
LA LEYENDA
53

La Leyenda 53.
El país que despierta entre ruinas
El pulso después del silencio
Hay amaneceres que no traen luz, solo claridad. Este es uno de ellos. La Leyenda inicia su segundo ciclo no desde la calma, sino desde el eco de lo que aún arde. No escribimos para repetir el fuego: escribimos para entenderlo.
Cada texto nuevo es una respiración en medio del polvo.
El país que se mira a sí mismo
México sigue frente al espejo, con la mirada cansada y las manos temblorosas. Ya no basta con describir la herida: ahora hay que reconocer que también somos parte de ella. Las palabras de este año no buscarán consuelo, sino conciencia.
Nombrar lo que duele sigue siendo el único modo de curarlo.
El tiempo que no perdona
Los días han dejado de prometer. Solo exigen. Y en esa exigencia cabe la obligación de seguir hablando, aunque la voz tiemble. Esta columna no ofrece alivio: ofrece memoria.
Lo que se escribe con verdad no necesita esperanza: basta con tener coraje.
La voz que no se arrodilla
En un país donde la mentira viste de gobierno y el cinismo de normalidad, escribir es un acto de desobediencia. Por eso seguimos aquí: para decir lo que muchos piensan y pocos se atreven a escribir.
La palabra libre sigue siendo la única frontera que no han podido conquistar.
La tinta que no olvida
Comienza un nuevo ciclo, no con promesas, sino con la determinación de mirar de frente lo que otros esconden. La Leyenda vuelve con la misma convicción: encender, incomodar, resistir.
Mientras haya tinta, habrá verdad. Mientras haya verdad, habrá país.
Soy Wintilo Vega Murillo, y esta es La Leyenda 53, la primera columna del segundo año: una voz que no busca eco, sino destino.

Índice de Contenido
Hoy en “La Leyenda”
/… Bienvenida a La Leyenda 53
El país que despierta con las manos en la herida
(By Notas de Libertad).
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-Pláticas con el Licenciado 1
/… El país que votaba antes de votar
Crónica de las campañas del PRI cuando la verdadera batalla se libraba adentro
(By operación W).
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-Agenda del Poder:
/… El miedo en Palacio
La amenaza que desnuda la fragilidad del poder
/… El miedo no mató al alcalde
La lección de dignidad que Carlos Manzo dejó encendida en el corazón de Michoacán
/… El año en que el PAN volvió a caminar junto
Con Jorge Espadas Galván al frente, la fracción panista del Congreso de Guanajuato consolidó una agenda común que trasciende nombres y protagonismos.
/… La Secretaría de la Honestidad: el espejo que aún no refleja nada
Entre promesas de pulcritud y auditorías en silencio, la gestión de Arcelia González González parece más un reflejo de la opacidad que un ejemplo de rendición.
/…El país que dejó al campo en la banqueta
Un presupuesto que sembró esperanza en el discurso y abandono en la tierra
/… El eco vacío del Comité Ciudadano
Entre informes, silencios y complicidades, el sistema anticorrupción de Guanajuato se convirtió en espectador de aquello que debía combatir.
/… La transparencia que aún no se refleja
La Secretaría de la Honestidad promete vigilancia, pero la ciudadanía todavía espera resultados visibles y sanciones ejemplares.
/… Atlas: setenta años de fe — El milagro rojinegro
Conservar viva la pasión durante siete décadas fue la mayor hazaña del Atlas, más grande incluso que levantar el trofeo.
(By Operación W).
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-Alimento para el alma.
“La luna”
De: Jaime Sabines
Sobre el poema:
Sabines y la medicina del alma: la ternura hecha verso
La poesía como refugio de los cansado
Sobre el autor:
Donde el alma escribe con luz: vida y legado de Jaime Sabines
El poeta que convirtió el silencio en ternura
*Si quieres escucharlo en la voz de: Joan Manuel Serrat
(By Notas de Libertad).
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- “Rincones y Sabores: La guía completa para el alma, el paladar y la vida”
/… Los cafés que perfuman la memoria de Guanajuato
Siete tazas que cuentan la historia de un estado entero
(By Notas de Libertad).
/… Café Tal (Guanajuato capital)
El aroma que hizo escuela entre piedra y juventud
(By La Gira del Tragón).
/…Café de la Parroquia (San Miguel de Allende, Guanajuato)
Desayunos con historia a la vuelta de la plaza
(By La Gira del Tragón).
/… Café El Cisne (Celaya, Guanajuato)
Donde el tiempo se sirve con aroma y dulzura
(By La Gira del Tragón).
/… Con Sabor a Café (Irapuato, Guanajuato)
Una cadena local que aprendió a conservar el alma casera
(By La Gira del Tragón).
/… Café Galería Santa María (Salamanca, Guanajuato)
El corazón dulce del centro histórico
(By La Gira del Tragón).
/… Café de la Victoria (Silao, Guanajuato)
Donde el aroma del café se mezcla con la historia del pueblo
(By La Gira del Tragón).
/… El Barista Café Gourmet (Uriangato, Guanajuato)
Una taza para volver al centro de uno mism
(By La Gira del Tragón).
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-Del Cielo a la Historia, Los Ecos del Calendario.
Domingo 9 de noviembre al sábado 15 de noviembre.
Santoral
“Los nombres del cielo que caminan entre nosotros”
Antes de iniciar el recorrido de los días, vale recordar que el santoral no es una lista fría de nombres: es un calendario de luz. Cada nombre encierra una historia de entrega, una vocación que floreció donde nadie la esperaba. Al recorrerlos, no buscamos biografías perfectas sino vidas que aprendieron a resistir con esperanza. Estos santos, de siglos distintos y caminos tan dispares, son las voces que siguen sosteniendo el alma del mundo.
Efemérides Nacionales e Internacionales
“Cuando el tiempo se detiene a recordar”
La historia no se mide en fechas, sino en huellas. Cada día que el calendario rescata no es un simple número: es una puerta abierta hacia los hechos que moldearon nuestra memoria. En estas jornadas de noviembre se entrelazan gestas, descubrimientos y tragedias que marcaron el pulso de la humanidad. Algunas nacieron en suelo mexicano, otras lejos de él, pero todas palpitan con el mismo propósito: recordarnos que el tiempo no olvida, sólo espera ser contado de nuevo.
Conmemoración de Días Nacionales e Internacionales
“El calendario de las causas que nos unen”
La memoria no se mide solo en aniversarios; también respira en las fechas que el mundo reserva para detenerse y pensar. Entre el 9 y el 15 de noviembre, la humanidad conmemora causas que cruzan fronteras: la salud, la ciencia, la tolerancia, la inclusión y la justicia. Son días que no pertenecen a un país, sino a la conciencia de todos. México participa en varias de estas celebraciones, recordando que la paz y la dignidad también tienen calendario.
(By Notas de Libertad).
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-Al Ritmo del Corazón: Música para recordar el ayer.
/… Los Ángeles Azules: De Iztapalapa para el mundo
La familia que convirtió la cumbia mexicana en una celebración eterna
*Con un click escucha: *Lo Mejor de Los Ángeles Azules.
(By Notas de Libertad).
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/… Celso Piña: El hombre que hizo del acordeón una revolución popular
La historia del músico que fundió el alma del barrio con el pulso del mundo
*Con un click escucha: *Celso Piña Éxitos (PlayList).
(By Notas de Libertad).
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¿Qué leer esta semana?
De: Andrew Roberts
Resumen:
-Napoleón: entre la gloria y el abismo
La biografía monumental de Andrew Roberts sobre el hombre que moldeó Europa a su semejanza
Sobre el autor:
-Andrew Roberts: el arquitecto de las biografías imposibles
El historiador británico que convirtió la vida de los grandes líderes en espejo de la condición humana
(By Notas de Libertad).
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-Pláticas con el Licenciado 2.
/… El Sombrero que no se inclinó: vida y muerte de Carlos Manzo
El último servidor de Uruapan: una vida que se volvió conciencia de un país herido
(By operación W).

Bienvenida a La Leyenda 53
El país que despierta con las manos en la herida
El segundo aliento de la palabra
Un año después, la voz sigue en pie. No hay celebración posible, solo la obstinación de seguir respirando entre los restos del país que nos duele. La Leyenda vuelve no como retorno, sino como consecuencia: lo que sobrevive después del fuego. Cincuenta y dos domingos quedaron atrás, y cada uno dejó una cicatriz encendida sobre la página.
No se escribe para olvidar: se escribe para no morirse del todo.
El eco del país que fingió dormir
México amaneció igual, pero distinto. Los discursos cambiaron de dueño, no de tono. La esperanza fue cambiando de máscara, y el pueblo aprendió a mirar con los ojos entornados para no cegarse del todo. Entre el ruido de la propaganda y el silencio de los que resisten, esta columna vuelve a levantar la voz, sin permiso y sin disculpas.
La verdad sigue sin micrófono, pero no sin eco.
Lo que queda después del miedo
He visto pasar la furia, la indiferencia, la derrota. Y sin embargo, aquí estamos otra vez, midiendo el pulso de un país que no se rinde ni cuando lo entierran. Escribir, en tiempos como estos, no es oficio: es supervivencia. Cada línea que nace lo hace con el corazón latiendo a contracorriente.
No hay mayor valentía que seguir diciendo cuando nadie escucha.
El fuego que no aprendió a apagarse
Esta entrega no abre un nuevo capítulo: abre una herida que se niega a cerrarse. Porque todo lo que calla la historia, lo grita la palabra. Y en medio de la oscuridad, escribir sigue siendo una forma de luz que no pide aplausos.
El fuego más puro es aquel que arde en silencio, pero no se apaga.
La ternura como resistencia
No todo ha sido rabia. También hubo ternura, y eso lo salvó todo. La ternura de seguir creyendo, de seguir esperando, de no permitir que el corazón se endurezca. En medio del desastre, aún hay abrazos que sostienen y miradas que curan.
La ternura no es rendición: es la última barricada del alma.
El país que escribe desde su herida
No hay milagro nuevo, solo la insistencia de los que se niegan a callar. La Leyenda 53 nace desde ese pulso: el de un país que aún sangra, pero escribe su propia cicatriz. La esperanza no se impone: se defiende con las manos manchadas de tinta.
Cada palabra verdadera es una forma de justicia.
El juramento que continúa
Vuelve la pluma al papel, la voz a la batalla. No hay descanso ni cierre, solo continuidad. Este segundo año no promete alivio, sino claridad. Las ruinas siguen ardiendo, pero de ellas brota una certeza: seguimos vivos, seguimos escribiendo.
Mientras haya un corazón latiendo debajo del polvo, habrá historia que contar.
Soy Wintilo Vega Murillo, y esta es La Leyenda 53. Escribo otra vez para no permitir que el silencio tenga la última palabra. Si el país ha de seguir, que siga ardiendo. Si la voz ha de durar, que lo haga escribiendo. El fuego sigue. La fe también.
(By Notas de Libertad).





