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LA LEYENDA

48

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La Leyenda 48
Cuando la voz aprende a sangrar con elegancia

 

El eco que no obedece

Este domingo no se escribe: se desangra. Cada línea es una grieta que respira, cada palabra una herida que aprendió a florecer sin pedir permiso. Aquí la verdad no se maquilla: se desnuda frente al espejo de los cobardes.

Solo quien se atreve a decir lo que quema merece el silencio que le sigue.

La columna no busca aplaudirse: busca incendiar la quietud. Porque el alma que no tiembla frente a lo injusto se convierte en piedra, y la piedra —por más pulida que sea— no recuerda el tacto de la vida.

 

 

El lector ante el incendio

No hay reposo entre estas líneas. Hay fuego, hay vértigo, hay conciencia que se rebela contra la anestesia del mundo. Cada palabra tiene filo: corta las mentiras que nos venden como patria, como progreso, como fe.

Leer La Leyenda es caminar por brasas sin perder la ternura.

Aquí no hay espectadores: hay testigos. Quien avanza entre estas letras se convierte en parte del conjuro, porque todo lo que se nombra con verdad deja cenizas, pero también semillas.

 

 

Nombrar para no morir

La Leyenda no pretende gustar: pretende despertar. No ofrece refugios, sino caminos. No entrega respuestas, sino razones para seguir preguntando.

Nombrar es el acto más radical de amor frente al olvido.

Por eso este texto no llega con zapatos de gala, sino con el polvo de los días y la dignidad de quien aún cree en la palabra como única patria posible.

 

 

Soy Wintilo Vega Murillo, y escribo La Leyenda para que el miedo no tenga la última palabra.  Que la esperanza siga caminando descalza sobre las brasas de la semana, y que —mientras exista quien lea— el poder sepa que aún hay voces que no se venden ni se apagan.

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Índice de Contenido

-Bienvenida.

 

/… Bienvenida a La Leyenda 48

Cuando la palabra se atreve a respirar bajo el agua

 

(By Notas de Libertad).

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-Pláticas con el Licenciado 1

/… “Los hijos del orden: Historia viva del sinarquismo guanajuatense”

De la fe clandestina a la voz pública: la Unión Nacional Sinarquista y su huella en el alma de Guanajuato

(By operación W).

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-Agenda del Poder:

 

/… Registro público de agresores sexuales en Guanajuato: justicia visible con límites claros

Una propuesta que busca proteger a la infancia y marcar un nuevo rostro de autoridad femenina en el poder.

/… El metro de la fantasía: promesas sin proyecto en León

Cuando las ocurrencias se visten de obras, la ciudadanía paga el costo.

/… El municipio donde la tierra habla

Una crónica sobre Irapuato y la administración fallida de Lorena Alfaro.

/… Rumores y silencios: el caso Emmanuel Reyes Carmona

Entre un operativo confuso, la fe como factor político, las pugnas internas y las versiones sobre financiamiento irregular.

/… El salto imposible de Gustavo González Herrera

De la silla interina del PAN al portazo de Morena: la política reciclada de Apaseo el Grande.

/… PRI: Crónica del Fin

Cuando el partido que se confundió con la patria enfrenta el espejo de su ruina

 

/… UnoTV: el abuso disfrazado de servicio gratis

Mensajes que nadie pidió, imposición disfrazada y el poder de Carlos Slim y Arturo Elías Ayub sobre millones de usuarios cautivos

(By Operación W).

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-Alimento para el alma.  

 

PORQUE ME QUITE DEL VICIO

 

De: Carlos Rivas Larrauri

Sobre el poema:

Porque me quité del vicio

Un testimonio en verso que desnuda el alma y muestra la victoria del espíritu sobre la esclavitud de los hábitos

 

Sobre el autor:

Carlos Rivas Larrauri

Poeta del arrabal y de la confesión: una voz sencilla que convirtió la experiencia popular en testimonio lírico

 

*Si quieres escucharlo en la voz de: Arturo Dominguez “El Feo”

(By Notas de Libertad).

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 -“ Rincones y Sabores: La guía completa para el alma, el paladar y la vida ”

 

/… Siete voces del norte y el noroeste

 Un viaje por Ocampo, Doctor Mora, Atarjea, Xichú, Santa Catarina, Tierra Blanca y Victoria: pueblos que guardan el alma de Guanajuato 

(By Notas de Libertad).

 

 

/… Ocampo

El guardián del norte guanajuatense, donde la historia florece en el altiplano y la fe sostiene la comunidad

 

(By Notas de Libertad).

 

/… Atarjea

La joya escondida de la Sierra Gorda guanajuatense, donde la memoria resiste entre montañas y tradiciones

(By Notas de Libertad).

 

/… Xichú

La joya huapanguera de la Sierra Gorda: historia viva, fe serrana y naturaleza que canta

(By Notas de Libertad).

 

/… Doctor Mora

Municipio joven de Guanajuato: de Charcas a Doctor Mora, memoria viva de la entrada a la Sierra gorda

(By Notas de Libertad).

 

/… Santa Catarina

Un rincón de la Sierra Gorda guanajuatense: historia, fe y paisajes de un municipio que guarda sus raíces

(By Notas de Libertad).

 

 

/… Tierra Blanca

Municipio serrano del noreste de Guanajuato, fundado en el siglo XVI y orgulloso de su historia y paisajes

(By Notas de Libertad).

 

/… Victoria

Un municipio serrano que guarda en su nombre la memoria de Xichú de Indios y la fuerza de la Sierra Gorda

(By Notas de Libertad).

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-Del Cielo a la Historia, Los Ecos del Calendario.

 

Domingo 5 de octubre al sábado 11 de octubre.​

 

Los ecos del calendario

Cada fecha es un espejo donde la memoria vuelve para recordarnos quiénes fuimos y quiénes aún podemos ser

 

El tiempo que no se apaga

El calendario no es una lista muerta de números. Es una hoguera encendida donde las llamas del pasado siguen ardiendo. Al recorrer cada día encontramos huellas de lucha, decretos que liberaron pueblos, nacimientos que abrieron rutas, y muertes que sembraron símbolos.

 

Santoral.

Efemérides Nacionales e Internacionales.

Conmemoración de Días Nacionales e Internacionales.

 

(By Notas de Libertad).

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-Al Ritmo del Corazón: Música para recordar el ayer.

 

/…Silvio Rodríguez

El trovador que convirtió la poesía en canción y la canción en conciencia latinoamericana

 

*Con un click escucha: Lo Mejor de Silvio Rodríguez (PlayList).

 

(By Notas de Libertad).

 

/… Pablo Milanés

La voz que hizo del amor, la esperanza y la memoria un canto eterno

*Con un click escucha: Lo Mejor de Pablo Milanés (PlayList).

(By Notas de Libertad).

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- ¿Qué leer esta semana?

 

“Santa Evita”

De: Tomás Eloy Martínez

 

Resumen:  

Tomás Eloy Martínez

El periodista que convirtió la memoria argentina en literatura universal

(By Notas de Libertad).

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-Pláticas con el Licenciado 2.

/… México en technicolor

Crónica sentimental de un país que se vestía de mezclilla, olía a colonia Sanborns y sonaba en la radio de bulbos
(By operación W).

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Bienvenida a La Leyenda 48

Cuando la palabra se atreve a respirar bajo el agua

El silencio que estalla

Este domingo no se escribe: se sumerge. Cada línea baja al fondo de lo que callamos y encuentra ahí su oxígeno. Hay palabras que no nacen del aire, sino del ahogo. Hay verdades que solo se pronuncian cuando ya no queda superficie.

Escribir es aprender a respirar en medio del naufragio.

Aquí no se escribe para complacer, sino para emerger. Lo que se dice en La Leyenda no flota: pesa, hiere, salva.

Cada frase es una burbuja que estalla contra el vidrio de la costumbre.

Porque todo lo que sobrevive en el fondo es más puro: las palabras que no murieron bajo la presión del miedo son las únicas que merecen llamarse verdad.

 

La intemperie bajo la piel

La Leyenda 48 no busca el aplauso ni la piedad. Busca la respiración de quien sigue vivo a pesar del hundimiento. Estas líneas no visten gala: llegan mojadas, saladas, desgarradas.

El poder no soporta el olor del agua podrida que esconde.

Cada párrafo abre una grieta en la superficie, una grieta por donde la claridad se cuela aunque duela.

