Caminando, por Azul Etcheverry Aranda
- La Noticia al Punto

- 4 oct
- 2 Min. de lectura
La caminata de cientos de migrantes en el sur de México, con el objetivo de lograr la legalización de su estatus y mejores oportunidades laborales, representa algo más que una marcha física: es un grito de necesidad que exige atención política, humana y ética. Al dejar atrás el extremo sur fronterizo del país, estos caminantes llevan consigo no solo su cuerpo fatigado, sino también una carga simbólica: la inminente crisis de derechos que se expone cuando las fronteras olvidan su obligación moral.

El temor al rechazo, el desconocimiento del destino y la incertidumbre diaria de no saber si mañana podrán pagar la renta, comer, atender una enfermedad o exigir justicia son realidades con las que viven quienes cruzan fronteras no solo geográficas, sino sociales. La petición de estos migrantes —expeditar trámites de asilo, salir de zonas sin oportunidades laborales— no es un acto de exotismo ni de provocación: es una demanda legítima de dignidad y reconocimiento.
México, país receptor y de paso, se encuentra en un punto delicado: sus políticas migratorias, su burocracia y su capacidad institucional están siendo probadas, y no siempre con resultados favorables. Muchas veces los mecanismos para solicitar asilo, regularizar estatus o acceder a derechos básicos resultan lentos, opacos o inaccesibles para quienes más los necesitan. Esto crea una brecha entre el discurso de protección y la práctica cotidiana.
Al mismo tiempo, tenemos que reconocer que las fronteras nacionales y las leyes migratorias no son entes abstractos: son reflejo de voluntades políticas, intereses económicos y posturas identitarias. Cuando se entregan respuestas tardías o insuficientes ante manifestaciones de dignidad como esta, se siembra descontento, se alimenta desconfianza institucional y se potencia la vulnerabilidad de quienes marchan.
El rechazo social que suelen enfrentar quienes migran —la xenofobia, la condición de “externos” o “ilegales”— también es un obstáculo real que se construye en el imaginario colectivo. Muchos ven al migrante como carga antes que como ser humano con aspiraciones, derechos y dolor. Esa mirada limita la empatía y dificulta que la sociedad comprenda la urgencia de cambios estructurales.
Pero no es solo cuestión de migrantes versus estado: es una cuestión de modelo de desarrollo regional, de distribución de oportunidades, de cooperación internacional y de responsabilidad colectiva. ¿Cómo permitir que regiones enteras del sur se conviertan en jaulas de espera mientras el centro decide si concede o rechaza? Esa asimetría invita a repensar no solo las políticas migratorias, sino los mapas de desigualdad territorial.
Al cerrar los espacios de normalización legal y social para quienes vienen de otras latitudes, se profundiza la marginalidad. Pero al abrir vías de inclusión —trabajo formal, acceso a servicios públicos, integración cultural— se construye una sociedad más resiliente, plural y justa. Sería un error pensar que la legalidad es un favor al migrante: es un paso hacia una convivencia con más humanidad.
El paso de estos cientos de caminantes por el territorio mexicano es un desafío para todos: para gobiernos, para ciudadanos, para sistemas legales y para los que creemos que la dignidad humana no reconoce fronteras estrictas. Que este reclamo no quede en la ruta ni en los titulares: que se traduzca en justicia concreta.





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