El país que votaba antes de votar
Crónica de las campañas del PRI cuando la verdadera batalla se libraba adentro
EL PODER COMO RITUAL
Cuando el país se vestía de liturgia
El partido que era gobierno
El PRI era más que una maquinaria: era la arquitectura completa del Estado mexicano. En sus oficinas no se decidían elecciones, se administraba la fe política del país.
El presidente no necesitaba un partido: el partido necesitaba al presidente. En torno a su figura se ordenaban los sectores, las lealtades y los silencios.
El poder era vertical, pero la obediencia era transversal: todos sabían a quién mirar y a quién evitar.
Las reuniones partidistas eran procesiones donde se rendía culto a la unidad nacional.
Los cuadros medios vivían de interpretar señales, de leer entre líneas el tono del jefe máximo.
El gobierno y el partido eran el mismo cuerpo, con el mismo pulso y la misma respiración.
El poder no se discutía: se encarnaba.
Los ritos de la liturgia tricolor
Cada sexenio era una misa cívica que se repetía con exactitud milimétrica. El país entero conocía el guion, pero fingía sorpresa.
Las asambleas del PRI eran templos de obediencia. Allí se aplaudía el discurso, no las ideas.
Las caravanas de campaña eran procesiones hacia el futuro garantizado.
El color, los estandartes, los himnos: todo tenía la solemnidad de una fe colectiva.
El poder se consagraba con confeti y aplausos, no con votos.
El ciudadano era espectador de una liturgia que lo incluía, pero no lo escuchaba.
El ritual daba la ilusión de democracia, mientras el destino ya estaba escrito.
Los tiempos del tapado
Durante meses, el país entero vivía pendiente del suspiro presidencial. Nadie hablaba del sucesor, pero todos lo soñaban.
Las redacciones de los periódicos se llenaban de teorías; las secretarías, de rumores; los cafés, de apuestas.
El tapado era el espejo de la ansiedad nacional: existía en el silencio, no en la voz.
El poder hablaba en metáforas. Una visita al norte bastaba para incendiar la especulación.
El pueblo miraba al balcón de Los Pinos esperando una seña mínima: una palabra, un gesto, una sonrisa.
El tapado era la forma más elegante de la incertidumbre: todos sabían que estaba ahí, pero nadie debía nombrarlo.
El misterio era el cemento que mantenía unido al régimen.
La cargada como sistema solar
El día del destape era una revelación religiosa. El nombre pronunciado por el Presidente se convertía en dogma inmediato.
La cargada no pedía razones: ofrecía respaldo.
Los gobernadores, senadores, líderes y burócratas se movían como planetas hacia el nuevo sol.
El aplauso se volvía supervivencia: el silencio, condena.
Las fotografías de unidad eran certificados de fidelidad.
Nadie quería ser el último en felicitar al elegido.
En cuestión de horas, el país entero se reacomodaba para servir al futuro.
Las campañas sin adversarios
Una vez nombrado el candidato, lo demás era trámite. Las campañas eran peregrinaciones de gratitud.
El PRI hablaba de justicia social y de continuidad revolucionaria, y nadie se atrevía a contradecirlo.
Los adversarios jugaban a la democracia mientras sabían que perderían con dignidad.
Los mítines eran fiestas sin suspense: todos conocían el final.
Las bardas ya estaban pintadas antes del arranque.
El voto era una confirmación del orden, no una decisión.
El país entero simulaba el ejercicio de elegir para mantener la paz de no hacerlo.
Los mensajes cifrados del presidente
El presidente en turno era el único elector real. Su voz era el oráculo que definía destinos.
Un guiño suyo bastaba para levantar una carrera o sepultar una vida política.
Las reuniones de gabinete eran ejercicios de adivinación colectiva.
Los informes presidenciales eran textos sagrados: lo importante no era lo que decían, sino cómo lo decían.
El poder no se compartía: se delegaba con límites invisibles.
El sistema político era un teatro sin público, donde cada actor conocía su papel y fingía sorpresa.
Así terminaban las campañas del PRI: con la certeza de que el país había vuelto a cumplir el rito de su propia inmovilidad.
EL TAPADO Y LA SUCESIÓN
El arte de adivinar al elegido
El silencio del Presidente
El sistema priista tenía una lógica perfecta: el poder hablaba sin palabras. En los meses previos a la sucesión, el país entero aprendía a leer gestos, silencios y ausencias.
El silencio del Presidente pesaba más que cualquier discurso.
El Presidente se convertía en oráculo nacional. Ningún decreto tenía tanta fuerza como una ceja alzada o una visita inesperada. Las redacciones de los diarios vigilaban cada movimiento en Los Pinos.
Una fotografía en la primera plana podía incendiar los pasillos del poder.
Nadie osaba preguntar, pero todos especulaban. Las palabras se pesaban, los silencios se interpretaban.
Cada saludo se convertía en profecía, cada viaje en anuncio.
El poder hablaba en el idioma de la incertidumbre. Todo dependía de una señal mínima.
El país entero contenía el aliento esperando el gesto que cambiara su destino.
Así funcionaba la liturgia: el Presidente no hablaba, pero todos oían su voz.
Los nombres que no se pronunciaban
Los aspirantes existían en el rumor, no en la realidad. Los periodistas los llamaban “presidenciables” con una mezcla de miedo y cortesía.
El poder era un espejo empañado: todos querían verse, pero nadie se reconocía.
Los secretarios de Estado caminaban con cautela, midiendo cada palabra. Un exceso de entusiasmo podía ser leído como traición.
En los pasillos del poder, la discreción era la forma más alta de ambición.
Los tapados no hablaban: respiraban despacio para no levantar sospechas.
El silencio era la única forma de seguir vivo.
Los gobernadores juraban lealtad a todos al mismo tiempo, y cada uno se declaraba soldado del sistema.
El país fingía no saber lo que todos intuían.
En ese teatro político, el silencio era la única verdad compartida.
Las señales del destino
El Presidente mandaba señales como un dios que se divertía con los mortales.
Un nombramiento podía cambiar la historia.
Las oficinas públicas se convertían en laboratorios de interpretación: ¿por qué aquel secretario fue al norte y no al sur?
Cada palabra presidencial tenía valor de profecía.
El rumor era ciencia política. Nadie quería equivocarse al leer las señales.
El que interpretaba mal quedaba fuera del futuro.
El arte de sobrevivir consistía en no apostar, pero estar listo para celebrar.
El tapado era sombra y promesa al mismo tiempo.
El poder era una liturgia sin altar, pero con creyentes en cada esquina.
El día del destape
El día del destape era el más sagrado del calendario político. Bastaba una frase, un acto, una designación ambigua.
El país despertaba sabiendo que el destino ya estaba escrito.
El Presidente pronunciaba el nombre del sucesor con tono neutro, casi burocrático, como si se tratara de un trámite administrativo.
El milagro era que todos lo sabían, pero nadie lo decía.
Las redacciones vibraban: el misterio había terminado. Los otros aspirantes sonreían mientras morían políticamente.
Las lágrimas no eran de tristeza, sino de alivio.
La radio repetía la noticia como si fuera una plegaria nacional.
El destape era el instante en que el poder respiraba de nuevo.
La multitud entendía que la historia continuaba, sin sobresaltos.
La hora del acomodo
Tras el destape, comenzaba la gran danza de la fidelidad. Gobernadores, líderes sindicales y burócratas juraban haber estado siempre con el elegido.
La traición se convertía en virtud con un solo aplauso.
Los que ayer apostaban por otro candidato, hoy aplaudían con fervor al nuevo redentor.
La memoria era corta, pero la conveniencia larga.
Los despachos se llenaban de felicitaciones, telegramas y flores.
El sistema sabía perdonar, pero no olvidar.
La política mexicana era una coreografía donde todos volvían a su sitio.
El país respiraba aliviado: el peligro había pasado.
El orden regresaba, como si nada hubiera ocurrido.
El rito cumplido
Después del destape, todo volvía a la calma. Las giras del candidato eran una celebración sin tensión.
La campaña no se ganaba: se obedecía.
La unidad se proclamaba como virtud moral. Las multitudes confirmaban lo que ya era seguro.
El tapado se convertía en Presidente virtual.
El Presidente saliente era ahora un mito viviente, un patriarca satisfecho.
El poder mexicano se regeneraba sin perder una gota de control.
El PRI presumía estabilidad, y el pueblo agradecía el orden.
La sucesión no era cambio: era continuidad bendecida.
El país cumplía con su rito y se preparaba para repetirlo seis años después.
EL PRI COMO PAÍS
La maquinaria perfecta del poder
El Estado partido
Durante décadas, el PRI no fue un partido político en el sentido tradicional: fue el propio Estado vestido de institucionalidad. Desde los palacios de gobierno hasta los ejidos más apartados, la militancia no era una opción, sino una forma de existencia cívica.
El PRI equivalía al acta de ciudadanía.
Las oficinas del partido se confundían con las delegaciones federales; los discursos oficiales eran los mismos en los informes, en las asambleas y en los mítines.
El poder se respiraba como el aire: invisible, pero indispensable.
No había distinción entre el gobierno, la burocracia y la lealtad política.
El país votaba por sí mismo, y el resultado siempre era el mismo.
El partido no competía: confirmaba su continuidad.
El PRI no necesitaba convencer: le bastaba con existir.
El engranaje de los sectores
El secreto de su eficacia estaba en la división tripartita: el sector obrero, el campesino y el popular. Cada uno funcionaba como engranaje dentro del mismo reloj.
El voto no era libre: era una obligación social.
El obrero votaba por gratitud; el campesino, por promesa; el maestro, por disciplina.
El sistema no toleraba el silencio: lo traducía como deslealtad.
Los líderes sindicales sabían que su poder dependía de la fidelidad absoluta.
El favor presidencial era el oxígeno del sistema.
A cambio, entregaban multitudes dóciles, marchas coreografiadas y victorias garantizadas.
El PRI era el único partido capaz de organizar el aplauso y convertirlo en política.
La ideología de la unidad
En los tiempos del PRI, disentir era sospechoso. El discurso de la unidad nacional era un dogma que justificaba la uniformidad del pensamiento.
El que criticaba al partido era acusado de criticar al país.
Las campañas exaltaban la estabilidad como virtud moral, y la obediencia como forma de patriotismo.
La democracia era un verbo conjugado en futuro.
Las diferencias no se resolvían en debate: se borraban en el aplauso.
El poder sabía domesticar el conflicto y convertirlo en discurso.
El país aprendió a vivir en una armonía fingida, donde todos decían sí para evitar desaparecer.
El consenso era la forma más perfecta del miedo.
El voto que venía de arriba
Las elecciones no eran competencia: eran ceremonia. Los resultados se sabían antes de contarse, y las urnas servían para confirmar lo que ya se había decidido.
El voto bajaba en cascada desde la cúpula del poder.
Los gobernadores se encargaban de garantizar la cifra exacta, los alcaldes de llenar las casillas y los caciques de asegurar el entusiasmo.
El ciudadano participaba como espectador, no como actor.
Las boletas eran rituales de fe, no instrumentos de decisión.
El fraude no era un accidente: era un método institucional.
El sistema lo justificaba con un argumento simple: el país no podía permitirse la incertidumbre.
El PRI ganaba porque el país no podía imaginar otro resultado.
El mito de la Revolución
El PRI se legitimó en el mito de la Revolución Mexicana. Cada candidato se presentaba como heredero de los caudillos, cada sexenio como capítulo de la epopeya nacional.
La Revolución dejó de ser historia para volverse pretexto.
Las palabras “justicia social” y “reparto agrario” se usaban como plegarias en boca de burócratas con trajes de lino.
El sistema se decía revolucionario mientras administraba la calma.
Las estatuas de Zapata y Villa decoraban los parques donde se firmaban pactos con empresarios.
El pasado heroico era el disfraz del presente conveniente.
El partido convirtió los ideales en retórica y la retórica en poder.
El milagro del PRI fue transformar la Revolución en rutina.
La nación de un solo color
El país entero se pintó de verde, blanco y rojo. Desde las escuelas hasta las ferias, la propaganda partidista se confundía con los símbolos patrios.
México era el PRI y el PRI era México.
Las canciones populares, las misas, los desfiles, todo llevaba la huella del partido.
El culto al Presidente se mezclaba con el amor a la patria.
Las generaciones crecían creyendo que la democracia era un lujo extranjero.
El sistema sobrevivía gracias al hábito de obedecer.
Y mientras el mundo cambiaba, México seguía fiel a su propio espejo.
La maquinaria funcionaba porque nadie se atrevía a detenerla.
LAS CAMPAÑAS INTERNAS
El arte de la traición discreta
Los precandidatos disfrazados de leales
En el PRI de los años dorados, las campañas no se hacían hacia afuera, sino hacia adentro. La verdadera contienda no se libraba en las plazas públicas, sino en los pasillos del poder. Los secretarios de Estado eran aspirantes en silencio, y los gobernadores, operadores de sueños ajenos.
La prudencia era la única forma de ambición.
Cada funcionario saludaba al Presidente con una sonrisa calculada, intentando leer en su mirada una pista de su destino.
Una frase mal dicha podía sepultar una carrera política.
Los informes anuales se transformaban en monólogos de vanidad donde cada palabra buscaba resonar en los oídos del poder supremo.
El exceso de elogios podía interpretarse como desesperación.
El juego consistía en parecer leal mientras se tejía la intriga.
En el sistema priista, la obediencia era el disfraz más rentable.
Las sombras del gabinete
Dentro del gabinete presidencial, nadie dormía tranquilo. Las reuniones del lunes eran más tensas que un debate público. Todos fingían colaborar mientras vigilaban los movimientos del otro.
El espionaje era la cortesía del poder.
Los informes cruzaban despachos antes de llegar al Presidente, alterados por manos interesadas.
Las filtraciones no eran errores: eran mensajes cifrados.
Las alianzas se construían en cenas discretas, con copas medidas y risas falsas.
En la política del PRI, el enemigo más peligroso era el compañero de mesa.
Cada visita estatal era una competencia velada: quién recibía más aplausos, quién ocupaba la silla más cercana al jefe del Ejecutivo.
Las campañas internas se decidían mucho antes de que existieran oficialmente.
El juego del rumor
Nada movía tanto la maquinaria del partido como un rumor. Bastaba una columna periodística o una frase ambigua para incendiar el ánimo de la clase política.
El rumor era la moneda oficial del sistema.
Los periodistas se convertían en oráculos, y los operadores políticos en intérpretes del viento.
Un gesto presidencial podía cambiar de sentido tres veces en un día.
Los pasillos de Bucareli y Los Pinos eran laboratorios de especulación.
La política mexicana se escribía en condicional: “dicen que”, “parece que”, “se comenta que”.
El rumor no necesitaba ser cierto para ser eficaz: bastaba con que sonara creíble.
En el PRI, la información era poder y la mentira, estrategia.
Las lealtades provisionales
En tiempos de sucesión, nadie era totalmente aliado ni completamente enemigo. Las lealtades tenían fecha de caducidad.
El poder se medía en la habilidad para fingir amistad.
Los gobernadores ofrecían su apoyo a todos los precandidatos, por si acaso.
El que apostaba por un solo nombre jugaba a perder.
Los líderes sindicales guardaban silencio hasta el último minuto, esperando la “señal divina” del Presidente.
La neutralidad era la forma más prudente de complicidad.
Aun los más fieles sabían que el sistema no premiaba la lealtad eterna, sino la oportunidad.
En el PRI, la palabra “traición” se pronunciaba en voz baja, porque todos la ejercían.
Las encuestas invisibles
Las campañas internas también se decidían en los escritorios de los analistas, donde nacían y morían carreras políticas con base en cifras confidenciales.
Las encuestas eran oráculos secretos al servicio del poder.
Las opiniones no se medían para conocer al pueblo, sino para complacer al Presidente.
Los números se manipulaban con la precisión de un cirujano.
Un punto arriba o abajo podía definir la suerte de un candidato.
El sistema amaba las estadísticas porque las controlaba.
Los resultados se filtraban selectivamente, alimentando esperanzas o sepultando aspiraciones.
Las matemáticas del poder eran más emocionales que exactas.
El premio de consolación
Cuando el elegido era anunciado, la mitad del gabinete amanecía derrotada. Pero la derrota, en el PRI, también tenía su recompensa.
El sistema no eliminaba a los perdedores: los reciclaba.
Algunos iban a embajadas, otros a direcciones de empresas paraestatales.
La obediencia posterior valía más que la ambición frustrada.