Nombrar es sacar el rostro del lodo sin miedo al espejo.

Aquí no hay máscaras que floten ni promesas que pesen poco. Solo la densidad de lo cierto: la palabra que se niega a morir ahogada por la indiferencia.

  

El pacto de los que resurgen

Leer La Leyenda es aceptar el descenso. No hay salvavidas, hay verdad. Cada lector que avanza en estas líneas se convierte en testigo del fondo común: el país hundido que aún respira.

Leer es volver a la superficie con una verdad entre los dientes.

No se trata de fe, sino de oxígeno. La esperanza, cuando es real, duele. Porque no es refugio: es impulso.

El que resiste no nada, remonta.

Aquí la lectura no consuela: despierta. Quien llega al final lo hace con los pulmones limpios y el alma cubierta de verdad.

 

Soy Wintilo Vega Murillo, y escribo La Leyenda no para salir del agua, sino para enseñar que en lo profundo también se puede respirar. Mientras existan palabras que ardan bajo el silencio, ningún naufragio será definitivo.

 

 

(By Notas de Libertad).

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“Los hijos del orden: Historia viva del sinarquismo guanajuatense”

De la fe clandestina a la voz pública: la Unión Nacional Sinarquista y su huella en el alma de Guanajuato

 

El origen

León, Guanajuato, 1937. En medio de los ecos de la Guerra Cristera y la férrea resistencia católica en el Bajío, un grupo de jóvenes y veteranos militantes católicos conspira para fundar un movimiento social capaz de enfrentarse al régimen postrevolucionario. La ciudad zapatera de León, enclavada en una región de fe arraigada, tierra de haciendas y de campesinos desconfiados de las reformas agrarias cardenistas, se convierte en cuna de la Unión Nacional Sinarquista (UNS) . La noche del 23 de mayo de 1937, en una modesta casa leonesa, 137 delegados provenientes de varios estados se reúnen clandestinamente. Allí acuerdan dar vida a una organización “integrista” católica y nacionalista, destinada a defender lo que llaman el orden social cristiano ante la “anarquía” revolucionaria imperante.

 

En esa histórica reunión figuran nombres que pronto se volverían legendarios en Guanajuato. José Antonio Urquiza Septién, un acaudalado terrateniente queretano avecindado en León, ofrece financiamiento e impulso inicial al movimiento . Junto a él están jóvenes idealistas como Salvador Abascal Infante y estudiantes de la Universidad de Guanajuato, además de líderes regionales surgidos de redes clandestinas previas –las Legiones y La Base– que habían mantenido viva la llama cristera tras 1929 . José Trueba Olivares, oriundo de León, es elegido como primer Jefe Nacional de la UNS . El sinarquismo, término derivado del griego que significa “con orden o autoridad”, nace así formalmente en suelo guanajuatense, cobijado por las devociones populares y la indignación ante las políticas anticlericales del gobierno.

 

Desde el principio, el movimiento adopta un tono de cruzada espiritual y social. Sus fundadores proclaman la misión de restaurar el reinado de Cristo en la vida pública de México, aspirando incluso a una teocracia católica donde la moral religiosa impere sobre las leyes civiles . Rechazan frontalmente la ideología socialista y la secularización promovida por el presidente Lázaro Cárdenas, a la par que denuncian la corrupción y el “odio de clases” del marxismo . En esas primeras reuniones, los sinarquistas delinean su programa: combatir el comunismo ateo, el agrarismo “opresor” y rescatar al campesinado y al obrero de la influencia gubernamental, todo bajo la bandera de la tradición hispano-católica . Con fervor místico se encomiendan a la Virgen de Guadalupe y al grito cristero de “¡Viva Cristo Rey!”, convencidos de emprender una lucha pacífica pero militante para redimir al país. Guanajuato, de fe profunda y heridas aún frescas por la persecución religiosa, se dispone a ser el escenario central de esta nueva cruzada.

 

Un mártir para la causa

Los meses posteriores a la fundación ven un crecimiento sorpresivo de la UNS en las comunidades rurales y ciudades de Guanajuato. Los sinarquistas, inicialmente un puñado de entusiastas, pasan a ser miles de simpatizantes en cuestión de meses, gracias a una intensa labor de proselitismo casa por casa y plaza por plaza. Manuel Zermeño Pérez, un médico leonés con dotes organizativas, releva a Trueba en la jefatura nacional hacia finales de 1937 y se lanza a recorrer el país reclutando comités locales . Para 1939, la organización afirma contar con 30 mil militantes inscritos . Guanajuato y sus estados vecinos –Querétaro, Michoacán, Jalisco– prácticamente se tiñen de los ideales sinarquistas: en muchas parroquias y ejidos del Bajío la UNS arraiga “hasta la médula”, capitalizando el hartazgo con el gobierno y el apego popular a la fe tradicional .

 

En estos años formativos emergen las primeras figuras mártires y símbolos de la causa. El 11 de abril de 1938, la joven organización recibe un golpe trágico: José Antonio Urquiza, impulsor y cofundador respetado, muere asesinado en la estación de tren de Apaseo el Grande, Guanajuato . Urquiza había acudido allí a resolver una disputa agraria con un peón de su hacienda; fue apuñalado sorpresivamente por la espalda, pereciendo a los 34 años . Aunque investigaciones señalaron una rencilla personal con su trabajador, la UNS difundió la versión de que el crimen habría sido orquestado “desde las más altas esferas” del gobierno cardenista . Cierto o no, el hecho sacude a la militancia. Urquiza es declarado mártir “caído por Cristo Rey” y su funeral congrega multitudes en Querétaro y León. Desde entonces, su memoria sería venerada en cada aniversario y su nombre adoptado por brigadas juveniles sinarquistas como ejemplo de sacrificio . La sangre derramada de este líder confiere al movimiento un aura épica y refuerza la determinación de sus seguidores en Guanajuato.

 

Paralelamente, los sinarquistas guanajuatenses articulan sus primeras expresiones públicas. En junio de 1937, Urquiza y Trueba habían redactado el manifiesto inicial del movimiento, un documento distribuido discretamente que convocaba a reconstruir la nación bajo principios católicos . Si bien aquel manifiesto fue luego criticado por Salvador Abascal como demasiado tibio y vago, sentó las bases de la ideología sinarquista . A través de boletines mimeografiados y del boca en boca en los atrios, la UNS difunde sus consignas: se presentan como “los verdaderos patriotas” dispuestos a salvar a México de la impiedad y el comunismo. Muchas familias campesinas del norte de Guanajuato, aún leales a sus antiguos sacerdotes y hacendados, abren sus puertas a los propagandistas sinarquistas que llegan con crucifijo en mano y promesas de justicia social cristiana. El ambiente está cargado de misticismo y de sed de reivindicación: para muchos en el Bajío, los de la UNS son herederos directos de los cristeros, pero ahora armados solo con rosarios y discursos, en lugar de fusiles.

 

El crecimiento

 

A medida que avanza 1939, el sinarquismo alcanza una estructura más sólida y una presencia abrumadora en Guanajuato. En pueblos enteros de los Altos y el corredor industrial guanajuatense, se forman comités locales de la UNS que coordinan actividades religiosas y cívicas. La sede nacional, establecida en León, emite lineamientos y envía propagandistas “baseros” a comunidades remotas, apoyados incluso por sacerdotes simpatizantes . Se realizan rosarios públicos, se organizan escuelas de catecismo y se monta una red de cooperativas de consumo para campesinos católicos, buscando sustraerlos de las instituciones oficiales. “¡Por Dios y por la Patria!” se vuelve un grito recurrente en mítines semiclandestinos. A finales de ese año, la UNS presume de controlar 18 comités regionales en todo México, la mayoría concentrados en el Bajío, coordinando decenas de miles de militantes activos . Los informes internos hablan de más de 30 mil miembros en 1939, cuando solo dos años antes contaban apenas 3,800 . La ola sinarquista parece incontenible.

