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A veinte años de la tragedia, por Azul Etcheverry Aranda

Esta semana, se conmemoran 20 años del trágico atentado terrorista en los Estados Unidos en el que aproximadamente 3 mil personas fallecieron, marcando así un hito en la historia al modificarse la forma en que percibimos el contexto geopolítico.


Miles de millones fuimos testigos de como la mayor potencia del orbe sucumbía frente al ataque coordinado a sus centros financieros y de seguridad nacional, lo que vino después cambiaría el rumbo no sólo de aquel país sino del mundo. Inicialmente, en términos políticos la primera consecuencia fue el repunte en la popularidad del entonces presidente George W. Bush, la cual rondaba el 55% y alcanzó casi el 90% en los días posteriores a los ataques. Su respuesta fue contundente y pocas semanas después declaró “la guerra contra el terrorismo” invadiendo Afganistán, país donde se parapetaba el grupo Al Qaeda bajo el cobijo Talibán.


Ahora, después de 20 años, Afganistán sufre una de sus etapas más críticas tras la reocupación Talibán, que habiéndose retirado las tropas estadounidenses y de sus aliados, deja a millones a expensas de un régimen extremista en su interpretación más ortodoxa de la Sharia que vulnera garantías y derechos humanos. En el recuento de la guerra en Afganistán han muerto aproximadamente 240 mil personas, de las cuales 78 mil eran civiles y 3 mil 500 soldados estadounidenses y aliados.


Este conflicto también dio lugar a la invasión de Irak, justificada por la presunta existencia de armamento de destrucción masiva que vulneraría la paz mundial. La realidad es que nunca se encontraron estos arsenales y sólo propició nuevos ataques de Al Qaeda en países que participaron en estas ocupaciones, como lo fueron los atentados en Madrid de 2004.


En el aspecto económico, se estima que la guerra contra el terrorismo ha costado cerca de 5.6 billones de dólares para el financiamiento de operaciones militares y también de sistemas de monitoreo de información que derivó en el aumento de la vigilancia en todo el mundo.


Teniendo esto en consideración, muchos gobiernos han incrementado sus medidas de seguridad internas abanderándose en la amenaza terrorista, cuestión que ha traído muchas críticas puesto que se argumenta la pérdida de libertades de sus habitantes, particularmente en EE.UU. donde la Agencia de Seguridad Nacional llegó a recopilar decenas de miles de comunicaciones electrónicas al año que no estaban relacionadas con aspectos de seguridad nacional.


Más allá de las consecuencias políticas o económicas, están las socioculturales. A partir de los ataques del 11 S se registró un incremento en la violencia racial inspirados en la islamofobia, la estigmatización de personas consideradas “árabes” en occidente derivó en ataques de odio exponenciales de acuerdo con el FBI.


Incluso esta discriminación llego a la oficina oval de la Casa Blanca, cuando siendo presidente Donald Trump prohibió la entrada al país a ciudadanos de países de mayoría musulmana citando nuevamente aspectos de seguridad nacional, hasta que el presidente Biden retiró la medida.


Muchas cosas cambiaron desde los ataques del 11 S, el mundo situó su atención en medio oriente y más importante aún, en las consecuencias colonialistas en la región. Se ha perdido el propósito, la justificación con la que EE.UU. mantuvo ocupado Afganistán por 20 años en donde nunca pudo instaurar un modelo democrático por del desconocimiento cultural, religioso y político.


Hoy la comunidad internacional se pregunta si valió la pena la pérdida de vidas humanas y el derroche de capital militar. Hay una gran ambivalencia entre el respeto y honorabilidad que merecen todos quienes perdieron la vida esa mañana de septiembre y la frustración de que aparentemente dos décadas transcurrieron en vano.


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