El Presidente premiaba la discreción de quienes sabían perder con sonrisa en los labios.
La gratitud era la última moneda del poder.
El país se reacomodaba con la naturalidad de un tablero previsto.
En el PRI, nadie moría políticamente mientras siguiera aplaudiendo.
EL DEDO PRESIDENCIAL
La voluntad que no se discutía
El origen del mito
En los tiempos del PRI, el Presidente no solo gobernaba: creaba realidades. De su palabra nacían gobernadores, senadores, secretarios y hasta herederos del poder. Todo comenzaba con un rumor y terminaba con una designación que nadie se atrevía a discutir.
El dedo presidencial era el termómetro del país.
El ritual del poder no necesitaba votos ni asambleas: bastaba un gesto.
El silencio de Los Pinos pesaba más que cualquier boleta electoral.
Los políticos vivían pendientes del momento en que el dedo se alzara o señalara.
El país entero contenía el aliento.
Y cuando finalmente lo hacía, no había duda ni réplica.
El dedo del Presidente no apuntaba: decretaba.
Los tiempos de la adivinanza
El juego político mexicano era una larga espera. Cada sexenio se abría con apuestas discretas, listas de nombres, quinielas, cafés llenos de hipótesis.
El poder se vestía de misterio para parecer divino.
Los ministros se esmeraban en la obediencia, los gobernadores en el elogio y los senadores en la discreción.
El que hablaba de más, se borraba del mapa.
Los aspirantes competían en modestia, sabiendo que cualquier exceso era pecado mortal.
El tapado no se autoproclamaba: se insinuaba en los sueños ajenos.
El país entero se convertía en un gigantesco oráculo.
El dedazo era la forma mexicana del destino.
El momento de la revelación
El día del anuncio no tenía fecha fija, pero todos sabían que llegaría. Una palabra del Presidente en un discurso, una foto en la portada, una visita inesperada: cualquier gesto podía ser el aviso.
El país aprendió a descifrar signos antes que decisiones.
La noticia corría como pólvora, y el elegido pasaba de ser funcionario a símbolo.
El dedo presidencial lo convertía en historia.
Los aplausos llegaban antes que los boletines oficiales.
Nadie cuestionaba la elección: todos la bendecían.
La emoción era nacional, como si la voluntad divina se hubiera manifestado otra vez.
El poder tenía rostro y lo había decidido uno solo.
Los efectos del dedo
El dedazo no solo designaba a un hombre: reconfiguraba todo el país. De inmediato, los viejos aliados se convertían en críticos y los adversarios en devotos.
La lealtad tenía la elasticidad del instinto.
Las fotos del nuevo candidato adornaban las oficinas antes de la medianoche.
Las imprentas del partido trabajaban más rápido que las conciencias.
Los que habían apostado por otro fingían haberlo sabido desde el principio.
La simulación era el arte más perfeccionado del sistema.
El dedo no solo señalaba: borraba el pasado y reescribía el futuro.
En cuestión de horas, la historia nacional cambiaba de propietario.
El miedo como disciplina
El poder absoluto no necesitaba violencia: bastaba con el miedo. En el PRI, el miedo era la forma más eficaz de control.
Nadie quería ser recordado por haber contradicho al Presidente.
Los políticos se cuidaban de no parecer demasiado brillantes, no fuera que eso despertara sospechas.
En el reino del dedazo, el mérito era una ofensa.
El silencio era el seguro de vida más caro de la política mexicana.
El Presidente no necesitaba gritar: su sombra bastaba.
El respeto al poder era una religión laica, y el altar, la oficina presidencial.
El miedo mantenía unido lo que la convicción no podía sostener.
La infalibilidad del sistema
Durante décadas, el dedazo se confundió con la democracia. Los ciudadanos votaban para confirmar lo que el dedo ya había decidido.
El pueblo participaba en la puesta en escena de su propio destino.
Los discursos hablaban de libertad, pero las decisiones venían dictadas desde arriba.
El Presidente no se equivocaba: los demás interpretaban mal.
El país sobrevivía en la estabilidad del mito.
El dedazo era una fe que se renovaba cada seis años.
Y aunque la historia cambió, la memoria colectiva aún recuerda ese gesto que podía hacer temblar gobernadores y encumbrar desconocidos.
El dedo presidencial no fue un símbolo del poder: fue el poder mismo.
EL PAÍS QUE SE EDIFICÓ BAJO UNA BANDERA
Las obras, las instituciones y el orden que moldearon a México
El tiempo de los cimientos
El siglo XX mexicano no puede entenderse sin el PRI. De sus entrañas nació el modelo de Estado que dio estabilidad a un país fracturado por las balas de la Revolución.
El PRI fue la arquitectura de la paz.
El México de posguerra necesitaba un árbitro y lo encontró en el partido oficial, que supo combinar el poder político con una visión de nación moderna.
El país dejó de pelear para empezar a construir.
Durante sus primeras décadas, el PRI levantó escuelas rurales, impulsó la alfabetización y llevó la administración pública a rincones donde antes no había ni caminos.
El Estado se hizo tangible en la vida cotidiana.
Con sus aciertos y excesos, sentó las bases de la gobernabilidad mexicana.
El orden sustituyó a la guerra, y el país aprendió a planear su futuro.
Las instituciones del bienestar
De los años cuarenta a los setenta, el PRI apostó por un modelo social que, con todas sus limitaciones, transformó la vida de millones.
El bienestar se volvió una aspiración colectiva.
Nacieron el IMSS, el ISSSTE y el INFONAVIT, pilares del México moderno.
El derecho a la salud y a la vivienda dejó de ser discurso para convertirse en estructura.
Los hospitales regionales, las clínicas rurales y los programas de vacunación consolidaron una red pública sin precedentes.
La burocracia se volvió herramienta del progreso.
El Estado intervino en la economía, reguló precios y subsidió la canasta básica.
Por primera vez, el gobierno parecía preocuparse por los pobres.
El milagro mexicano
Durante tres décadas, México vivió un crecimiento sostenido que asombró al mundo. Las tasas del llamado “milagro mexicano” fueron el orgullo del régimen y el refugio de su legitimidad.
El país crecía al ritmo de la fe en el desarrollo.
La industrialización avanzó, los empleos se multiplicaron, las ciudades crecieron con un entusiasmo que rozaba la ilusión.
Las fábricas sustituyeron los campos como símbolos del progreso.
Las universidades públicas se expandieron y la clase media nació como fenómeno social.
La educación se convirtió en escalera social.
Aunque no todos se beneficiaron, la idea de movilidad alimentó una nueva esperanza.
México soñó con ser moderno y, por un tiempo, creyó haberlo logrado.
La identidad nacional
Bajo el PRI, el país consolidó una narrativa común. Las fiestas cívicas, las escuelas y los medios promovieron un mismo relato: México como una familia bajo una sola bandera.
El nacionalismo fue la ideología del consenso.
El cine de oro, la radio y los noticieros construyeron el imaginario colectivo de la patria unificada.
El héroe revolucionario se transformó en ciudadano ejemplar.
El arte y la cultura florecieron con apoyo estatal, de los murales de Rivera y Orozco a la literatura del Fondo de Cultura Económica.
El Estado se convirtió en mecenas del talento.
Por encima de todo, el PRI dio al mexicano una certeza: había un país posible.
El orgullo nacional se volvió patrimonio político.
La expansión del Estado
El partido consolidó un aparato público que llegó a todos los rincones. Carreteras, presas, aeropuertos y refinerías fueron el rostro visible del poder.
El progreso se medía en kilómetros de asfalto y metros cúbicos de agua.
Se crearon universidades técnicas, escuelas normales, y centros de investigación que sentaron las bases del conocimiento moderno.
La planeación sustituyó la improvisación.
El campo fue apoyado con crédito, fertilizantes y subsidios, aunque sin romper del todo la dependencia.
El desarrollo era desigual, pero continuo.
Las instituciones eran el escudo y la herramienta del Estado.
El poder central se justificaba con obras tangibles.
El legado y la contradicción
El PRI dejó una herencia compleja, pero innegable. Sin él, México no habría tenido la estabilidad necesaria para construir su infraestructura moderna ni su identidad institucional.
El régimen fue autoritario, pero eficaz.
Creó una generación de profesionistas, amplió el acceso a la educación y cimentó una clase media.
El progreso tuvo un rostro paternalista, pero real.
La corrupción, la desigualdad y el control político no borran sus aportes.
El PRI fue al mismo tiempo arquitecto y carcelero del país que creó.
Su historia sigue viva en las calles, las universidades, los hospitales y las leyes.
México no sería el mismo sin el partido que lo moldeó.
LA HERENCIA DEL SISTEMA
El poder que se transformó en historia
El siglo del PRI
Durante gran parte del siglo XX, México habló, respiró y soñó bajo un mismo lenguaje político. El PRI fue mucho más que un partido: fue una forma de organización nacional.
Su historia es la historia de un país que buscaba estabilidad.
Mientras otros pueblos se desangraban entre dictaduras y golpes, México mantuvo el pulso de la legalidad institucional.
El poder se ejercía con reglas, aunque esas reglas fueran del poder.
Durante décadas, el partido fue sinónimo de continuidad, orden y desarrollo.
El país aprendió a reconocerse dentro de su sombra.
Y aunque la democracia aún no había florecido, la paz social era un bien común que pocos estaban dispuestos a arriesgar.
El PRI fue el puente entre la Revolución y la modernidad.
La estabilidad como valor
El sistema priista fue muchas cosas, pero sobre todo, fue predecible. En un mundo convulso, esa previsibilidad valía oro.
El ciudadano sabía quién gobernaba y qué esperar del gobierno.
El crecimiento económico, el empleo y la inversión dependían de ese equilibrio.
El PRI representó la certeza en tiempos inciertos.
Los cambios se dosificaban, los conflictos se negociaban, las crisis se resolvían sin derramamiento de sangre.
La estabilidad era una forma de justicia silenciosa.
Esa paz permitió que millones construyeran hogares, carreras y proyectos personales.
El país creció sobre una confianza que hoy parece irrepetible.
Las lecciones del poder
El partido hegemónico también dejó una pedagogía política. Enseñó que gobernar no es solo administrar, sino mantener unido a un país diverso.
El poder no se improvisa: se aprende, se dosifica y se hereda.
El PRI supo leer los tiempos, contener los impulsos y evitar rupturas fatales.
El presidencialismo no fue solo control: también fue responsabilidad.
La figura del Presidente encarnó la unidad nacional, el equilibrio entre fuerzas que, sin esa autoridad, pudieron haberse desbordado.
La disciplina fue el cemento de la República.
Y aunque ese modelo hoy parece anticuado, su sentido de orden aún sostiene mucho del Estado mexicano.
El poder dejó escuela, incluso en sus excesos.
Las transformaciones necesarias
La apertura democrática no fue una ruptura violenta, sino una transición lenta y calculada.
El PRI supo ceder el poder sin destruir el país que construyó.
Reformas electorales, pluralismo, alternancia: cada paso fue posible porque el sistema lo permitió.
El autoritarismo no cayó por un golpe, sino por evolución.
El mismo partido que lo concentró, abrió las puertas a su redistribución.
Esa es una de sus paradojas más nobles.
México aprendió a competir políticamente sin romper su estructura institucional.
El cambio nació dentro del sistema, no contra él.
El peso de la memoria
Ningún otro partido ha dejado una huella tan profunda en la vida nacional. Desde los símbolos patrios hasta las políticas públicas, el PRI moldeó la forma en que el mexicano entiende la política.
Su legado es material y emocional.
Los caminos, las escuelas, los hospitales, las leyes laborales: todo lleva su firma.
La modernización fue un proyecto compartido por generaciones.
El PRI formó cuadros técnicos, maestros, médicos, campesinos organizados, y sobre todo, una idea de país.
Su grandeza radicó en su capacidad para integrar a todos.
Y aunque su poder disminuyó, su presencia sigue latiendo en la estructura misma del Estado.
El PRI no desapareció: se transformó en cultura política.
El país que queda
Hoy, el México contemporáneo vive con la herencia del PRI en cada institución. Algunos ven en ella pasado; otros, cimiento.
Sin el PRI, el país moderno no existiría como lo conocemos.
Su historia enseña que el poder absoluto puede volverse sabiduría si aprende a corregirse.
El sistema cayó, pero dejó de pie sus instituciones.
La democracia, con todos sus errores, es hija de esa larga continuidad.
El PRI no fue solo un partido: fue un modelo de país que se reinventó.
Y su verdadera lección, quizás, sea esa: que el poder pasa, pero las estructuras que nacen de él permanecen.
México sigue caminando sobre los cimientos que aquel sistema dejó.
EPÍLOGO GENERAL. EL ECO DE LAS CAMPAÑAS
La época en que México soñó bajo una sola voz
El país del ritual político
Hubo un tiempo en que las campañas no eran guerras de opinión, sino celebraciones del destino. Las plazas se llenaban de colores, los camiones llevaban altavoces que repetían promesas, y el país entero parecía moverse al compás de una sola marcha.
El voto era ceremonia, no competencia.
Los discursos eran actos de fe, las caravanas, procesiones patrióticas.
El pueblo no solo elegía: participaba en una liturgia.
La política tenía ritmo, y el aplauso era el lenguaje más eficaz del consenso.
El país no votaba contra nadie: votaba por seguir existiendo.
Aquel México aprendió a celebrar su continuidad con fervor casi religioso.
Las campañas del PRI eran más que campañas: eran el pulso de la nación.
Los hombres del sistema
En el corazón de ese mundo había políticos que creían en el deber como un credo. Eran hombres formados en la disciplina, la paciencia y la negociación.
El priista clásico servía antes de mandar.
Sabía escuchar al jefe, obedecer las jerarquías y medir cada palabra.
La lealtad era la moneda más alta del sistema.
Los cuadros del partido se forjaban en la administración, en los sindicatos, en las giras interminables por los pueblos.
No eran héroes, pero sí artesanos del poder.
Muchos hicieron de la política una vocación genuina, convencidos de que el Estado podía ser instrumento de justicia.
Su orgullo era mantener la maquinaria en marcha sin que el país se detuviera.
Las campañas interiores
Más que en las calles, la verdadera contienda ocurría en los pasillos, las cenas discretas, las oficinas con persianas cerradas.
El silencio era parte del protocolo del poder.
En el PRI, la lucha no se gritaba: se insinuaba.
El arte consistía en ganar sin parecer ambicioso.
Los acuerdos se tejían en privado, y la política era una danza de equilibrios donde todos sabían su turno.
La discreción era la virtud de los sobrevivientes.
Aquel sistema evitaba el caos gracias a su capacidad de procesar las ambiciones dentro del mismo cauce.
El consenso era el triunfo más sutil de aquellas campañas.
La nación en construcción
Mientras en otras partes del mundo los regímenes caían en violencia o anarquía, México consolidaba su identidad sobre un ideal compartido.
La unidad era el triunfo más duradero del sistema.
Las campañas no solo buscaban votos: afirmaban un proyecto de nación.
Cada mitin era una lección de pertenencia.
El país crecía, aprendía, soñaba con su propio desarrollo industrial y educativo.
El Estado era el rostro visible del progreso.
Las carreteras, las escuelas, los hospitales eran promesas cumplidas a la vista de todos.
El PRI no solo gobernaba: edificaba un país que creía en sí mismo.
El fin del mito
Pero todo mito envejece. Llegaron las nuevas generaciones, los reclamos de libertad, la demanda de pluralidad.
El PRI comprendió que el poder debía renovarse o morir.
La apertura democrática fue su última gran obra.
El autoritarismo dio paso al diálogo.
Las campañas se transformaron en verdaderas contiendas y los votantes comenzaron a decidir.
La transición fue su prueba de madurez.
Ninguna caída fue abrupta: el sistema se desmontó con la misma calma con la que había gobernado.
El fin del PRI hegemónico fue también una victoria del PRI histórico.
El legado de una era
Hoy, el recuerdo de aquellas campañas pertenece a la memoria nacional. Nadie puede negarlas, porque moldearon la identidad de generaciones enteras.
El PRI enseñó al país a vivir en el orden y después a buscar su libertad.
Sus métodos pueden parecer lejanos, pero su huella sigue en cada institución.
El México moderno no nació de la casualidad: nació de esa disciplina.
El país cambió, los nombres se olvidaron, pero las estructuras permanecieron.
El poder pasó, pero la idea de Estado sobrevivió.
Quizá por eso, cada vez que una nueva elección despierta pasiones, todavía se escucha un eco de aquel tiempo.
El eco de las campañas del PRI: la voz de un país que se aprendió de memoria.
(By operación W).