 

El crecimiento no está exento de choques con las autoridades y con sectores leales al régimen. Uno de los episodios más dramáticos ocurre en Guanajuato en julio de 1939, cuando la tensión entre sinarquistas y grupos oficialistas desemboca en violencia. El 10 de julio, un contingente de activistas de la UNS es emboscado en la ex hacienda de Juan Martín, cerca de Celaya. Seis sinarquistas resultan asesinados a balazos en el enfrentamiento, entre ellos la joven Teresita Bustos –apodada después “la mujer bandera” por morir portando el estandarte de la organización– . La tragedia conmociona al estado. Al día siguiente, durante los funerales en Celaya, una muchedumbre calculada en más de ocho mil personas acompaña los féretros, rezando y cantando himnos religiosos en honor a los “caídos” . Esa manifestación espontánea, con una columna interminable de campesinos con sombrero en mano y mujeres de luto, exhibe el arraigo popular del sinarquismo en el Bajío y alarma a las autoridades locales.

 

El gobierno reacciona acusando a las propias víctimas de provocar la violencia, mientras la UNS eleva a los fallecidos a la categoría de mártires de la causa. Los periódicos oficiales minimizan el asunto, pero la noticia corre de boca en boca por los pueblos guanajuatenses. La Tragedia de Juan Martín, como se le comienza a llamar en círculos sinarquistas, enciende aún más los ánimos. Poco después, en octubre de 1939, la UNS lanza su semanario El Sinarquista, impreso en la Ciudad de México, donde denuncia esta y otras “persecuciones” del régimen . Los primeros números traen crónicas encendidas de Celaya, describiendo “descargas de ametralladora contra indefensos portadores de la Guadalupana”. Cada ejemplar circula ávidamente entre las células de Guanajuato, consolidando un sentimiento de agravio colectivo y determinación. Al cerrar la década, el sinarquismo en Guanajuato ya no es solo un movimiento religioso: es una fuerza social regional con mártires propios, disciplinada, con retórica combativa y capaz de desafiar abiertamente –aunque de forma pacífica– el poder de la Revolución Mexicana en sus bastiones rurales.

 

El apogeo de la fuerza

 

Con el inicio de los años cuarenta, la Unión Nacional Sinarquista alcanza el apogeo de su poder de convocatoria en Guanajuato y estados vecinos. Bajo el liderazgo nacional de Salvador Abascal (quien asume la jefatura en 1940 tras la renuncia de Zermeño), el movimiento despliega una sorprendente capacidad de movilización masiva. Se organizan marchas multitudinarias en plazas importantes del Bajío para exhibir fuerza y “hacer temblar al gobierno”. Cada 23 de mayo –aniversario de la fundación– caravanas de camiones y trenes atestados de sinarquistas llegan a León para la magna concentración anual. En mayo de 1940, por ejemplo, más de 15 mil camisas blancas (indumentaria distintiva de la UNS) desfilan marcialmente por las calles leonesas, portando estandartes de Cristo Rey. Al año siguiente, la cifra se duplica: la prensa calcula hasta 80 mil asistentes en la concentración de mayo de 1941 en Morelia, a la que acuden nutridas columnas de Guanajuato, Querétaro y Jalisco. Nunca antes –comentan atónitos algunos observadores– se había visto una movilización social tan amplia en el Bajío independiente de los canales oficiales. El sinarquismo consigue unir a campesinos, obreros, pequeños comerciantes e incluso hacendados bajo una misma bandera ultracatólica, creando un frente único contra el gobierno “impío”.

 

Estas demostraciones de fuerza adquieren un carácter ceremonial y desafiante a la vez. Los sinarquistas realizan sus marchas en formación ordenada, muchos llevando crucifijos y retratos de la Virgen de Guadalupe. En algunos casos, como en la capital guanajuatense, la procesión termina con una misa campal y la lectura pública de peticiones al gobierno. Se protesta contra la educación socialista –particularmente el artículo 3° constitucional, que imponía la enseñanza laica– y contra las “reservas agrarias” que permitirían expropiaciones de tierras. También se realizan ceremonias de abanderamiento de nuevos comités locales: en León y otras ciudades del Bajío, Abascal en persona entrega banderas mexicanas bendecidas a los jefes sinarquistas de cada pueblo, legitimando simbólicamente su causa como patriótica. En cada discurso, los oradores claman lealtad absoluta a Dios, Patria y Familia, y advierten que la “revolución comunista” no pasará. La ferviente reacción del público –rosarios en alto, vivas ensordecedores a Cristo Rey– demuestra que el mensaje ha calado profundamente.

 

No obstante, estas manifestaciones pacíficas tienen un filo subversivo que inquieta al gobierno de la época. México acaba de entrar en la Segunda Guerra Mundial del lado de los Aliados (tras declarar la guerra al Eje en 1942), y la UNS es vista con suspicacia: sus simpatías por la España franquista y su ideología nacional-sindicalista le valen acusaciones de “quinta columna” fascista. Aunque Abascal públicamente rechaza el nazismo y a Hitler, es cierto que muchos sinarquistas admiran el modelo de Franco y comparten retóricas antiliberales y anticomunistas comunes con los fascismos europeos . Esta ambigüedad ideológica provoca señalamientos en la prensa nacional e informes reservados del gobierno. Se llega a sugerir que las marchas sinarquistas son entrenamientos paramilitares disfrazados y que la UNS podría intentar un golpe teocrático. La realidad en Guanajuato, sin embargo, muestra mayormente campesinos humildes y beatas de pueblo rezando durante las manifestaciones. Pese a la actitud ostensiblemente pacífica del movimiento, la élite revolucionaria comienza a considerarlo una amenaza al orden establecido, por su capacidad de movilización y su abierta desobediencia civil al PRI naciente.

La respuesta y las dudas

El choque entre el sinarquismo y el régimen postrevolucionario no tarda en recrudecer, y Guanajuato se convierte en uno de los principales campos de batalla, aunque sea de forma indirecta. Desde 1941, el gobierno federal y los gobernadores regionales implementan una campaña de represión selectiva contra la UNS, buscando descabezarla y frenarla. La persecución es especialmente intensa en Michoacán, Guanajuato, Jalisco y Querétaro –en ese orden–, justo donde los sinarquistas tienen mayor presencia. Se instruye a jefes políticos locales y ligas agrarias afines al gobierno para hostigar a los “sinarcas”. En los pueblos guanajuatenses mencionados en reportes oficiales –Acámbaro, Celaya, Irapuato, San Luis de la Paz, Moroleón, entre otros– comienzan a registrarse incidentes casi cotidianos: mítines disueltos a golpes, cateos policiales en centros comunitarios, detenciones arbitrarias de propagandistas y líderes locales. Entre 1941 y 1943, al menos 384 miembros de la UNS en la región del Bajío son encarcelados por las autoridades, acusados de disturbios, sedición u otras faltas menores. Las cárceles de Guanajuato ven pasar a decenas de campesinos devotos cuyo único “delito” fue asistir a una reunión sinarquista.

 

La violencia física tampoco está ausente. Informes confidenciales hablan de choques armados entre grupos de defensa sinarquistas y militantes de la Confederación Nacional Campesina (CNC) o de la CROM (sindicato oficialista) en zonas rurales. “Los enfrentamientos, muertes y atropellos contra los sinarcas fueron parte de la vida cotidiana… en los niveles locales” durante esos años, reconoce un estudio histórico. En Guanajuato, localidades como Ocampo, Yuriria o Coroneo son escenario de escaramuzas nocturnas: los sinarquistas denuncian incursiones de agraristas armados que destruyen sus capillas improvisadas y queman sus archivos; del lado gubernamental, se reportan agresiones de sinarquistas contra jefes municipales y comisariados ejidales. La tensión llega a tal punto que en algunos municipios guanajuatenses virtualmente coexisten dos autoridades: la formal, emanada del partido oficial, y la moral, encarnada por el jefe sinarquista local que goza del respaldo popular. El Estado observa con preocupación cómo la UNS ha tejido un poder paralelo en el Bajío, con capacidad de desafiar decisiones locales (por ejemplo, llamar a boicotear elecciones o impuestos).

