Se ha impuesto la lógica del “mínimo esfuerzo” como ideal. Lo eficiente, lo inmediato, lo que no implica dificultad, es lo que vale. Pero esa comodidad aparente tiene un precio. Cuando todo se vuelve fácil, corremos el riesgo de dejar de crecer como personas. El esfuerzo no solo construye resultados: construye carácter, templa la voluntad, da sentido. Sin esfuerzo, incluso el descanso se vuelve insípido.


El problema no es la tecnología ni el progreso. El problema es olvidar para qué queremos ahorrar tiempo. ¿Para vivir más deprisa? ¿Para trabajar más? ¿Para tener más cosas? Si no usamos el tiempo ganado para vivir mejor, más profundamente, más conscientemente, entonces todo avance se convierte en un boomerang. Nos lanza hacia adelante pero nos vacía por dentro.


Necesitamos reaprender el arte de la pausa. Volver al silencio. Redescubrir el valor de perder el tiempo con quienes amamos, de no hacer nada útil, de mirar por la ventana. Porque ahí, en lo aparentemente improductivo, se cultiva lo más humano: la creatividad, la fe, la ternura, la contemplación, el descanso que no es ocio vacío, sino renovación interior.

Tal vez el gran desafío de esta generación no sea avanzar más rápido, sino saber frenar. Aprender que el tiempo no es solo una carrera a ganar, sino un misterio a habitar. Compartir en WhatsApp

 
 
 

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