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/… El miedo en Palacio
La amenaza que desnuda la fragilidad del poder
Cuando la violencia toca la puerta del Estado
Hay hechos que no admiten matices. La amenaza que recientemente envolvió a la presidenta Claudia Sheinbaum no es solo una noticia: es una señal del país que todavía no aprende a respetar a las mujeres. En México, el miedo tiene rostro de mujer, y el poder no las protege, las expone.
No importa si fue montaje o realidad, el mensaje es igual de aterrador. Porque si algo así ocurre a la mujer más vigilada y resguardada del país, ¿qué puede esperar una mujer común que se atreve a participar en política, dirigir una empresa o simplemente alzar la voz?
El debate público se enredó en discutir si el hecho fue fabricado, pero esa discusión es secundaria. Lo esencial es que sucedió. Y el solo hecho de que el país lo haya contemplado como posibilidad demuestra lo enferma que está nuestra cultura política.
Cuando el miedo se convierte en argumento, la democracia pierde sentido.
El eco del miedo
Una amenaza contra una mujer en el poder no es un asunto privado: es una herida colectiva. No se trata solo del riesgo físico, sino del mensaje que transmite: que aún en los más altos niveles del gobierno, la violencia de género sigue encontrando espacio.
El poder no inmuniza contra la misoginia. Al contrario, la magnifica. Porque la mujer que gobierna es doblemente juzgada: por lo que hace y por lo que representa. Su sola presencia en el poder desafía una estructura que durante siglos fue masculina, autoritaria y celosa de su propio privilegio.
Cuando una mujer llega al mando, el sistema entero la observa con lupa, esperando el error que confirme sus prejuicios. Y cuando no hay error, la violencia se fabrica. En amenazas, insultos, burlas o rumores, el mensaje es siempre el mismo: recordarle que su lugar es frágil.
No es la amenaza lo que indigna, sino la naturalidad con que se acepta.
Entre el montaje y la realidad
Se ha querido reducir el hecho a un dilema mediático: ¿fue montaje o fue verdad? Pero ambas opciones son intolerables.
Si fue montaje, alguien jugó con el miedo de todo un país para generar simpatía política. Quien concibe una idea así no solo carece de ética, sino que desconoce el límite entre la propaganda y la dignidad.
El miedo no puede ser herramienta de comunicación.
Utilizarlo como estrategia política es pervertir el lenguaje del poder. No se puede convertir una amenaza en espectáculo sin herir la confianza pública.
Y si no fue montaje, si de verdad existió el intento o el mensaje de agresión, entonces el problema es aún mayor. Porque demuestra que ni el Estado ni sus sistemas de seguridad son capaces de garantizar la integridad de quien representa la investidura presidencial.
Si la violencia alcanza a la jefa del Estado, ninguna mujer está a salvo.
La misoginia institucional
La violencia política contra las mujeres no siempre se ve. A veces se oculta detrás de un chiste, un comentario o una insinuación. A veces se viste de análisis político o de supuesta crítica legítima. Pero en el fondo es lo mismo: desprecio.
El país aún no asimila que el poder también puede tener rostro de mujer.
Lo demuestra la manera en que se reacciona ante cada paso, cada gesto, cada decisión de una gobernante. Lo demuestra el tono de los ataques y la intención de reducirlas siempre a su condición de género.
En un país que presume haber alcanzado la paridad, todavía se insulta a las mujeres con palabras que jamás se usarían contra un hombre. Todavía se les cuestiona su autoridad como si fuera prestada. Todavía se les exige que justifiquen su liderazgo con docilidad.
Esa es la verdadera violencia: la que no necesita balas para matar el respeto.
La banalización del peligro
México vive una peligrosa costumbre: trivializarlo todo. Convertir la indignación en tendencia, el miedo en hashtag y la violencia en espectáculo. La amenaza contra la presidenta fue analizada con ligereza, entre burlas y teorías. Pero cada broma, cada comentario, cada duda sin sustento debilita la seriedad con que debe enfrentarse el tema.
Un país que se ríe del miedo está condenado a repetirlo.
Porque lo que se vuelve costumbre deja de doler. Y cuando deja de doler, deja de importar.
El peligro no está solo en los agresores, sino en la indiferencia. En la facilidad con que se cambia de tema, en la velocidad con que se olvida. La violencia política se perpetúa porque el país la consume como espectáculo y no como alarma.
Nadie gana cuando la amenaza se convierte en parte del show.
El espejo de todas
La imagen de una presidenta bajo amenaza refleja la vulnerabilidad de todas. No importa la ideología ni el cargo: toda mujer que ejerce liderazgo en México vive bajo sospecha. Lo sabe la gobernadora de Guanajuato, lo saben las alcaldesas, las legisladoras, las periodistas y las activistas que cada día enfrentan la hostilidad de un entorno que aún no se reconcilia con la igualdad.
Lo que le pasa a una, les pasa a todas.
Y lo que el Estado permite en lo alto del poder, se repite con más violencia en los niveles donde nadie mira.
El día que la amenaza contra la presidenta se banaliza, una candidata local recibe insultos en la calle; una funcionaria es hostigada en redes; una periodista es silenciada. El eco es inmediato, y el país entero lo escucha sin reaccionar.
La violencia contra una mujer en el poder es violencia contra la nación misma.
Un país que no puede permitirse retroceder
México ha pagado caro cada centímetro de avance en igualdad. No puede permitirse retroceder ahora, cuando la paridad es apenas una promesa y la democracia una herida abierta. La violencia política no admite excusas ni ideologías: o se condena siempre o se normaliza para todos.
La defensa de la presidenta no es defensa del gobierno, sino de la dignidad colectiva.
No se trata de aplaudir su gestión, sino de reconocer que el miedo no puede ser la nueva herramienta del poder ni el nuevo lenguaje del debate público.
Porque si a la presidenta la amenazan, ¿qué queda para la maestra que denuncia, para la periodista que incomoda, para la mujer que lidera desde su comunidad sin escoltas ni reflectores?
La violencia no distingue niveles: solo mide silencios.
La democracia no se mide por la cantidad de votos, sino por la seguridad con la que una mujer puede ejercer autoridad sin ser insultada, amenazada o usada como instrumento político.
Y en ese terreno, México todavía no aprueba el examen.
(By operación W).