 

En respuesta, el presidente Ávila Camacho opta por combinar mano dura con gestos conciliadores. Por un lado, envía emisarios para dialogar con la jerarquía católica, intentando que obispos influyentes –como el de León– desalienten al movimiento. Por otro lado, refuerza la presencia del Ejército en la zona. A finales de 1942, aprovechando el contexto de guerra mundial y la política de “unidad nacional”, el gobierno lanza operativos para desmantelar la estructura sinarquista. En diciembre de ese año, Salvador Abascal, quien además de líder sinarquista es un ardiente orador, decide replegarse temporalmente: se retira con un pequeño grupo a la sierra de Baja California para fundar una colonia agrícola católica llamada La Providencia, dejando la conducción diaria de la UNS en manos de Manuel Torres Bueno. Esta extraña mudanza (Abascal alegó motivos espirituales y estratégicos) marca un punto de inflexión. Para 1943, el movimiento comienza a resentir divisiones internas y el peso de la represión sostenida. No obstante, en Guanajuato el arraigo social sinarquista permanece. Familias enteras protegen a los activistas perseguidos, escondiéndolos en casas curales o en rancherías recónditas. La UNS logra sobrevivir a la tormenta, pero sufre desgaste. El espíritu de militancia sigue vivo, aunque se respira cierta incertidumbre sobre el rumbo a seguir. ¿Podrán vencer al régimen solo con marchas y boicots pacíficos? Esa pregunta rondará las discusiones sinarquistas en adelante.

 

Cuando la ambición aparece

 

En 1944, tras siete años de meteórico ascenso, el sinarquismo enfrenta su crisis más profunda, una encrucijada que definirá su futuro. Paradójicamente, la amenaza no proviene únicamente del gobierno, sino de luchas intestinas por el liderazgo y la estrategia. A finales de ese año, la UNS está dividida en facciones enfrentadas: por un lado, los seguidores de Manuel Torres Bueno, quien aboga por darle al movimiento un cariz más político-electoral; por otro, los leales a Salvador Abascal, de línea intransigente y purista, que rechazan cualquier participación en la “política mundana” y quieren mantener la UNS como fuerza social religiosa combativa. Existe además la influencia soterrada de La Base, aquel círculo inicial cercano a la jerarquía eclesiástica (incluido un misterioso sacerdote, Ángel Jesús Sánchez Santacruz, consejero espiritual), que pretende controlar el rumbo del sinarquismo desde las sombras.

 

El conflicto estalla hacia diciembre de 1943 y se agrava a lo largo de 1944. La Base intenta destituir a Torres Bueno de la jefatura nacional, acusándolo de desviarse de los principios fundacionales. Torres Bueno, quien asumió el mando en 1941 tras la marcha de Abascal al desierto bajacaliforniano, se niega a ceder. Durante meses hay protestas internas, cartas cruzadas y hasta excomuniones simbólicas: los radicales acusan a Torres de “traición” por querer convertir al movimiento en partido; los moderados replican que sin acción política, la UNS está condenada a la esterilidad. Finalmente, prevalece la postura de Torres Bueno con apoyo de la mayoría de la militancia activa. En una reunión crucial a mediados de 1945, la Unión Nacional Sinarquista declara su total independencia de La Base clerical, rompiendo la tutela oficiosa que el clero conservador ejercía sobre el movimiento. Es un momento catártico: la UNS “se sacude el yugo” de la jerarquía eclesiástica y decide caminar con pies propios, aun a riesgo de perder el apoyo de algunos sacerdotes influyentes.

 

Simultáneamente, se produce una escisión. En febrero de 1945, se conforma una agrupación disidente conocida luego como la facción “athísta” –por Carlos Athié, quien funge como líder nominal– auspiciada entre bambalinas por Santacruz y los elementos más tradicionalistas. Este grupo minoritario pretende continuar un sinarquismo puramente religioso, acusando a Torres Bueno de desviacionismo. No obstante, la facción torresbuenista conserva la estructura principal y la mayoría de los cuadros en Guanajuato y el Bajío. Según cifras internas, hacia 1945 los leales a Torres Bueno sumaban más de 90 mil militantes a nivel nacional, con Guanajuato, Michoacán, Querétaro y Jalisco como sus bastiones más firmes. Esta base social bajío se mantuvo firme pese al caos: las comunidades sinarquistas en los pueblos resistieron la crisis, listas para retomar la actividad en cuanto se definiera la nueva línea .

 

En efecto, luego de meses de confusión, la UNS renace de sus cenizas con bríos renovados. El 23 de mayo de 1945 –octavo aniversario del movimiento– se celebra una gran concentración en León para demostrar la unidad recuperada. Más de diez mil miembros acuden desde diversos puntos de Guanajuato y estados vecinos, ondeando banderas nacionales y entonando el himno sinarquista en la Plaza Principal. Allí se anuncia oficialmente el relevo en la jefatura: sale Torres Bueno (quien pasa a roles organizativos) y asume Gildardo González Sánchez como nuevo jefe Nacional. El acto es electrizante; después de meses de letargo, los sinarquistas vuelven a marchar por León en columnas entusiastas. “¡La UNS vive!” claman los oradores, y la multitud responde con vivas. Esta demostración envía un mensaje claro: el sinarquismo ha superado su crisis interna y está listo para una segunda época. Pero algo ha cambiado en el horizonte: los sinarquistas ahora hablan abiertamente de “acción política” y de disputar espacios de poder, una idea que antes era tabú. Se intuye que la UNS va a dejar de ser solamente un movimiento de protesta para convertirse en actor electoral. Guanajuato, donde la fuerza social del movimiento se ha sostenido pese a todo, será nuevamente terreno de ensayo para esta nueva estrategia.

Del púlpito a las urnas, de la búsqueda de almas a los votos

 

La postguerra trae un nuevo capítulo en la historia sinarquista: el salto del púlpito a las urnas. Convencidos de que para “instaurar el Reino de Cristo” en México debían también disputar el poder terrenal, los dirigentes de la UNS deciden fundar un partido político. A inicios de 1946 se concreta la creación del Partido Fuerza Popular (PFP), concebido como el brazo electoral del sinarquismo . Detrás de este movimiento está Manuel Torres Bueno –el arquitecto intelectual de la idea– y Gildardo González Sánchez, quien como jefe nacional lo promueve y organiza. En Guanajuato, la noticia es recibida con entusiasmo entre las bases sinarquistas, que ven la oportunidad de plasmar su fuerza en victorias concretas. Muchos militantes que se habían resistido a votar en elecciones “corruptas” ahora son llamados a las urnas bajo sus propias siglas.

 

El primer gran desafío político del sinarquismo ocurre precisamente en León, su cuna, y culmina en un suceso sangriento que marcará la memoria colectiva: la Matanza del 2 de enero de 1946. En las elecciones municipales de fines de 1945, los sinarquistas –aliados con otras fuerzas cívicas locales– postulan a Carlos Alberto Obregón como candidato a la presidencia municipal de León. Obregón, empresario zapatero apoyado por la Unión Cívica Leonesa (una plataforma donde confluyen sinarquistas y ciudadanos independientes), compite contra el candidato del partido oficial, Ignacio Quiroz. El día de los comicios, Obregón obtiene una victoria arrolladora en las urnas, alimentada por años de descontento popular. Sin embargo, el gobierno estatal se niega a reconocer el triunfo y declara ganador al candidato oficial, desatando la indignación. Los sinarquistas, sintiéndose robados, organizan protestas multitudinarias en la ciudad. La tensión sube hasta que, el 2 de enero de 1946, una manifestación pacífica frente a la alcaldía es repelida a balazos por fuerzas públicas.

 

El saldo es trágico. Según cifras oficiales, ese día quedaron tendidos en las calles de León 30 muertos y alrededor de 600 heridos. Hombres, mujeres e incluso niños –la mayoría sinarquistas– cayeron víctimas del tiroteo indiscriminado. La Plaza Principal se tiñó de sangre, convirtiéndose en símbolo del martirio sinarquista. En los días siguientes, la indignación trasciende Guanajuato: periódicos nacionales y la oposición denuncian la “matanza de León”. El presidente Manuel Ávila Camacho se ve obligado a intervenir, destituyendo al gobernador y declarando la desaparición de poderes en el estado. Se convocan nuevas elecciones municipales bajo vigilancia federal, y esta vez se respeta el veredicto popular: Carlos A. Obregón asume como alcalde de León unos meses más tarde. Es una victoria pírrica pero histórica para el sinarquismo: por primera vez logran un puesto de poder relevante, aunque al costo de decenas de vidas. En los templos de León se ofician misas por “los mártires del 2 de enero”, y la UNS levanta pequeñas cruces en el lugar de la masacre. Guanajuato entero queda marcado por aquel episodio de violencia política inédita en la posrevolución.