“La luna”
De: Jaime Sabines
La luna se puede tomar a cucharadas o como una cápsula cada dos horas. Es buena como hipnótico y sedante y también alivia a los que se han intoxicado de filosofía. Un pedazo de luna en el bolsillo es mejor amuleto que la pata de conejo: sirve para encontrar a quien se ama, para ser rico sin que lo sepa nadie y para alejar a los médicos y las clínicas. Se puede dar de postre a los niños cuando no se han dormido, y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos ayudan a bien morir. Pon una hoja tierna de la luna debajo de tu almohada y mirarás lo que quieras ver. Lleva siempre un frasquito del aire de la luna para cuando te ahogues, y dale la llave de la luna a los presos y a los desencantados. Para los condenados a muerte y para los condenados a vida no hay mejor estimulante que la luna en dosis precisas y controladas.




*Si quieres escucharlo en la voz de: Joan Manuel Serrat

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/… Los cafés que perfuman la memoria de Guanajuato




Siete tazas que cuentan la historia de un estado entero
Donde el aroma se vuelve identidad
En Guanajuato, el café no se sirve: se comparte. Cada municipio guarda un rincón donde el aroma del grano se mezcla con el del pan caliente y las conversaciones que no caducan. Son lugares donde la gente se encuentra sin citarse, donde el alma se reconcilia con la rutina y la vida se deja beber despacio.
El café, en Guanajuato, no se toma: se habita.
Entre los portales antiguos, las plazas soleadas y las calles empedradas, nacieron siete refugios que hoy son parte de la memoria colectiva. Cada uno sostiene una historia propia, un carácter, una lealtad: cafés que no sólo venden, sino que consuelan; que no sólo abren temprano, sino que despiertan la ciudad.
Siete tazas, siete almas
Desde el Café Tal de Guanajuato capital —donde el oficio de tostar se volvió arte— hasta el Barista de Uriangato, que representa la calma del sur del estado, cada establecimiento es un espejo distinto del alma guanajuatense. En San Miguel de Allende, el Café de la Parroquia acompaña el tañer de las campanas con pan dulce y conversación. En Celaya, el Cisne endulza los días con sus choux legendarios.
Cada taza es una manera de contar la historia del estado sin palabras.
En Irapuato, Con Sabor a Café demuestra que el éxito también puede ser local; en Salamanca, el Galería Santa María mezcla cocina y ternura; y en Silao, el Café de la Victoria mantiene viva la elegancia del oficio sencillo. Siete ciudades, siete formas de hospitalidad y un mismo hilo invisible: la calidez.
La memoria que se sirve caliente
Los cafés de Guanajuato no sólo alimentan: acompañan. Son testigos de amores, de despedidas y de días comunes que luego se vuelven inolvidables. En cada taza se disuelve una historia, un aroma, una ciudad. Son más que establecimientos: son mapas afectivos donde el sabor se confunde con la nostalgia.
Porque un buen café también es una forma de patria.
Cuando el vapor asciende y el murmullo de la gente se mezcla con el aroma del grano, el tiempo se vuelve compasivo. Así se construye la identidad de un estado que aprendió a recordar a través de sus sentidos, taza a taza, palabra a palabra.
Guanajuato no solo se define por su historia, sino también por su aroma.
(By Notas de Libertad).

Domingo 9 de noviembre al sábado 15 de noviembre.
Santoral
“Los nombres del cielo que caminan entre nosotros”
Antes de iniciar el recorrido de los días, vale recordar que el santoral no es una lista fría de nombres: es un calendario de luz. Cada nombre encierra una historia de entrega, una vocación que floreció donde nadie la esperaba. Al recorrerlos, no buscamos biografías perfectas sino vidas que aprendieron a resistir con esperanza. Estos santos, de siglos distintos y caminos tan dispares, son las voces que siguen sosteniendo el alma del mundo.
Domingo 9 de noviembre
San Benigno de Irlanda: Hijo espiritual de San Patricio, llevó el fuego de la fe a los valles donde el silencio parecía eterno. Se decía que su voz era tan dulce que el pueblo la confundía con un canto. Benigno fue pastor, maestro y consuelo de su tierra, recordándonos que el evangelio se predica con ternura más que con palabras. En cada misa que celebraba, su alegría llenaba los campos como una promesa de cosecha.
San Ursino de Bourges: En los albores del cristianismo galo, Ursino levantó templos donde antes hubo ruinas. Su mirada serena conquistaba más corazones que los discursos. Su fe no fue de grandes gestos, sino de esas certezas que nacen en el alma tranquila. Fundó una comunidad que sobrevivió siglos, sembrando la certeza de que la fe puede ser raíz incluso en tiempos inciertos.
San Vitonio de Verdún: Obispo entre tormentas políticas, Vitonio fue la brújula de un pueblo que perdía su rumbo. A cada conflicto respondió con oración, y a cada dolor con hospitalidad. Su caridad transformó la violencia en concordia. Fue un hombre de frontera, donde los imperios se quebraban y el espíritu renacía. Su legado fue haber reconciliado pueblos que ya no creían en la paz.
San Pabo de Llanbabo: Rey que renunció al trono por el silencio del claustro. Fundó su ermita en una isla barrida por el viento, donde sólo el mar lo escuchaba rezar. Su retiro no fue huida, sino promesa: demostrar que el poder más grande es el del alma en calma. Entre rocas y bruma, su oración aún parece flotar como un faro antiguo.
San Nectario de Egina: Contemporáneo y milagroso, vivió la persecución de los suyos sin renegar de la bondad. Fundó conventos, escribió sermones y curó cuerpos y espíritus con igual devoción. Nectario fue testigo de que la santidad no pertenece al pasado: también el siglo XX conoció hombres de Dios que amaron sin medida.
Lunes 10 de noviembre
San León Magno: Papa de hierro y palabra de fuego. Enfrentó invasiones, herejías y tempestades con la fuerza de su voz. Fue el pastor que detuvo a Atila no con espadas, sino con la autoridad de su fe. En sus sermones, la teología se hizo poesía, y el poder se arrodilló ante la verdad. León enseñó que gobernar la Iglesia es también consolar al alma herida del mundo.
San Andrés Avelino: De joven abogado, pasó a ser sacerdote que defendía la pureza del alma más que la de las leyes. Sus penitencias eran discretas, su humildad infinita. En Nápoles fundó esperanza donde sólo había rutina. Murió celebrando misa, con el rostro vuelto hacia el altar, como quien al fin encuentra su patria definitiva.
San Justo de Canterbury: Misionero en tierras duras, llegó con la palabra en los labios y la sonrisa como escudo. Donde otros vieron barbarie, él vio promesa. Su fe tejió puentes entre pueblos recién convertidos y obispos temerosos. En su tumba creció una flor que los peregrinos juraban olía a pan recién hecho.
San Baudolino de Alessandria: Su vida fue una parábola de bondad. Habitó el norte de Italia, ayudando a pobres, enfermos y caminantes. Jamás buscó honores ni templos, y sin embargo su nombre sobrevivió siglos. Baudolino representa la santidad que no busca escenario, sino la mirada de Dios en el corazón sencillo.
Santa Tryphosa de Iconio: En tiempos de persecución, mantuvo encendida la lámpara de su fe. Su nombre, que significa 'gozo', fue un acto de resistencia. Nunca negó a Cristo, ni siquiera cuando el castigo la alcanzó. Su martirio se convirtió en canto, y su ejemplo en semilla que aún florece en los márgenes de la historia.
Martes 11 de noviembre
San Martín de Tours: Soldado que cortó su capa y su destino. La mitad para un pobre, la otra mitad para el cielo. Renunció a las armas para empuñar el amor. Sus gestos dieron rostro a la caridad cristiana, y su vida cambió la idea de santidad: el santo no sólo reza, también comparte. Su capa partida sigue abrigando el alma de Europa.
San Menas de Egipto: Mártir del desierto, peregrino de la fe, su tumba fue lugar de milagros y descanso. Su historia enseña que el sacrificio no destruye, purifica. En Egipto aún se pronuncia su nombre como se invoca una esperanza. Menas fue testimonio de que incluso en la arena, florece la vida.
San Bartolomé de Rossano: Monje que fundó refugios y escribió plegarias. Su amor por el silencio no fue aislamiento, sino encuentro con el prójimo. En su rostro los pobres hallaban un espejo limpio. Murió con la paz de quien supo convertir cada día en una ofrenda.
San Teodoro el Estudita: Abad bizantino que defendió la belleza de los iconos cuando el poder los prohibía. Su valentía sostuvo la identidad de toda una fe. Teodoro comprendió que borrar las imágenes es borrar el alma del pueblo. Fue teólogo, poeta y mártir del pensamiento.
Beato Kamen Vitchev: Sacerdote búlgaro del siglo XX, fusilado por un régimen que temía la verdad. No respondió con odio, sino con oración. Su nombre significa piedra, y así fue: roca firme en la tempestad. Su ejemplo recuerda que los mártires del presente aún levantan la voz del Evangelio.
Miércoles 12 de noviembre
San Josafat Kuncevyc: Pastor que soñó con la unión entre los cristianos del Este y del Oeste. Pagó su ideal con la vida, pero su sangre selló puentes que aún hoy se cruzan. Josafat encarna la santidad del diálogo, la que no impone sino convence. En su nombre resuena la palabra reconciliación.
San Diego de Alcalá: Franciscano que cambió los discursos por el ejemplo. Curaba con sus manos y reía con el corazón. Fue portero de convento y puerta de misericordia. Su santidad fue tan natural que incluso los reyes acudían a él buscando consejo. Murió pobre, pero dejó riqueza de fe.
San Lebuino de Deventer: Predicó en tierras frías donde los ríos parecían negar el fuego de la fe. Con su palabra paciente conquistó aldeas enteras. Su mayor milagro fue no cansarse nunca de amar. Lebuino demuestra que evangelizar es permanecer incluso cuando nadie escucha.
San Nil el Anciano: Monje del silencio, formador de discípulos, amigo de la noche y del salmo. Vivió entre el ayuno y la enseñanza, convencido de que la oración transforma la realidad. Su nombre aún suena en los monasterios de Irlanda, donde se reza con la humildad que él sembró.
San Paternus de Sens: Obispo prudente, hombre de consejo, supo escuchar más que hablar. En su tiempo, los pueblos cambiaban, pero su fe permanecía. Fue árbitro, guía y amigo de los humildes. Paternus simboliza la santidad del equilibrio y la serenidad.
Jueves 13 de noviembre
Santa Agostina Pietrantoni: Hija del campo italiano, se entregó al cuidado de los enfermos. Cada herida que curaba era una oración, cada mirada que consolaba, un milagro. Murió joven, pero su ternura quedó viva en quienes aprendieron que la caridad no tiene edad. Su santidad se escribe con manos limpias.
San Nicolás I: Papa que defendió la justicia por encima de los intereses de los poderosos. Su voz fue refugio de los débiles y muro frente a los abusos. Enseñó que la autoridad cristiana no se impone: sirve. Su ejemplo, mil años después, sigue siendo brújula para el poder espiritual.
San Homobono de Cremona: Comerciante honesto, transformó su negocio en servicio. Fue amigo de pobres y mentor de artesanos. Mostró que la santidad también se gana en la plaza, entre el bullicio y la moneda. Su nombre —'hombre bueno'— fue su mejor biografía.
San Florido de Città di Castello: Guía de su pueblo, pastor de palabras firmes y corazón blando. Promovió la paz entre familias enfrentadas, convencido de que la Iglesia debía parecerse más a un hogar que a un tribunal. Su vida entera fue un gesto de reconciliación.
San Abbo de Fleury: Erudito benedictino, tejió el conocimiento con la oración. En sus manos los libros eran templos. Fue maestro de generaciones que aprendieron a pensar sin olvidar creer. Su santidad fue la del sabio que no presume de saber.
Viernes 14 de noviembre
San Lorenzo O’Toole: Arzobispo irlandés que gobernó con mansedumbre y coraje. Supo negociar con los poderosos sin traicionar al pueblo. Fundó escuelas y hospitales, y murió rezando por la paz de su tierra. Su memoria enseña que el perdón también puede ser política sagrada.
San Serapión de Argel: Redentor de cautivos, navegó mares y peligros para liberar esclavos. Lo torturaron y colgaron, pero su serenidad desarmó el odio. Serapión vivió el Evangelio al pie de la cruz. Fue testigo de que la compasión no negocia.
San Dubricio de Gales: Misionero que unió tribus dispersas bajo el signo de la fe. Fundó monasterios donde se enseñaba el amor antes que la ley. En su sencillez halló poder, y en su oración, reino. Dubricio recuerda que la unidad no se impone, se teje.
Beato Juan Licci: Fraile dominico que irradiaba alegría. A los enfermos les bastaba su presencia para sanar el alma. Vivió más de un siglo sin perder la ternura. Su longevidad fue regalo para una comunidad que veía en él la bondad encarnada.
Beata María Teresa de Jesús: Carmelita de rostro apacible y palabra suave. Vivió oculta, orando por el mundo sin que el mundo la conociera. Su vida sencilla fue lámpara perpetua. Dejó al morir un silencio lleno de paz.
Sábado 15 de noviembre
San Alberto Magno: Sabio dominico, maestro de Santo Tomás, explorador de la razón y la fe. Su ciencia no lo alejó de Dios, lo acercó más. En su aula, la filosofía se volvió oración. Alberto enseñó que pensar también puede ser un acto de amor divino.
San José Pignatelli: Jesuita que mantuvo viva la llama de su orden cuando todo parecía perdido. Fue hombre de obediencia profunda y paciencia sin límites. En su testamento dejó una lección: la fidelidad es más poderosa que cualquier decreto. Su memoria es faro en tiempos de confusión.
San Maclovio (Malo) de Bretaña: Navegante del alma, evangelizó costas salvajes y fundó comunidades donde reinaba el viento. Su fe era brújula, su palabra ancla. Aún hoy, los marineros invocan su nombre antes de partir al mar incierto.
San Habib de Edesa: Joven mártir de Siria que enfrentó la muerte con serenidad. Rechazó negar su fe y sonrió al verdugo como quien comprende un misterio. Su breve vida fue fuego, y su memoria perfume que no se apaga.
Beata Hélène-Marie de Chappotin: Fundadora de las Hermanas del Buen Pastor, dedicó su vida a rescatar mujeres y niños olvidados. Viajó por el mundo sin miedo ni descanso. Su santidad fue abrazo: la caridad hecha vuelo.





Música para recordar el ayer
Los Ángeles Azules: De Iztapalapa para el mundo




La familia que convirtió la cumbia mexicana en una celebración eterna
El barrio donde empezó la leyenda
En Iztapalapa, al oriente de la Ciudad de México, las tardes suenan a pregones, carcajadas y música que nunca calla. Allí nacieron los hermanos Mejía Avante, hijos de una familia trabajadora y soñadora que encontró en los instrumentos una forma de resistir. A finales de los años setenta comenzaron a tocar en reuniones familiares, con la ilusión sencilla de alegrar a los vecinos. Nadie imaginaba que ese sonido doméstico llegaría tan lejos.
La cumbia fue su idioma y el barrio, su escuela.
Cada nota llevaba el sabor de las calles, el ruido de los puestos y la esperanza de un pueblo que no se rendía.
El corazón de la cumbia romántica
El grupo tomó forma definitiva en los ochenta, cuando Elías, Alfredo, José y Jorge Mejía comenzaron a combinar el bajo, el teclado y las percusiones con letras llenas de ternura. Así nació una nueva vertiente: la cumbia romántica mexicana. Su música hablaba del amor que se va, del que duele y del que se recuerda bailando. En poco tiempo, su estilo se volvió inconfundible.
Los Ángeles Azules le dieron a la cumbia un rostro de amor y melancolía.
No buscaban ser modernos: buscaban ser eternos.
El repertorio que enamoró al país
De sus ensayos surgieron melodías que ya pertenecen a la memoria colectiva: 'El listón de tu pelo', '17 años', 'Cómo te voy a olvidar', 'Amor a primera vista', 'Mis sentimientos', 'Las maravillas de la vida' y 'Entrega de amor'. Cada una mezclaba ritmo y emoción, haciendo que el cuerpo bailara mientras el alma suspiraba.
Sus canciones se volvieron el fondo musical de los amores imposibles.
En cada fiesta, alguien las canta con los ojos cerrados, recordando lo que fue y lo que no pudo ser.
‘17 años’ se convirtió en un fenómeno cultural: una historia inocente que conquistó radios, pistas y corazones. 'Cómo te voy a olvidar' es ya un himno universal, capaz de unir generaciones. Y 'El listón de tu pelo', con su cadencia inconfundible, sigue siendo el vals de los enamorados populares.
Su secreto fue simple y profundo: cantar lo que todos sienten, pero nadie se atreve a decir.
Cada acorde suyo parece extraído del alma misma del pueblo.
De Iztapalapa al escenario global
En los noventa, su fama se extendió por América Latina. Giraron por todo México, Centroamérica y Estados Unidos, llevando su identidad como estandarte. Pero fue en 2013 cuando dieron el salto definitivo: el concierto 'De Iztapalapa para el mundo', grabado con orquesta sinfónica, los consagró ante todos los públicos.
La cumbia se volvió elegante sin perder su raíz popular.
Ese día, los violines se abrazaron al güiro y el timbal se mezcló con las cuerdas de un violonchelo.
El éxito fue tan grande que repitieron la fórmula con nuevos duetos: Julieta Venegas, Natalia Lafourcade, Ximena Sariñana, Ha*Ash, Lila Downs y Juanes. Cada colaboración llevó la cumbia a nuevas fronteras, sin traicionar su espíritu de barrio.
Los Ángeles Azules demostraron que la humildad también puede llenar estadios.
Su sonido se volvió símbolo de unidad, de fiesta y de ternura colectiva.
La cumbia como memoria viva
Hoy, más de cuatro décadas después, siguen llenando auditorios y festivales en todo el continente. Lo hacen sin artificios: con los mismos instrumentos, los mismos hermanos y el mismo amor por la música. No son una moda: son una tradición viva.
Los Ángeles Azules son la prueba de que la alegría también es herencia.
En cada generación hay quien aprende a bailar con su música y quien vuelve a enamorarse escuchándolos.
Desde las calles de Iztapalapa hasta los escenarios del mundo, su historia es una lección de constancia y amor. Lo suyo no es solo un género: es una forma de entender la vida.
Los Ángeles Azules no inventaron la cumbia: la volvieron inmortal.
Y mientras alguien mueva los pies al compás de 'Cómo te voy a olvidar', su vuelo seguirá cruzando los cielos de América.
(By Notas de Libertad).
Como Te Voy a Olvidar.
17 años (Con Jay de la Cueva).
El Listón de tu Pelo.
Celso Piña: El hombre que hizo del acordeón una revolución popular