 

La experiencia de León refuerza en algunos sinarquistas la convicción de seguir peleando en la arena electoral, pero en otros siembra dudas sobre los riesgos. A nivel nacional, el Partido Fuerza Popular participa también en elecciones federales de 1946, obteniendo algunos miles de votos pero sin triunfos importantes. La respuesta gubernamental no se hace esperar: en 1948, tras un incidente en la capital donde jóvenes sinarquistas encapuchan la estatua de Benito Juárez en el Hemiciclo como acto de protesta, la Secretaría de Gobernación cancela el registro del PFP, acusándolo de extremista. El partido sinarquista es disuelto por decreto, equiparándolo al Partido Comunista en una política de “mano dura” contra los radicalismos de cualquier signo. Nuevamente, la UNS se queda sin vehículo electoral. Sin embargo, el movimiento no desaparece: simplemente se repliega a sus trincheras sociales en el Bajío, donde mantiene viva la organización comunitaria. Incluso sin registro legal, el sinarquismo siguió actuando como un “actor regional de oposición” en Guanajuato durante los años siguientes. La lección de León –que la movilización popular puede vencer fraudes, pero a un costo enorme– quedó grabada en la narrativa sinarquista, alimentando tanto su mística de sacrificio como su odio al régimen.

 

El repliegue, la adaptación y la subsistencia

 

Hacia la década de 1950, tras el colapso del Partido Fuerza Popular, el sinarquismo parece haber perdido ímpetu en la escena nacional. El régimen priísta, consolidado y en plena etapa de “desarrollo estabilizador”, mantiene a la oposición confinada a la marginalidad. Sin embargo, en Guanajuato y otros bastiones del Bajío, la UNS resiste de forma discreta pero efectiva, transformándose más en un movimiento cívico-cultural que en fuerza abiertamente política. Los sinarquistas reorganizan sus filas bajo el paraguas de asociaciones locales: clubes de madres católicas, círculos campesinos de estudio social, cooperativas agrícolas autónomas y ligas de colonos. Oficialmente la Unión Nacional Sinarquista sigue existiendo –aunque sin reconocimiento legal– y conserva jefes regionales y municipales activos, pero opta por una estrategia de bajo perfil ante el acoso gubernamental.

 

Un cambio notable en estos años es la aproximación con el partido Acción Nacional (PAN), de ideología católica moderada. Tras la disolución de su propio partido, muchos sinarquistas ven en el PAN una alternativa para canalizar sus luchas. Juan Ignacio Padilla, antiguo líder sinarquista de Querétaro, encabeza a la facción que propugna esta colaboración con los “hermanos mayores” panistas. Durante la campaña presidencial de 1958, en la cual el PAN postula al empresario Luis H. Álvarez contra el candidato oficial Adolfo López Mateos, los sinarquistas del Bajío se suman activamente en apoyo al PAN. En ciudades guanajuatenses como León y Salamanca se ven por primera vez cédulas sinarquistas trabajando codo a codo con militantes panistas en mítines y en la defensa del voto. Si bien aquella elección termina con la derrota anunciada del PAN, la semilla de la alianza queda sembrada. Muchos sinarquistas de base ingresan silenciosamente a las filas panistas a finales de los 50 y principios de los 60, llevando consigo su disciplina y fervor religioso. La UNS como tal no se integra formalmente al PAN (siguen siendo organizaciones separadas), pero en la práctica coopera en objetivos comunes: oposición al partido oficial y promoción de los valores católicos en la política.

 

Mientras tanto, la Unión Nacional Sinarquista se adapta ideológicamente a los nuevos tiempos. Influenciada por corrientes internacionales de Democracia Cristiana, la generación joven sinarquista comienza a abandonar ciertas posturas autoritarias de antaño para asumir un discurso más acorde con la democracia liberal. Este giro es sutil pero significativo: se relega la nostalgia por el régimen confesional y se enfatiza la necesidad de participación ciudadana, derechos humanos y justicia social inspirada en la Doctrina Social de la Iglesia. En Guanajuato, muchos militantes abrazan estas ideas y las ponen en práctica a nivel comunitario. Por ejemplo, promueven elecciones más limpias en sindicatos, cooperativas y sociedades de alumnos, intentando construir una “sociedad civil” dentro del marco autoritario prevaleciente.

 

Un ejemplo claro del rol cívico del sinarquismo en Guanajuato durante estos años es su lucha contra los abusos gubernamentales a nivel local. En 1954, tras varios años de inactividad electoral, la UNS intentó de nuevo registrarse como partido bajo el nombre Partido Unidad Nacional, pero Gobernación negó la solicitud por falta de militantes mínimos. Frustrados en lo electoral, los sinarquistas guanajuatenses optaron por la trinchera ciudadana: en los años siguientes formarían parte de protestas contra impuestos injustos, tarifas eléctricas elevadas o fraudes en elecciones municipales (siempre del lado opositor, ya fuera apoyando a candidatos del PAN u otros independientes). Así, a fines de los 50 el sinarquismo en Guanajuato subsiste como una corriente subterránea, menos visible pero latente, que mantiene viva la llama opositora en uno de los estados más católicos del país. Aunque sin protagonizar titulares nacionales, su presencia se siente en la conciencia política local, preparando el terreno para futuros renaceres.

 

Renacer protestando mientras se abanderan las demandas ciudadanas

 

El año 1964 demostraría que el sinarquismo en Guanajuato estaba lejos de ser un recuerdo del pasado, al emerger como catalizador de una de las protestas ciudadanas más sonadas de la época. En ese periodo, gobernaba el estado Juan José Torres Landa, un priísta reformista cuyo ambicioso “Plan Guanajuato” incluía una serie de políticas que chocaban con la visión sinarquista. La indignación popular por las nuevas cargas fiscales y el maltrato burocrático encontró voz en una organización promovida desde las filas sinarquistas: la Federación de Uniones de Usuarios de Servicios Públicos y Contribuyentes del Estado de Guanajuato. Detrás de ese nombre técnico se hallaba la vieja garra de la UNS adaptada a una causa concreta y laica: la defensa del contribuyente. Encabezada por Cliserio Saavedra, un líder sinarquista local, la Federación brindaba asesoría gratuita a ciudadanos sobre impuestos y avalúos, y pronto se convirtió en una plataforma de denuncia contra los abusos del gobierno estatal.

 

El conflicto escaló cuando en noviembre de 1964 la Unión Nacional Sinarquista publicó un manifiesto acusando a las autoridades de indiferencia ante las demandas populares y llamó abiertamente a no pagar los impuestos estatales en señal de protesta. En el mismo documento, difundido en Guanajuato capital y León, señalaron al gobernador Torres Landa de beneficiarse personalmente de los proyectos de obra pública –alegaban que era accionista de las constructoras involucradas– y, en retórica propia de la Guerra Fría, tildaron su política impositiva de “procomunista”. Este desafío frontal enardeció al gobierno. A finales de ese mes, se desató una represión judicial y policial contra los líderes sinarquistas más visibles tanto a nivel local como nacional. El 20 de noviembre, agentes detuvieron simultáneamente a José Trinidad Cervantes (jefe nacional de la UNS) y a Francisco Salas Rodríguez (presidente de la Federación de Usuarios), junto con una decena más de dirigentes, entre ellos figuras históricas como Juan Ignacio Padilla e Ignacio González Gollaz. Las aprehensiones fueron violentas, con los detenidos incomunicados en prisión, lo que no hizo sino avivar el enojo de sus seguidores.

 

En León, epicentro de la movilización, cientos de ciudadanos instalaron un plantón permanente en la plaza principal exigiendo la liberación de los arrestados y la marcha atrás del alza de impuestos. La tensión alcanzó su clímax cuando, a finales de noviembre, la policía estatal desalojó por la fuerza a los manifestantes acampados frente a la Presidencia Municipal. En la refriega, toletes y gases dispersaron a hombres y mujeres, mientras agentes allanaban la oficina sinarquista local, confiscando archivos, dinero y materiales. La noticia del atropello corrió más allá de Guanajuato: medios nacionales reportaron el caso, y amplios sectores de la sociedad –empresarios, abogados, incluso clérigos moderados– criticaron la mano dura gubernamental. El presidente de la Barra Mexicana de Abogados, Manuel G. Escobedo, elevó una queja formal ante el Procurador General de la República por la violación de los derechos de los detenidos. Bajo intensa presión, el gobernador Torres Landa cedió parcialmente. El 29 de noviembre de 1964 las autoridades liberaron a todos los sinarquistas detenidos sin cargos formales. Días después, el 7 de diciembre, el gobierno estatal firmó un acuerdo comprometiéndose a reducir los impuestos recién implantados y a devolver lo incautado en las oficinas de la Federación.