La historia del músico que fundió el alma del barrio con el pulso del mundo
Los cerros y la infancia del ritmo
En la Colonia Independencia de Monterrey, donde el asfalto roza el cerro, Celso Piña nació el 6 de abril de 1953. Su primera escuela fueron las calles: bailes al aire libre, bocinas prestadas y la intuición como brújula.
El acordeón fue su forma de decir: aquí estoy, escúchenme.
A los dieciséis, el fuelle se volvió una extensión de sus manos. Aprendió de oído, copiando y transformando lo que escuchaba en la radio y en los mercados, hasta encontrar su propia cadencia.
Antes que fama, buscó pertenencia: sonar como su barrio.
La Colonia Independencia le enseñó el ritmo del trabajo, la nostalgia del migrante y el gozo de la fiesta. Esa mezcla quedó atrapada para siempre entre los pliegues del acordeón.
Su identidad nació del ruido del barrio y el silencio de los cerros.
El sonido que cruzó el río
A finales de los setenta empezó a tocar en patios y cantinas. Descubrió la cumbia colombiana y, sin renunciar a su acento norteño, le dio un giro regiomontano que se quedó para siempre.
No imitó: tradujo el Caribe a su propio idioma.
Con sus hermanos formó La Ronda Bogotá, un homenaje explícito a la raíz que lo inspiró. Desde ahí, su sonido creció sin pedir permiso y el barrio se volvió escenario.
Cada tocada era también una crónica de la vida diaria.
Su cumbia se escuchaba en bodas, bautizos y callejones. Era música para bailar y también para respirar cuando el salario no alcanzaba.
El baile fue refugio y consigna al mismo tiempo.
El rebelde que mezcló el mapa
En los noventa rompió el cerco del purismo. Sumó rap, rock y ska a su cumbia y la ciudad respondió con euforia. Había nacido un estilo que ya no cabía en etiquetas.
Mezclar fue su acto de libertad artística.
El disco Barrio Bravo marcó un antes y un después. "Cumbia sobre el río" con Pato Machete se convirtió en contraseña generacional para los que crecieron entre fábricas y grafitis.
El acordeón dejó de ser folclor para ser bandera.
La calle fue su laboratorio: si el público lo bailaba, funcionaba. Esa regla simple lo mantuvo honesto y cercano.
Su sonido fue mural urbano pintado con compás de cumbia.
El sonido que se hizo himno
Cuando Celso Piña tomó el acordeón entre sus manos, no imaginó que un día sus canciones recorrerían el mundo sin pasaporte. Desde su pequeño estudio en Monterrey nacieron melodías que parecían simples, pero tenían la fuerza de los pueblos que no se rinden. Eran cumbias con alma de barrio, con la alegría del sobreviviente y la nostalgia del migrante.
Cada canción suya fue un pedazo de vida convertido en ritmo.
Su repertorio no solo hacía bailar: contaba historias con el lenguaje universal del acordeón.
“Cumbia sobre el río” fue su gran estallido. No solo porque puso a todo México a moverse, sino porque demostró que el folclor podía convivir con el hip hop y el rap sin perder autenticidad. Esa mezcla de tradición y modernidad lo transformó en leyenda. Luego llegó “Cumbia poder”, un rugido colectivo que resumía su espíritu: una invitación a la fiesta, pero también a la resistencia.
Sus cumbias eran como la gente del norte: fuertes, alegres, tercas y amorosas.
En ellas cabía la nostalgia del campo y el ruido del asfalto, la ternura de la pareja y la rabia de la desigualdad.
En “Macondo” rindió homenaje a Gabriel García Márquez, convirtiendo en ritmo el universo mágico del Caribe. “Cumbia sampuesana”, en cambio, fue su tributo a la raíz colombiana, al sonido que lo formó desde la distancia. Y “Fiesta en el barrio” fue más que un tema: fue un manifiesto de orgullo, una carta de amor a los suyos.
Celso Piña logró que el acordeón hablara en nombre de todos los olvidados.
Por eso su música no pertenece a una época, sino a la memoria colectiva de América Latina.
En cada tocada, el público reconocía los primeros acordes y estallaba en júbilo. Era la comunión de un pueblo con su propio eco. Sus éxitos cruzaron generaciones, clases sociales y fronteras, pero conservaron siempre el mismo corazón: el de un hombre que nunca se cansó de agradecerle a la vida con una cumbia.
Cada canción suya fue una bandera sin ideología, pero llena de esperanza.
De Monterrey para el mundo
Los festivales internacionales llegaron y con ellos las colaboraciones. Cantó con figuras de rock, pop y folclor sin perder el pulso del barrio que lo formó.
Cada viaje llevó a Monterrey en el fuelle.
Compartió escenario con artistas de múltiples países. Entre ensayo y ensayo, defendió la idea de que la música popular también puede ser sofisticada.
La humildad fue su manera de estar en todas partes.
Volvía a su colonia después de las giras. Allí probaba nuevas canciones, afinaba arreglos y celebraba con su gente.
El éxito no le arrancó las raíces: las regó.
La cumbia como resistencia
Celso entendió que la cumbia es más que fiesta. Es memoria del obrero, consuelo del migrante y esperanza de los que vencen la semana bailando.
Bailar fue su política del ánimo.
En sus conciertos convivían abuelos, hijos y nietos. Ese cruce de generaciones fue la prueba de que la cumbia era un lenguaje común.
Cuando el cuerpo se mueve, la tristeza cede.
Sus letras hablaron de amor, ausencia y barrio. Nunca apostó por el artificio: su poesía estaba hecha de vida cotidiana.
La sencillez fue su sofisticación.
La eternidad del acordeón
El 21 de agosto de 2019, Monterrey se quedó sin su latido más alegre. Pero el acordeón no se calló: siguió sonando en fiestas de esquina y escenarios lejanos.
Su música se volvió memoria colectiva en movimiento.
Nuevas bandas retoman hoy su mezcla y la empujan hacia otros géneros. Cada versión confirma que la cumbia es un río que siempre encuentra cauce.
Legó un método: mezclar con respeto y valentía.
Más que discos, dejó una ética: orgullo del origen, curiosidad por el mundo y generosidad para compartir el ritmo.
Mientras haya un acordeón libre, Celso seguirá presente.
(By Notas de Libertad).
Los Caminos de la Vida (Con Ximena Sariñana y Ponchó Figueroa).
Aunque no sea Conmigo (con Café Tacuba).
Cumbia sobre el Río (Con Pato Machete).

De: Andrew Roberts




Resumen.
-Napoleón: entre la gloria y el abismo
La biografía monumental de Andrew Roberts sobre el hombre que moldeó Europa a su semejanza
La infancia de un conquistador
Andrew Roberts abre su biografía en Ajaccio, 1769: una isla recién anexionada a Francia que respira orgullo y resistencia. En ese escenario nace Napoleón Bonaparte, segundo de ocho hermanos, hijo de Carlo y Letizia, marcado por un hogar austero y disciplinado.
Desde niño entendió que no bastaba con tener razón: había que imponerla con estudio, método y ferocidad de carácter.
El traslado a la escuela de Brienne lo expuso al desprecio por su acento y su origen corsa. El aislamiento forjó su apetito de libros y mapas; Plutarco y Rousseau le dieron el idioma de la gloria y la virtud pública.
La humillación temprana se convirtió en motor: cada burla era una deuda que pensaba cobrar en el campo de batalla.
La Revolución derribó barreras y creó vacíos de poder. Con 24 años, en Toulon, el joven artillero diseñó posiciones y ritmos de fuego que cambiaron el curso de un asedio y lo proyectaron a París.
Su primer triunfo no fue una batalla, fue un diagnóstico: donde otros veían caos, él vio geometría, velocidad y oportunidad.
Roberts muestra a un Napoleón que aprende del desastre tanto como de la victoria: cada error se convierte en un principio, cada éxito en una escalera al siguiente movimiento.
El estratega que reinventó la guerra
La campaña de Italia (1796–1797) es la consagración del estratega. Con ejércitos mal vestidos y hambrientos, reorganiza divisiones, concentra fuerzas en puntos decisivos y desarticula a Austria con golpes sucesivos.
La movilidad se vuelve doctrina: marchar más rápido que el juicio del enemigo.
Bonaparte entiende la guerra como matemática aplicada al corazón humano. Promete ascensos por mérito, reparte boletines que narran hazañas y convierte la moral en pólvora.
La propaganda no maquilla la realidad: la vuelve arma de combate al servicio del mando.
Egipto revela su ambición de Alejandro y su vulnerabilidad. Pierde el dominio naval, pero regresa con científicos, hallazgos y, sobre todo, con un relato en el que la derrota parece preludio de grandeza.
Incluso cuando pierde terreno, gana futuro: la historia empieza a escribir su nombre antes de que él la dicte.
Roberts subraya que el genio militar no fue intuición ciega: fue lectura, cálculo y una disciplina que reclamaba a todos y, primero, a sí mismo.
El cónsul que reconstruyó Francia
El 18 de Brumario (1799) abate al Directorio sin sangre innecesaria y entrega a Francia un nuevo eje: el Consulado. El Primer Cónsul gobierna como planificador obsesivo, con expedientes en la mesa y objetivos medibles.
Del caos revolucionario surge un Estado que privilegia el mérito por encima del linaje.
Nacen el Código Civil, el Banco de Francia, la Universidad Imperial, los prefectos y un sistema fiscal que respira centralización y control. La vida cotidiana se ordena con eficiencia inédita.
El derecho napoleónico convierte en norma lo que antes era consigna: igualdad ante la ley, propiedad protegida, secularización del Estado.
En el plano íntimo, Joséphine es caricia y tormenta. Su refinamiento abre puertas sociales; sus dudas hieren el orgullo del cónsul. Entre cartas apasionadas y celos, Napoleón revela su costado más vulnerable.
Con Joséphine, el conquistador descubre una frontera que no sabe dominar: la del afecto que no obedece órdenes.
Roberts presenta un equilibrio complejo: el reformador autoritario que moderniza; el amante ansioso que necesita ser amado; el político que construye legitimidad a golpe de resultados.
El emperador del continente
En 1804, en Notre Dame, el emperador se corona a sí mismo. El gesto rompe con el derecho divino y proclama la meritocracia de la espada y la ley. Durante una década, Francia dicta el compás de Europa.
Austerlitz, Jena y Wagram se convierten en sinónimos de precisión táctica y mando absoluto.
El Imperio exporta instituciones: abolición de privilegios feudales, secularización, administración por prefecturas. La ciudadanía moderna se abre paso, aunque la libertad política quede subordinada a la autoridad.
El proyecto civil no es ornamento: es el núcleo duradero de su revolución.
El repudio a Joséphine por falta de heredero y el matrimonio con María Luisa de Austria exhiben un viraje dinástico: busca reconocimiento entre coronas que antes despreciaba.
Cuanto más alto asciende, más depende del mito que él mismo alimenta.
Roberts evita la hagiografía: muestra al estadista visionario y al jefe que censura, exilia y no tolera fisuras. La luz del Imperio proyecta, también, sombras largas.
La caída del águila
La invasión a Rusia (1812) nace de la obstinación estratégica. Con más de seiscientos mil hombres, la Grande Armée avanza hacia un enemigo que se retira quemando recursos y alargando distancias.
El invierno y la logística, no la genialidad ajena, dictan la sentencia.
La quema de Moscú y la retirada convierten la epopeya en éxodo. El hambre, la nieve y la enfermedad diezman columnas enteras. Napoleón mantiene la cohesión como puede, pero la naturaleza y el cálculo fallido vencen.
El mito de la invencibilidad sangra por primera vez a la vista de todos.
Tras Leipzig y la caída de París (1814), abdica y va a Elba. Regresa para los Cien Días y apuesta todo en Waterloo, donde la coalición cierra el ciclo del conquistador.
Waterloo no solo derrota a un ejército: devuelve a su tamaño real las promesas del destino.
En estas páginas, Roberts narra el derrumbe sin morbo ni excusas: errores propios, límites objetivos y la matemática de una Europa que aprendió a combatirlo unida.
El exilio y la eternidad
Santa Elena (1815–1821) convierte al emperador en narrador. Sin ejércitos ni cortes, dicta memorias, revisa campañas, pule frases y siembra interpretaciones. La pluma se vuelve su último general.
Desde el exilio dirige la batalla por la posteridad.
Roberts recurre a cartas, diarios y registros británicos para separar autodefensa de verdad histórica. Entre dolores físicos y discusiones políticas, Napoleón sigue organizando: muebles, horarios, anécdotas, todo obedece a un plan.
El control del relato es la forma final de su poder.
Muere en 1821. Años después, su cuerpo vuelve a París y reposa en Los Inválidos: santuario laico de una nación que aprendió a discutirse a sí misma a partir de su figura.
Su legado perdura menos en mapas que en instituciones: Código Civil, administración moderna, idea de mérito y ciudadanía.
El veredicto de Roberts es sobrio y contundente: ni demonio ni santo; el hombre que aceleró la modernidad con la misma mano con que la hirió.
Epílogo
Andrew Roberts ofrece un Napoleón de carne y método: creador y destructor, jurista y guerrero. La biografía demuestra que su poder más perdurable no fue la espada, sino la ingeniería institucional que convirtió a Francia en laboratorio de la Europa contemporánea.
Sobre el autor.
-Andrew Roberts: el arquitecto de las biografías imposibles
El historiador británico que convirtió la vida de los grandes líderes en espejo de la condición humana
Los años del rigor y la curiosidad
Andrew Roberts nació en Londres en 1963, en una época en que la historia británica buscaba reconciliar su pasado imperial con una nueva visión del mundo. Formado en Gonville and Caius College, en Cambridge, se distinguió desde joven por su memoria prodigiosa y su capacidad de análisis.
Desde sus primeros años universitarios se obsesionó con las causas del liderazgo y los costos del poder.
Esa curiosidad lo llevó a estudiar a Churchill, Halifax, Napoleón y Hitler no como monstruos o santos, sino como organismos políticos complejos. Roberts entendía la historia como una batalla entre temperamentos.
Creía que el carácter pesa más que la ideología, y que los líderes que sobreviven lo hacen por la intensidad con que defendieron sus ideas.
Su visión del pasado era británica, racional y apasionada. Cada biografía que emprendía se convertía en una radiografía moral.
El rigor fue su vocación; la narrativa, su puente hacia el lector.
Desde entonces, la historia dejó de ser para él una cronología y se volvió un campo de preguntas donde la ambición y la ética chocan como ejércitos.
El nacimiento de un narrador histórico
Tras sus estudios, Roberts destacó en la década de 1990 con biografías que rompieron el molde académico. Publicó 'Eminent Churchillians' y 'Salisbury: Victorian Titan', obras que mezclaron precisión documental y estilo literario.
El joven historiador rompió el molde del ensayo británico al escribir con pulso de narrador y oído de cronista.
Sus libros se leen como novelas, pero sin sacrificar el rigor. Su talento radicó en devolver emoción al análisis histórico.
Defendía que la objetividad sin pasión no ilumina: apenas congela.
Esa mezcla de erudición y fuego narrativo lo volvió una figura atípica en la academia. Sus críticos lo acusaban de 'teatral'; sus lectores lo agradecían.
El historiador que escribe con emoción no pierde rigor: gana verdad.
Con estas obras, Roberts dejó de ser un estudioso más para convertirse en un narrador que entiende la historia como destino.
El poder y sus espejos
En cada libro, Roberts explora el poder como reflejo moral. No lo concibe como dominio, sino como responsabilidad ante la posteridad.
En cada página hay una pregunta: ¿qué hace que un hombre crea que puede mandar sobre el destino?
Sus retratos de Churchill, Hitler, Wellington y Napoleón responden a esa pregunta sin absoluciones. Todos fueron productos de su época y víctimas de su propio genio.
La historia, bajo su pluma, deja de ser museo para convertirse en diálogo entre sombras que aún respiran.
Roberts observa las decisiones, los errores y las pasiones con un sentido casi clínico. No juzga: interpreta.
Su historia no busca héroes ni villanos, sino seres humanos que amaron la grandeza más de lo que temieron el fracaso.
Ese enfoque le ha permitido construir biografías que emocionan y enseñan a la vez.
“Napoleón. Una vida”: la cumbre del oficio
En 2014 publicó 'Napoleon: A Life', su obra más ambiciosa. Accedió a más de treinta mil cartas del emperador, revisó archivos en varios países y ofreció un retrato humano del mito.
El resultado es una biografía que equilibra erudición y emoción.
Roberts muestra al general brillante, al reformador y al hombre herido por la soledad. Desmonta clichés y devuelve al lector un Napoleón que piensa, siente y duda.
El genio militar aparece acompañado del reformador civil y del amante inseguro.
Con esta obra se consagró entre los grandes biógrafos de su siglo. Su Napoleón no dicta órdenes: confiesa.
Es la historia de un hombre que quiso organizar el caos y fue vencido por su propio orden.
El libro le valió reconocimientos y marcó un punto de inflexión en el arte de narrar vidas históricas.
Estilo, método y mirada
Su estilo combina la precisión del archivo con la intuición del novelista. Roberts escribe con una voz firme, clara y profundamente ética.
Cada cita tiene una función narrativa; cada documento, un pulso humano.
Para él, la historia debe ser exacta y legible. Su lenguaje es elegante sin perder claridad. Evita la jerga y busca la cadencia.
Defiende que la emoción no estorba al conocimiento: lo completa.
Esa mezcla de pasión y método ha influido en una generación de biógrafos que aspiran a contar el pasado sin anestesiarlo.
El historiador que narra bien no embellece el pasado: lo resucita.
Su trabajo prueba que la historia puede ser arte sin dejar de ser ciencia.
El legado de un biógrafo moderno
Con 'Churchill: Walking with Destiny' (2018), Roberts consolidó su prestigio. Más de mil páginas escritas con ritmo y precisión lo confirmaron como heredero de la tradición de los grandes narradores británicos.
Andrew Roberts pertenece a la tradición que ve el pasado como una conversación moral.
Su obra completa enseña que la historia es el arte de entender al hombre en su esplendor y su miseria. No absuelve ni condena; ilumina.
Cada biografía es un espejo donde el lector se mide con la grandeza ajena.
Roberts ha devuelto a la historia su humanidad. No escribe sobre monumentos, sino sobre almas.
Su legado es una lección de equilibrio: entre la admiración y la crítica, entre el archivo y la emoción.
En sus páginas, el tiempo se vuelve voz y la memoria, juicio. Ese es su verdadero poder.
Epílogo
Andrew Roberts ha devuelto a la historia su voz humana. Sus biografías no son mausoleos, sino espejos donde los grandes del pasado vuelven a hablarnos. Su obra entera es una advertencia y una celebración: los hombres pueden cambiar el mundo, pero nunca sin pagar el precio de su propia alma.
(By Notas de Libertad).





El Sombrero que no se inclinó: vida y muerte de Carlos Manzo
El último servidor de Uruapan: una vida que se volvió conciencia de un país herido
Niñez y raíz: el hijo de Uruapan que aprendió a escuchar
La casa donde empezó la voz
En una calle de Uruapan, Michoacán, a mediados de los años ochenta, nació Carlos Alberto Manzo Rodríguez, hijo de una familia que sabía vivir de su trabajo y del honor. Su padre, Juan Manzo Ceja, era un activista social que acompañaba a campesinos y vecinos en asuntos comunitarios; su madre mantuvo siempre la casa como refugio y escuela de honestidad. Allí, Carlos aprendió que la dignidad no se hereda: se demuestra en la manera de caminar entre los demás.
Desde niño entendió que el primer cargo de todo ser humano es ser útil.
En la humedad del café y el olor a madera, descubrió que el trabajo era la única riqueza verdadera. Su infancia no tuvo lujos, pero sí un tesoro: la palabra de los grandes que no se rinden. Creció entre barrios obreros, aprendiendo a respetar al que trabaja con las manos.
De su padre tomó el impulso; de su madre, la ternura que convierte la rabia en decisión.
Desde esos días le quedó claro que servir vale más que mandar.
Escuelas, libretas y primeras brújulas
Su educación básica transcurrió en escuelas públicas de Uruapan, donde la disciplina no era autoridad, sino confianza. A sus maestros los recordaba con respeto y agradecimiento: eran los que le enseñaron a no mentir ni por pena ni por miedo. Siempre tenía la respuesta lista, pero no para imponerse: para entender.
La escuela fue su primer ayuntamiento: un espacio donde se aprende a debatir sin pelear.
Descubrió que la autoridad no se grita, se gana. Cada examen le confirmaba que el conocimiento es también una forma de valentía.
En la secundaria comenzó a organizar actividades de ayuda: campañas de lectura, colectas para vecinos, brigadas de limpieza. No buscaba fotografía ni premio, sino efecto real.
El servicio empezó como voluntariado y terminó como vocación.
Amigos del barrio, lecciones compartidas
Los compañeros de infancia aún lo recuerdan por la manera en que resolvía discusiones: escuchando hasta el final. Tenía una autoridad natural, no de mando, sino de equilibrio. Le gustaba arreglar partidos de fútbol y organizar los turnos del balero; pequeñas escuelas de convivencia que más tarde trasladaría a su modo de gobernar.
Aprendió que ningún liderazgo vale si no sirve para mantener la amistad.
Con el tiempo, aquellas lecciones de esquina se volvieron su modo de relacionarse con el pueblo: hablar de frente, aceptar errores, buscar acuerdos.
La lealtad no se firma: se practica desde niño.
Entre mandados y partidas: los años que moldearon
Las rutinas domésticas eran también educación. Repartir pan, acompañar a su madre al mercado, ayudar a su padre en alguna gestión vecinal: ahí descubrió que las tareas más simples construyen carácter. Cuando escuchaba discusiones de adultos sobre impuestos o terrenos, preguntaba lo que otros callaban.
La curiosidad fue su primera forma de rebeldía.
Nunca aceptó la respuesta fácil ni el “así ha sido siempre”. Crecer es atreverse a dudar sin dejar de respetar.
Era el inicio de un liderazgo que prefería preguntar antes que ordenar.
Vocación temprana: el activista sin título
Mientras otros descubrían música o moda, él descubría causas. Participó en campañas ambientales, reforestaciones, proyectos de reciclaje. Le indignaba ver el río contaminado y decía que una ciudad sucia refleja un corazón descuidado.
Antes de ser alcalde, ya era responsable de su entorno.
La ecología le dio una causa visible y una reputación limpia.
Y cada acción pequeña fue una semilla de su posterior revolución cívica.
Uruapan como lenguaje cotidiano
Cuando uno crece entre gente que trabaja con las manos, el valor de la palabra se mide por la coherencia. Carlos nunca perdió ese acento de barrio ni ese modo de saludar a todos por su nombre. La ciudad fue su escuela de humanismo y de estrategia.
Entendió que no se puede gobernar lo que no se camina.
Por eso, años después, sus recorridos como alcalde serían continuación de sus rondas de niño. Cada calle era una línea de su biografía.
Y de esa tierra heredó el carácter que jamás se arrodilló ante el miedo.
Formación: del aula al oficio de lo público
El estudiante que buscó respuestas, no títulos
Cuando Carlos salió de Uruapan rumbo a Guadalajara, llevaba en la mochila más dudas que ropa. Quería entender por qué las decisiones de unos pocos afectaban la vida de tantos. Entró a estudiar Ciencias Políticas y Gestión Pública con la misma curiosidad que lo acompañó desde niño: la de quien no se conforma con explicaciones prefabricadas.
En el aula descubrió que la política podía ser ciencia sin dejar de ser conciencia.
Pasaba horas comparando teorías con lo que había vivido en su barrio. No buscaba diplomas: buscaba herramientas.
Estudiar fue su manera de entrenar la esperanza.
Guadalajara lo recibió con el bullicio de una ciudad grande y la nostalgia del que no olvida su origen.
La universidad como laboratorio de justicia
En los pasillos del campus conoció a quienes, como él, soñaban con cambiar algo más que su propio destino. Organizó debates, participó en foros, escribió artículos que sus compañeros leían entre clases. No presumía de ideología: prefería hablar de problemas concretos.
La academia lo hizo razonable, pero su origen lo mantuvo sensible.
No le interesaban los extremos, sino los puentes.
Su mejor argumento era su serenidad.
Fue en esa época cuando descubrió el valor de la gestión pública: la posibilidad de mejorar la vida de muchos sin prometer milagros.
El regreso a casa: aplicar la teoría en la tierra que duele
Terminar la licenciatura fue apenas un punto y seguido. Carlos volvió a Uruapan con la convicción de que nada cambia si no se pisa el territorio. Consiguió empleo en el Instituto Mexicano del Seguro Social, donde aprendió a revisar cuentas y a detectar fugas que cuestan hospitales.
De las aulas pasó a los pasillos del servicio público, donde la paciencia es prueba diaria.
Descubrió que la transparencia no se decreta: se practica en los oficios y en las firmas.
Le tocó conocer la diferencia entre servir y aparentar servir.
Comprendió que cada peso mal usado es una traición silenciosa.
Entre cultura y economía familiar
Después del trabajo oficial, ayudaba en la galería de arte de su hermano. Ese contacto con artistas, turistas y coleccionistas le devolvió equilibrio: la belleza también era una forma de resistencia. Entre cuadros y conversaciones descubrió que el arte y la política comparten propósito cuando ambas defienden la dignidad humana.
Aprendió que gobernar también es cuidar la estética de la vida.
Entendió que la economía sin alma solo multiplica desiertos.
Su paso por el mundo cultural afinó su sensibilidad social.
En esos años alternaba tareas administrativas con proyectos comunitarios. Lo movía la convicción de que la identidad es una forma de desarrollo.
Aprender el lenguaje del Estado
Su incursión en las instituciones le mostró el doble rostro del poder: la posibilidad de hacer y la tentación de no hacer nada. Decidió aprender el idioma de los oficios, las normas y los decretos para, llegado el momento, traducirlo al lenguaje ciudadano.
Supo que cada sello puede ser un candado o una llave, según quién lo use.
Estudió procedimientos como quien estudia enemigos.
Descubrió que la eficacia es también una forma de honestidad.
Y que el funcionario que se atreve a decir “no” a la corrupción ya está reformando el sistema.
La promesa silenciosa
Al mirar atrás, Carlos solía decir que su verdadera graduación fue regresar a casa sin perder la humildad. Había aprendido a moverse entre papeles, sellos y discursos, pero seguía prefiriendo los mercados y las plazas a los auditorios.
Nunca cambió la libreta por el protocolo.
Sabía que los títulos sirven de poco si la palabra no vale.
Por eso, cuando la política lo llamó de lleno, ya tenía algo que muchos no: credibilidad.
Su formación terminó siendo una escuela de servicio, y Uruapan, su examen final.
Primeros pasos en la arena: del curul a la encrucijada
El salto a la representación
En 2021, el nombre de Carlos Manzo comenzó a escucharse más allá de las calles que lo habían visto crecer. Su paso por el servicio público y su constancia en las causas sociales lo habían hecho visible. Cuando decidió aceptar la candidatura a diputado federal por Uruapan, lo hizo con una mezcla de entusiasmo y serenidad: entendía que el Congreso no era escenario, sino herramienta.
El curul no lo transformó: lo confirmó.
No llegó a aprenderse el guion de nadie; escribió el suyo.
Su idea de disciplina era la coherencia, no la obediencia.
En política, decía, el silencio también se corrompe.
La tribuna y la calle: dos frentes del mismo oficio
Su labor legislativa no lo apartó del pueblo. Cada viernes regresaba a Uruapan para escuchar a la gente. Sabía que un representante que no pisa su distrito acaba por representar a nadie. Entre sesiones y audiencias, mantenía el mismo hábito: anotar todo, preguntar, volver.
El contacto con la calle fue su método de fiscalización.
No quería ser un político de escritorio, sino de testimonio.
Decía que el legislador que no se ensucia los zapatos termina ensuciando el voto.
El poder, repetía, se oxida cuando deja de usarse para servir.
Ruptura: cuando el camino propio fue inevitable
El desencuentro con su partido era cuestión de tiempo. En las votaciones más delicadas, Carlos optaba por la congruencia, no por la línea. No aceptaba imposiciones y eso le valió advertencias. Pero él ya había elegido: prefería perder cargos antes que perder principios.
Entendió que la lealtad al pueblo vale más que la fidelidad al logotipo.
El anuncio sacudió la política local: pocos se atrevían a romper el molde.
El sombrero fue su bandera y su armadura.
Hablaba de seguridad, empleo y dignidad con palabras de todos los días.
La campaña ciudadana: sin padrinos, con gente
El movimiento creció sin necesidad de propaganda costosa. Los mercados, los barrios y las comunidades rurales comenzaron a organizarse por cuenta propia. En los mitines, la tarima era un pretexto: lo importante ocurría cuando bajaba a saludar.
Su fuerza era la autenticidad.
La gente veía en él un vecino, no un caudillo.
Cada voto a su favor era también un voto contra el cinismo.
La victoria no fue sorpresa, fue consecuencia.
Asumir el reto: la noche del conteo y del compromiso
La noche del triunfo no hubo euforia, hubo gratitud. Desde el balcón del comité improvisado, habló sin guion. Agradeció a quienes habían creído en la independencia como camino legítimo. Dijo que el poder era una herramienta prestada y que solo valía mientras sirviera a la justicia.
Prometió gobernar con transparencia y dormir con la conciencia tranquila.
Anunció que su gobierno comenzaría escuchando y terminaría rindiendo cuentas.
Y cerró con una frase que se haría lema: “Uruapan se manda sola, pero se sirve junta”.
La valentía se convirtió en su nuevo uniforme.
Oficinas nuevas, raíces antiguas: gobernar en el lugar que lo formó
El 1 de septiembre de 2024 tomó posesión del cargo frente al mismo pueblo que lo había visto nacer. En su discurso, recordó a sus padres y a los maestros que lo formaron. No habló de poder, sino de responsabilidad.
Dijo que el verdadero lujo del gobierno es servir con limpieza.
El mismo que un día pidió ayuda para su barrio, ahora debía proteger a toda la ciudad.
El niño curioso se había vuelto el hombre que gobernaba sin olvidar por qué empezó.
El poder, pensaba, solo vale si resiste la tentación de arrodillarse.
Gobernar en tiempos de fuego: la alcaldía de Uruapan
Tomas de posesión y promesas de campo
El día de su toma de protesta, Carlos Manzo no usó traje oscuro ni corbata de gala: llegó con su sombrero de palma y una camisa blanca planchada por su esposa. La ceremonia fue sobria. Lo acompañaban agricultores, comerciantes, profesores y vecinos que lo habían visto caminar años atrás entre charcos y promesas. Al tomar la palabra, no habló de poder, sino de deber.
Prometió que el Ayuntamiento no sería oficina, sino campo.
Dijo que un gobierno sin presencia es solo una firma en papel.
Desde el primer mes gobernó con las puertas abiertas y los ojos despiertos.
Así empezó la era Manzo: una política que olía a tierra húmeda.
Un plan de seguridad poco convencional
El mayor reto era evidente: devolverle la paz a un municipio acosado por la violencia. Carlos sabía que no bastaban patrullas ni discursos. Convocó a especialistas, ex militares, psicólogos y líderes religiosos. Su meta era formar un modelo local de seguridad preventiva que involucrara a la comunidad.
No se combate al miedo con más miedo, sino con confianza.
Cada colonia tendría un comité ciudadano con línea directa a la presidencia.
Los agentes lo respetaban porque los miraba a los ojos.
Y en cada operativo, la gente empezó a saludar de nuevo a la patrulla.
Equipamiento, patrullas y realidades rurales
El presupuesto era limitado, pero Carlos encontró formas de hacerlo rendir. Canceló gastos superfluos, redujo salarios de altos funcionarios y reorientó recursos hacia seguridad y obra pública. En pocos meses, Uruapan tenía patrullas nuevas, alumbrado en colonias olvidadas y caminos reparados en comunidades rurales.
Gobernar, decía, es administrar la decencia.
El progreso no estaba en las inauguraciones, sino en las rutinas.
Esa cercanía le devolvió al municipio una autoridad moral perdida.
En los informes no había maquillaje, solo trabajo.
Confrontación con órdenes superiores: tensión institucional
El éxito local comenzó a incomodar a las estructuras estatales. Carlos no aceptaba imposiciones del gobierno de Michoacán ni de ninguna fuerza política. Rechazó entregar contratos a empresas recomendadas desde fuera del municipio y eso desató fricciones.
Uruapan se manda sola.
Pero no se doblegó.
El pueblo reconocía que no se vendía.
Nunca pensó que su valor pudiera costarle la vida.
Bienestar social sin distracciones: escuela, salud, dignidad
A pesar de las tensiones, no descuidó el lado humano de su administración. Impulsó programas de becas escolares, campañas de salud preventiva y talleres para mujeres jefas de familia. Creó redes de apoyo con iglesias, asociaciones civiles y voluntarios.
Decía que el progreso se mide en estómagos llenos y niños con uniforme.
La confianza se construye, repetía, con constancia.
El gobierno, insistía, no es refugio de poder, sino herramienta de consuelo.
Y que encontraba en cada sonrisa una forma de justicia.
La ciudad en vilo: Uruapan bajo asedio
A medida que su autoridad crecía, también lo hacía el acecho. Los grupos criminales que operaban en la región veían con desconfianza un gobierno que no aceptaba pactos. Las amenazas se hicieron más directas. Algunos colaboradores renunciaron. Él no.
No vine a hacer amigos, vine a hacer historia.
Pero Carlos seguía con su agenda diaria, sin escoltas visibles.
El alcalde se había transformado en el rostro del valor cívico.
El fuego ya lo rodeaba, pero él seguía de pie.
El enfrentamiento directo: violencia, decisiones y advertencias
La captura de “El Rino” y la escalada del conflicto
El primer golpe al crimen organizado llegó cuando la policía municipal, bajo coordinación directa de Carlos Manzo, detuvo a un operador delictivo conocido como “El Rino”. Aquella captura, celebrada por la ciudadanía, enfureció a los grupos que controlaban la zona. En los días siguientes, comenzaron los mensajes anónimos, las pintas en muros y los silencios incómodos en los pasillos del poder.
El alcalde había cruzado la línea invisible entre el deber y el peligro.
Esa frase fue su sentencia y su emblema.
Su valentía era una advertencia: el municipio no se rendiría.
“Morir haciendo lo correcto también es vivir con sentido”, llegó a decirle a un colaborador.
Código rojo: cuando la ciudad entró en estado de advertencia
Los ataques comenzaron a multiplicarse. En menos de un mes, tres patrullas fueron emboscadas y un jefe de sector renunció. A pesar de las pérdidas, Carlos se negó a militarizar el municipio: creía que la seguridad debía surgir desde la comunidad, no desde la intimidación.
Rechazó convertir su gobierno en un cuartel.
Esa decisión lo hizo aún más peligroso para quienes viven del terror.
Los líderes nacen donde otros se esconden.
Uruapan, una vez más, estaba bajo fuego.
Declaraciones que retaron el poder
La tensión escaló cuando Carlos declaró públicamente que algunos mandos estatales habían protegido a grupos criminales. Lo dijo en conferencia de prensa, con los documentos en mano y sin titubeos. Fue un acto de ruptura con la vieja política.
Sus palabras encendieron a los poderosos.
“La ley no es un favor: es una obligación”, dijo con voz firme.
Convertirse en ejemplo también es convertirse en blanco.
Su vida se convirtió en una cuenta regresiva de coraje.
El terreno militarizado: patrullajes, campos agrícolas y vigilancia
En los meses posteriores, la tensión se tradujo en presencia militar. Los convoyes recorrían las brechas de aguacateros y los barrios periféricos. Carlos aceptó la coordinación, pero no cedió el mando. Mantuvo su estructura civil al frente de la estrategia, recordando que la autoridad local no debía ser desplazada.
El Ejército cuida, pero el pueblo confía.
Mientras todos buscaban blindaje, él buscaba participación.
Era el único puente entre miedo y esperanza.
Gobernar se volvió un acto de fe.
“No podemos dar un paso atrás”: el discurso que lo marcó
El 15 de octubre, durante un evento cívico en la plaza principal, pronunció el discurso más recordado de su gestión. Frente a cientos de ciudadanos, habló sin papeles: “Nos quieren callar para que sigamos siendo cómplices del miedo, pero no podemos dar un paso atrás”. Fue ovacionado. Ese día, muchos comprendieron que el alcalde hablaba como quien se despide.
La plaza fue testigo de un juramento sin retorno.
Cada palabra fue una promesa sellada con riesgo.
El valor, en él, era una forma de ternura.
Ese día, sin saberlo, empezó a escribirse su epitafio.
Vida personal al filo: amenazas, familia y sacrificios
Su familia vivía con el miedo cotidiano de no saber si regresaría cada noche. A veces, al amanecer, dejaba una nota en la mesa: “Si no vuelvo, no lloren: cumplí”. No era dramatismo, era previsión. Sabía que cada jornada podía ser la última.
Ser valiente no lo eximía de ser padre y esposo.
La política le robó tiempo, pero no amor.
Carlos vivía entre la ternura y la trinchera.
Y cuando salía a trabajar, lo hacía con la certeza de quien ya eligió su destino.
El atentado y la noche que cambió todo
Fiesta de velas, ofrendas y primera bala
La noche del 1 de noviembre de 2025 comenzó con luz de veladoras y música de mariachis en el centro de Uruapan. El alcalde Carlos Alberto Manzo Rodríguez acompañaba a su familia y a decenas de vecinos en el tradicional Festival de las Velas, un evento que él impulsó para recordar a los muertos y celebrar la vida. La plaza se iluminaba con miles de luces: entre ellas se fundía la figura tranquila del presidente municipal, su sombrero de palma inconfundible.
Una calma engañosa precedió al estruendo del caos.
El sombrero cayó, no él. Fue la bala la que le alcanzó.
La noche se tornó linterna de horror.
El aire olía a pólvora y miedo.
Ahí donde la celebración se volvió tragedia
Eran alrededor de las 20:10 horas cuando el atacante –vestido con sudadera blanca y pantalón oscuro– descargó siete disparos con un arma de calibre 9 mm. Una de las balas le alcanzó el abdomen, otra el brazo, y cayó en el suelo ante la mirada de centenares de personas. Un regidor y un escolta resultaron heridos. Uno de los agresores fue abatido por los escoltas en el lugar.
La plaza en un instante dejó de ser escenario: se volvió campo de batalla.
El alcalde que había prometido presencia, se quedó sin tiempo para reaccionar.
Uruapan entendió que ese día se había roto algo irreparable.
El silencio fue el eco más fuerte de la noche.
Los minutos que valen una vida
El traslado al hospital fue una carrera contra el tiempo. Ambulancias, cierres de calle y un cuerpo que se movía entre lo consciente y lo último que salva. Víctimas y testigos hablaban: “lo vi caer”, “no sabía dónde disparaban”, “gritábamos y corríamos”. El gobernador confirmó horas más tarde que Manzo no resistió las heridas y fue declarado fallecido.
Un político asesinado no es estadística: es un antes y un después.
Su vida se apagó, pero su causa prendió.
La seguridad que ofrecía se volvió promesa rota.
Uruapan empezó a verse como territorio de nadie, aunque el alcalde lo defendía.
Investigación, autor material y la pregunta mayor
Desde la mañana siguiente, la fiscalía y la Secretaría de Seguridad Pública federal desplegaron operativos. Se aseguraron videos, armas, casquillos y testigos. Se sabe que la pistola usada había participado en otros ataques en la ciudad. Las líneas de investigación apuntan al crimen organizado que operaba en la zona agroexportadora de aguacate.
La vida de un hombre terminó para iniciar la tarea de un país.
La pregunta ya no era “¿quién fue?” sino “¿quién mandó?”
La bala mató a un alcalde; la impunidad podría matar a muchos más.
Uruapan exigía respuestas con el puño en alto.
La escena y el duelo del pueblo
Al día siguiente, la misma plaza donde cayó Manzo amaneció con flores, sombreros vacíos, fotografías y velas. Miles de personas caminaron en silencio detrás del féretro que pasó por las calles que él conocía desde niño. Se volvió pañuelo de duelo, abrazo colectivo y manifestación de reclamo.
El pueblo lloró a su alcalde, pero exigió justicia como si lo velara de pie.
Las pancartas no solo decían “justicia”, también “no más alcaldes asesinados”.
La memoria se volvió movilización.
La ciudad pidió por él con dolor y determinación.
El futuro sin su voz y la herencia que dejó
El cargo de presidente municipal quedó vacante, pero el legado de Carlos Manzo sigue presente: un sombrero que nunca se inclinó, una voz que no se apagó, una ciudad que decidió levantarse. Los programas que inició, las reformas que propuso, los valores que defendió sirven ahora como ruta para otros.
Murió un hombre, pero no murió su ideal.
La política, decía él, debe servir con humildad. Ese legado sigue.
Uruapan lo eligió para cambiar: el cambio exige que lo recuerden y lo completen.
La crónica no se cierra: empieza el capítulo de la resistencia.
La memoria y la llama: el país que lloró a Carlos Manzo
La mañana del adiós
El amanecer del 2 de noviembre cubrió a Uruapan con un silencio que dolía. Las campanas repicaron, el Palacio Municipal se llenó de flores blancas. En el vestíbulo, un ataúd cubierto por la bandera de México descansaba frente al retrato sonriente del alcalde. Sobre el féretro, su sombrero de palma: el símbolo de un hombre que nunca se inclinó.
El pueblo no llegó por protocolo, llegó por gratitud. Los vendedores de fruta, los maestros, las madres con niños pequeños se acercaban con lágrimas y respeto.
No se trataba de duelo político, sino de amor cívico. El cuerpo de un servidor se volvió el espejo de un pueblo entero.
Y cada flor era una palabra que decía: “Gracias”.
La indignación y el rechazo
A media mañana arribó al velorio el gobernador de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedolla. Apenas entró al recinto, un murmullo recorrió la multitud. Los asistentes lo miraron con enojo; algunos lo acusaban de no haber protegido a su alcalde. Cuando intentó acercarse al féretro, las voces se alzaron. “¡Fuera asesino!”, gritaron decenas de ciudadanos. El gobernador tuvo que retirarse entre empujones y abucheos.
No fue una escena política: fue un reclamo moral. La gente no quería discursos, quería justicia.
El luto se mezcló con la rabia. El rechazo fue la forma más honesta de protesta.
Nadie podía fingir respeto donde hubo omisión.
La presencia de la nación
Esa misma tarde, la presidenta Claudia Sheinbaum expresó públicamente su condena al asesinato y su apoyo a la familia de Manzo. Envió una comisión federal a Uruapan encabezada por la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. Los mensajes de solidaridad llegaron desde alcaldes, senadores y organizaciones civiles. Pero el gesto más potente vino del pueblo: una marcha silenciosa de más de veinte mil personas con velas encendidas recorrió las calles hasta el Palacio Municipal.
México lloró con Uruapan. En cada cartel se leía: “Manzo vive”.
La dignidad se volvió bandera. Las calles, que tantas veces caminó, se llenaron de luz.
Y el silencio colectivo fue el himno de su memoria.
La familia y el último aplauso
En la misa de cuerpo presente, su esposa tomó la palabra. Agradeció entre sollozos las muestras de cariño y pidió no responder al odio con odio. Sus hijos, de pie, abrazaron el ataúd antes de que fuera llevado al panteón municipal. Cuando el cortejo salió, el aplauso fue unánime: largo, tembloroso, infinito.
El pueblo aplaudía a su alcalde, no a un mártir. Era la despedida de un amigo, no de una figura.
El sonido de las palmas fue más fuerte que el de las balas. Ese día, Uruapan se volvió altar.
Y el aplauso se hizo promesa: continuar su ejemplo.
La ciudad que se levantó
Al día siguiente, los ciudadanos iniciaron la organización de comités vecinales con su nombre. Plantaron árboles, limpiaron parques, pintaron murales con su rostro. La consigna “Manzo no murió, somos todos los que seguimos” empezó a aparecer en bardas y redes.
El duelo se esta transformando en movimiento. Donde hubo llanto, nació comunidad.
El miedo se convirtió en tarea. Los niños preguntan quién era el hombre del sombrero.
Y los adultos responden: “Fue el que no se vendió”.
La historia que no termina
Hoy, el nombre de Carlos Manzo Rodríguez pertenece a la historia reciente de México. No fue un caudillo, ni un héroe armado, sino un hombre que creyó en la honestidad como forma de resistencia. Su muerte reveló la deuda que el Estado tiene con los municipios valientes, pero también la fuerza que puede tener un pueblo unido.
Su voz sigue viva en cada ciudadano que no se rinde.
Las balas no pudieron con la memoria. El sombrero de palma se volvió corona de dignidad.
Uruapan lo llora, pero también lo custodia.
Y la crónica de su vida no termina: apenas empieza a ser leyenda.
(By Notas de Libertad).














