 

Aunque el conflicto continuó intermitentemente –la Federación acusó al gobernador de incumplir el acuerdo al no devolver todo el dinero y bienes retenidos, prolongando la disputa hasta 1965 –, la victoria moral fue del movimiento cívico-sinarquista. Demostraron que podían articular un frente amplio de ciudadanos y poner en aprietos a un poderoso gobernador, todo mediante la protesta pacífica y la organización comunitaria. La Federación de Usuarios subsistiría más allá del sexenio de Torres Landa (y de hecho, aunque ya sin influencia, existe hasta nuestros días). Este episodio confirmó la vigencia del sinarquismo como fuerza movilizadora en Guanajuato, incluso con causas aparentemente alejadas de la religión. Como señaló un cronista de la época, “los mismos que antes marchaban con el rosario en la mano, ahora encabezan marchas con recibos de impuesto en alto”. En el trasfondo, el movimiento sinarquista había probado su capacidad de reinventarse y seguir peleando por “demandas ciudadanas concretas” sin perder su esencia combativa . Era un anticipo de su siguiente metamorfosis: volver formalmente a la lucha electoral en un México que, una década después, iniciaría tímidas aperturas democráticas.

 

Desde Irapuato el regreso a la lucha electoral

 

Tras sobrevivir en la clandestinidad relativa por décadas, el sinarquismo encontró una nueva oportunidad política con la reforma electoral de 1977, que buscó abrir el sistema a fuerzas antes proscritas. Pero incluso antes de ese cambio legal, los sinarquistas ya se habían adelantado. El Partido Demócrata Mexicano (PDM), heredero ideológico directo de la UNS, se formó desde 1975 como proyecto de antiguos cuadros sinarquistas deseosos de volver al ruedo electoral. Curiosamente, de nueva cuenta Guanajuato estuvo presente en el génesis: el 23 de mayo de 1975 (exactamente 38 años después de la fundación de la UNS), miembros de la Unión Sinarquista establecieron en Irapuato la primera célula organizativa del PDM. Era como si el movimiento renaciera en el Bajío, con otro nombre y con la experiencia acumulada de sus éxitos y fracasos previos.

 

El PDM se definió como un partido de inspiración católica social, influido por las ideas de la democracia cristiana europea pero sin renegar de su raíz sinarquista. Sus principios retomaron banderas clásicas: defensa de la “verdadera cultura mexicana” (entendida como la hispano-católica), prevalencia de los valores religiosos, oposición al comunismo y al liberalismo moral, y promoción de la propiedad privada y la familia tradicional. Eso sí, esta vez se afirmaba comprometido con métodos pacíficos y democráticos para lograr una “revolución integral” de la sociedad. La vieja retórica beligerante cedió en favor de un tono más moderado, apto para la era de la apertura política. Muchos de los militantes fundadores eran veteranos sinarquistas de Guanajuato, Jalisco, Querétaro, Michoacán y Aguascalientes –los mismos bastiones del Bajío donde la Guerra Cristera y la UNS habían sido más fuertes – que durante los 60 habían hecho trabajo de base. Ahora, veían en el PDM la culminación de décadas de perseverancia.

 

En 1978, el PDM obtuvo su registro legal como partido político nacional. De inmediato, Guanajuato se convirtió en uno de sus enclaves más activos. El partido reclutó a las bases sinarquistas existentes: muchos miembros de las Uniones de Usuarios, cooperativas y círculos católicos se inscribieron en el nuevo partido. También atrajo a jóvenes de Acción Católica, ex miembros del PAN descontentos y líderes sociales con arraigo en la región. En los comicios federales de 1979, el PDM debutó modestamente pero logró representación proporcional en la Cámara de Diputados. Sus mejores votaciones provinieron precisamente del Bajío. En los años 80, el PDM alcanzó su cenit: logró triunfos sorprendentes en varios municipios importantes, entre ellos la ciudad de Guanajuato, capital del estado. Ese logro fue particularmente simbólico, pues la capital guanajuatense tenía larga tradición priísta. La victoria del PDM allí evidenció que una franja significativa del electorado abrazaba nuevamente la oferta sinarquista, actualizada bajo ropajes de democracia cristiana. Otro caso notable fue Lagos de Moreno, Jalisco, donde ganó la alcaldía, reforzando la idea de un resurgir regional.

 

Las elecciones presidenciales de 1982 representaron el punto culminante del PDM: presentaron como candidato nada menos que a Ignacio González Gollaz, antiguo líder sinarquista (uno de los detenidos en 1964), convirtiéndose en la primera vez que un sinarquista competía por la Presidencia de México. Gollaz hizo campaña intensa en plazas de Guanajuato, recordando la “gesta sinarquista” e invitando a los católicos a votar “sin miedo y sin odio”. Obtuvo alrededor del 1.8% de los votos nacionales –insuficiente para ganar, pero suficiente para mantener el registro y mostrar presencia. En Guanajuato ese porcentaje fue mayor, indicativo del arraigo local. Aunque distante de los partidos grandes, el PDM se consolidó durante esa década como una tercera fuerza regional. Sus diputados y regidores electos abanderaron causas como la derogación de artículos anticlericales de la Constitución (un viejo anhelo sinarquista) y la promoción de los valores tradicionales en las políticas públicas. Era evidente que el sinarquismo, a través del PDM, había logrado lo que parecía impensable en los 40: integrarse a la vida institucional, gobernar municipios y llevar su voz al Congreso.

 

El principio del fin

 

Sin embargo, el renacimiento político sinarquista resultó efímero. Hacia finales de los años 80, la ola democratizadora trajo consigo mayor competencia y también nuevos retos para el PDM. En 1988, México vivió una elección presidencial polémica y competida; el PDM se sumó al Frente Democrático Nacional opositor después de postular a su propio candidato (Gumersindo Magaña) y ver el fraude electoral orquestado contra Cuauhtémoc Cárdenas.. Esa coyuntura marcó el inicio del declive. Tras 1988, la presencia electoral del PDM se redujo drásticamente. En 1991 perdió por primera vez su registro como partido al no alcanzar el mínimo de votos, aunque lo recuperó poco después gracias a reformas legales. La tendencia era irreversible: su base de apoyo fue canibalizada, por un lado, por el PAN –que para entonces se había fortalecido enormemente en Guanajuato con liderazgos jóvenes y una agenda moderna de derecha–, y por otro, por la apatía y disolución interna.

 

En Guanajuato, este declive se reflejó en que muchos militantes del PDM migraron al Partido Acción Nacional, seducidos por sus crecientes posibilidades de triunfo y afinidad en principios. Paradójicamente, el PAN terminó representando muchas de las aspiraciones originales del sinarquismo: a partir de 1991, con la elección de Carlos Medina Plascencia como gobernador interino, Guanajuato se convirtió en un bastión panista y, por ende, católico-conservador en lo político. Varias figuras con pasado sinarquista integraron gobiernos panistas locales o estatales, diluyéndose así la identidad independiente del PDM. Un caso notorio: Emilio González Márquez, que había sido alcalde de Lagos de Moreno por el PDM y presidente estatal del partido, acabó ingresando al PAN en 1992; años más tarde sería gobernador de Jalisco bajo siglas panistas. Este tránsito ilustró la manera en que el sinarquismo se fusionó parcialmente con el panismo, llevando su ideario a un vehículo más grande a costa de su propia existencia.

 

El PDM, no obstante, intentó sobrevivir con sus siglas hasta el final de los 90. En 1994 volvió a participar en una elección presidencial, esta vez bajo el nombre de Unión Nacional Opositora (una alianza que incluía a otras pequeñas fuerzas). Postuló a Pablo Emilio Madero, ex panista y sobrino del ex presidente Francisco I. Madero, como aspirante independiente. Pero el resultado fue desastroso: obtuvieron una votación ínfima, perdiendo nuevamente el registro legal. Aunque lograron recuperarlo de modo condicionado en 1996, en las elecciones de 1997 el PDM fue completamente rebasado y ahora sí perdió el registro de manera definitiva. Se cerraba así un ciclo histórico: tras 60 años de distintos rostros, la organización sinarquista dejaba de tener presencia formal en la política mexicana.

 

¿Qué quedó entonces del sinarquismo en Guanajuato tras la desaparición del PDM? Principalmente, un legado sociopolítico esparcido en otras corrientes y una nostalgia en sus antiguos militantes. Muchos ex sinarquistas y ex PDM permanecieron activos en organizaciones sociales, o como simpatizantes de grupos afines. Un buen número, como ya se dijo, se integró al PAN u otros partidos locales. De hecho, Guanajuato tras el año 2000 se consolidó como una entidad gobernada por fuerzas vinculadas a la derecha católica (PAN y aliados), y varios programas de gobierno reflejaron valores tradicionales, lo cual algunos interpretan como “la agenda sinarquista realizada por otros medios”. Pero la Unión Nacional Sinarquista como tal, aquella llama encendida en 1937, ya solo subsistía en pequeños círculos de veteranos. A finales de los 90, algunos intentaron crear nuevas agrupaciones: un grupo de ex líderes formó en 1999 el Partido Alianza Social, buscando retomar parte de la base sinarquista, pero ese esfuerzo tampoco prosperó más allá de 2003. Parecía el ocaso definitivo de aquel movimiento que llegó a movilizar multitudes y desafiar al régimen.

 

Buscando revivir lo que ya no existe

 

En los primeros años del siglo XXI, los sinarquistas sobrevivientes se negaron a que su causa desapareciera sin más. Pese a no contar con partido, la Unión Nacional Sinarquista continuó existiendo como asociación civil y cultural. En algunas ciudades de Guanajuato –León, San Miguel de Allende, Celaya– pequeños grupos seguían reuniéndose, a veces bajo la forma de clubes católicos o “asambleas de sinarquistas”, para conmemorar sus fechas históricas y discutir la realidad nacional. Para muchos era más una hermandad nostálgica que un movimiento operativo, pero esa red mantuvo viva la identidad sinarquista. Por ejemplo, cada 23 de mayo algún contingente organizaba actos para recordar el aniversario fundacional, y el 2 de enero en León se hacían misas en memoria de los mártires de 1946.

 

Los esfuerzos de reconstitución también miraron nuevamente hacia el campo electoral. En 2008, veteranos dirigentes de la UNS presentaron ante el entonces IFE (Instituto Federal Electoral) una solicitud para fundar un nuevo partido llamado “Solidaridad”, pretendiendo que fuera la encarnación moderna del PDM. Sin embargo, la autoridad electoral rechazó la petición tras detectar numerosas irregularidades en las afiliaciones y asambleas requeridas. No desanimados, los sinarquistas lo intentaron otra vez en 2013: bajo el liderazgo legal de Gerardo Escamilla Medina, la Unión Nacional Sinarquista volvió a solicitar registro como partido con la aspiración explícita de resucitar el Partido Demócrata Mexicano. A esas alturas, el contexto político era muy distinto al de los 80. México contaba con nuevos partidos y demandas sociales diferentes, pero la UNS seguía enarbolando su legado. En entrevistas, sus portavoces recordaban que la organización se remontaba a los años 30 como “expresión radical de la derecha católica” y que su primer líder histórico fue Salvador Abascal –padre, vale mencionarlo, de Carlos Abascal, quien fungió como secretario de Gobernación durante el gobierno de Vicente Fox–. Con estas credenciales, pretendían convencer de su vigencia.

 

A pesar de la perseverancia, la solicitud de 2013 tampoco fructificó. Reunir los requisitos para un nuevo partido resultó cuesta arriba para un grupo cuyo apogeo había pasado hacía décadas. Las autoridades exigieron evidencias de asambleas estatales y determinado padrón de afiliados que la UNS simplemente ya no tenía. Finalmente, el registro no se concedió y el PDM no pudo ser revivido. Con todo, la llama no se extinguió por completo. La Unión Nacional Sinarquista mantuvo presencia en internet –blogs, páginas de Facebook– difundiendo comunicados, y sus miembros participaron esporádicamente en coaliciones ciudadanas de corte conservador. Incluso se reportó, en círculos políticos, que hacia 2018-2019 un sector sinarquista daba apoyo a iniciativas provida y antiabortistas en Guanajuato, alineándose con grupos religiosos modernos. Esto indicaba que, aunque la estructura formal se había erosionado, la esencia ideológica sinarquista seguía encontrando causas contemporáneas donde manifestarse.

 

Culturalmente, el sinarquismo dejó huella en Guanajuato. La veneración por Cristo Rey en el Cerro del Cubilete, por ejemplo, continuó congregando cada año a miles de fieles, entre ellos antiguos sinarquistas que veían esa peregrinación anual como parte de su identidad. De hecho, el santuario del Cubilete, con su monumento a Cristo Rey erigido finalmente en 1944, se volvió un sitio emblemático para los grupos de ultraderecha católica del país, recordando la lucha iniciada en los años 30. En 2012, cuando el Papa Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) visitó Guanajuato, escogió precisamente el Cubilete como lugar de significado espiritual, consciente de la importancia que tiene para los católicos mexicanos y en particular para corrientes como el sinarquismo.

 

Estas ruinas que ves, solo el recuerdo queda

 

Al llegar a la tercera década del siglo XXI, lo que queda de la Unión Nacional Sinarquista son vestigios más históricos que operativos, pero significativos al fin. En Guanajuato, algunos de los antiguos bastiones sinarquistas mantienen atisbos de actividad social. Por ejemplo, en León y San Francisco del Rincón existen asociaciones civiles de inspiración sinarquista que colaboran con parroquias en labores de caridad y educación cívica. Su membresía suele estar compuesta por personas mayores, hijos e hijas de aquellos veteranos que marcharon con Abascal o militaron en el PDM, junto con algunos jóvenes interesados en la historia regional. Publican boletines ocasionales –ya no en papel, sino en blogs y redes sociales– donde analizan la actualidad con una óptica tradicionalista y nacionalista católica, muy en línea con la doctrina sinarquista original.

 

La memoria histórica se ha convertido en eje de su actividad. Cada aniversario relevante es oportunidad para reunirse y narrar las gestas pasadas: la fundación en 1937, la masacre de Celaya de 1939, la concentración de Morelia de 1941, la matanza de León de 1946, la protesta fiscal del 64. Estas efemérides se conmemoran con actos simbólicos y a veces conferencias académicas en las que participan historiadores interesados en la derecha mexicana. Universidades locales, como la de Guanajuato, han auspiciado tesis y coloquios sobre el sinarquismo, reconociendo su importancia en la historia social del estado. De esta manera, la UNS pervive también a través del estudio académico y la difusión cultural. Se han publicado libros, expuesto fotografías de sus mítines legendarios y entrevistado a sus últimos dirigentes para rescatar testimonios de aquella época intensa. Esta resignificación histórica ha arrojado una mirada más equilibrada sobre el movimiento: ya no se le ve solo como un intento fascistoide, sino también como la expresión de sectores agraviados que buscaron justicia bajo la guía de su fe.

 

A nivel organizativo, en años recientes los sinarquistas remanentes han preferido sumar sus fuerzas a iniciativas ciudadanas más amplias en vez de actuar aisladamente. Por ejemplo, han colaborado con frentes pro-vida, con movimientos por la libertad religiosa y con foros de la “familia natural”, causas acordes a su ideario. También han tendido puentes con la Guardia Nacional Cristera y otras asociaciones de ex combatientes cristeros y sus descendientes, uniendo memorias de luchas afines. En Guanajuato, no es extraño que en ciertas manifestaciones católicas (como rosarios públicos o peregrinaciones locales) ondee discretamente alguna bandera sinarquista verde y blanca, portadas por delegaciones provenientes de comunidades rurales donde aquel espíritu combativo se heredó generacionalmente.

 

Tecnológicamente, se han apropiado de las herramientas modernas: mantienen una “Revista Sinarquía” digital y páginas web (por ejemplo, Movimiento Nacional Sinarquista en formato blog) que sirven de plataforma para comunicar su postura sobre acontecimientos contemporáneos, siempre hilándolos con su doctrina. Aunque estos espacios tienen audiencia reducida, evidencian que la UNS no ha desaparecido del todo: su llama ideológica titila pero sigue encendida. Incluso en 2020, durante la pandemia de COVID-19, la dirigencia sinarquista (meramente honoraria) emitió comunicados instando a la solidaridad comunitaria, la oración y criticando las medidas gubernamentales que consideraban contrarias a la libertad de culto. Tales pronunciamientos, si bien marginales en impacto, muestran la voluntad del movimiento de seguir vigente en las conversaciones públicas.

 

Finalmente

 

Desde la fundación conspirativa en una casona de León en 1937 hasta los retazos asociativos de 2025, la historia de la Unión Nacional Sinarquista en Guanajuato se dibuja como una epopeya sociopolítica singular. Pocas veces una entidad subnacional ha visto surgir en su seno un movimiento capaz de retar al Estado en tantos frentes: religioso, cultural, electoral y cívico. El sinarquismo guanajuatense fue primero cruzada mística, luego resistencia civil, después fuerza electoral y finalmente memoria y legado. Sus líderes –de Urquiza y Abascal a González Gollaz y Saavedra– encarnaron las tensiones de un México dividido entre la tradición y la modernidad. Sus miembros, campesinos humildes unos, profesionistas y estudiantes otros, encontraron en la UNS un cauce para sus anhelos de justicia bajo la guía de la fe.

 

El movimiento atravesó momentos de gloria y de tragedia en suelo guanajuatense. Vivió la exaltación de ver plazas repletas clamando ¡Cristo Rey! en los años 40, y también el dolor de recoger cuerpos tras las balaceras de Celaya y León. Conoció la victoria política en las urnas, cuando arrancó al régimen el control de municipios clave, y asimismo el sabor amargo de la proscripción y el olvido. Pero si algo ha caracterizado al sinarquismo es su resiliencia camaleónica: supo renacer de sus derrotas transformado, ya sea como partido político (PDM) en la reforma del 77, o como sociedad civil contestataria en los 60, o como aliado silencioso del panismo triunfante en los 90. Cada metamorfosis conservó el núcleo duro de sus ideales –la defensa de la identidad católica mexicana y el rechazo al “estatismo ateo”– adaptándolo a las circunstancias de cada época.

 

En el contexto local de Guanajuato, la huella sinarquista se percibe en múltiples planos. En lo político, abonó al pluralismo opositor mucho antes de la alternancia: la UNS y luego el PDM actuaron como dique de contención al monopolio priísta en varias regiones del estado, contribuyendo a la eventual democratización. En lo social, fomentó la organización comunitaria y el empoderamiento campesino en torno a valores compartidos, cimentando un tejido asociativo que perdura en cooperativas, uniones de usuarios y grupos de laicos comprometidos. En lo cultural, reinstaló en el imaginario colectivo la figura del cristero militante como héroe local, resignificando la historia regional al punto de convertir al Cerro del Cubilete –dinamitado en 1928– en un santuario resplandeciente y concurrido desde 1944. Guanajuato es hoy inseparable de ese monumento a Cristo Rey que corona sus montañas, recordatorio silencioso de la lucha por la fe que libraron sus habitantes.

 

La travesía sinarquista también deja lecciones a la posteridad. Enseña cómo un movimiento nacido al calor de la injusticia percibida puede crecer si conecta con la identidad profunda de un pueblo: en el Bajío, el sinarquismo fue exitoso porque se embebió de la religiosidad popular y del agravio histórico de los cristeros. Muestra asimismo los peligros de la intolerancia política: la violencia con que fue reprimido en ciertos episodios refleja un periodo oscuro de cerrazón gubernamental. Pero a la vez evidencia las posibilidades de evolución: de apostar por la vía armada (opción descartada tras la Cristiada) se inclinó por la movilización pacífica; luego, de rechazar toda “politiquería” pasó a competir en elecciones; y de ensimismarse en dogmas, aprendió a negociar y a insertarse en la pluralidad democrática. Es la historia de un radicalismo que con el tiempo buscó moderarse sin perder su esencia, con éxitos y fracasos en el camino.

 

Al día de hoy, la UNS sobrevive modestamente como centinela de una tradición. Sus últimos militantes, desperdigados, quizá no logren reconstruir aquella poderosa organización de antaño. Sin embargo, el relato sinarquista forma parte indeleble de la historia de Guanajuato. En las calles de León y Celaya todavía hay quienes recuerdan, por historias de sus abuelos, las marchas, los choques, las tertulias conspirativas. La Unión Nacional Sinarquista, con sus luces y sombras, dejó una impronta en el alma colectiva del estado: la idea de que la fe y la identidad pueden ser motor de transformación social. Esa es su victoria póstuma. Aunque sus “últimos vestigios” se reduzcan a pequeñas asociaciones y recuerdos venerados, el sinarquismo guanajuatense ya se inscribió en la crónica de la región como un movimiento legendario, uno que se atrevió a soñar con un México diferente y movilizó a todo un pueblo en pos de ese sueño. Y mientras en alguna casa de Guanajuato ondee al viento una bandera verde y blanca con el emblema del Sinarquismo, su historia –narrada aquí a manera de crónica viva– seguirá encontrando eco en las nuevas generaciones.

 

 

(By operación W).

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/… PRI: Crónica del Fin

Cuando el partido que se confundió con la patria enfrenta el espejo de su ruina

 

 

 

Cómo comienza el relato

La serie arranca como juicio y como despedida.

Imágenes de mítines desbordados, aplausos ensayados y presidentes que parecían intocables aparecen con un tono distinto: ya no son propaganda, ahora son pruebas.

Desde la primera escena queda claro que esto no es homenaje, sino autopsia.

Denise Maerker guía con sobriedad, cediendo la palabra a quienes construyeron y destruyeron al PRI.

El espectador no entra a ver televisión: entra a un mausoleo.

Allí resuenan discursos interminables y gestos solemnes que antecedieron a la caída.

Lo que fue poder hoy se cuenta como recuerdo amargo.

 

Las voces que marcan la memoria

Los expresidentes aparecen como fantasmas de su propia historia.

Unos intentan justificar, otros maquillan culpas y algunos aceptan la derrota con resignación.

Cada palabra suya funciona como espejo cruel.

Quien militó en el PRI no ve un documental, sino un álbum familiar transformado en expediente judicial.

Las imágenes de archivo acusan más que adornan.

Lo que ayer fue propaganda hoy es prueba de cargo.

El PRI ya no habla: es hablado por su propio pasado.

 

Operadores y guardianes del sistema

Los operadores disciplinados y los guardianes del corporativismo se sientan frente a la cámara.

Su nostalgia revela tanto como sus palabras: que el engranaje se corroyó desde dentro.

Los viejos dirigentes muestran la fatiga del poder perdido.

Lo que fue orgullo de control hoy se escucha como relato de desgaste.

Los estrategas tecnócratas evocan modernidad desconectada de la realidad.

El documental los deja hablar, y sus palabras se vuelven sentencia.

El PRI no fue derribado desde afuera: se desplomó por dentro.

 

Disidentes y opositores

Las voces de quienes rompieron con el partido aportan crudeza.

No narran con nostalgia, sino con lucidez: la caída no fue accidente, fue consecuencia.

Los opositores recuerdan que la alternancia nació de las fracturas internas.

Sus palabras exponen que el derrumbe se incubó en el seno del propio sistema.

Los disidentes narran la ruptura como acto de dignidad.

Son memoria viva de que el poder no es eterno.

El documental muestra que el PRI perdió primero a los suyos antes de perder al país.

 

Voces presentes solo en archivo

Algunas figuras no concedieron entrevista, pero su presencia es inevitable en los archivos.

Discursos pasados, imágenes de crisis y transiciones aparecen una y otra vez.

La ausencia de entrevistas se convierte en testimonio en sí misma.

Los silencios pesan tanto como las palabras pronunciadas.

Los archivos de los noventa muestran un poder fatigado.

Lo que antes fue propaganda hoy revela fragilidad.

El documental convierte los silencios en confesiones involuntarias.

 

La enseñanza del derrumbe

El PRI fue patria, gobierno, mito y disciplina. Hoy es serie.

Lo que parecía eterno cabe en cinco capítulos que muestran grietas y soberbia.

La lección es brutal: ningún poder sobrevive sin pueblo.

El partido no cayó por un enemigo: se desplomó por dentro.

La 'Crónica del Fin' es más que historia del PRI.

Es advertencia para quienes aún creen que la eternidad se compra con poder.

Lo que se creyó inmortal se volvió juicio histórico.

 

El juicio sobre los últimos rostros

La serie desemboca en dos nombres: Alejandro 'Alito' Moreno y Enrique Peña Nieto.

El primero aparece como caricatura de liderazgo, incapaz de convencer incluso a los suyos.

Alito simboliza la ruina: más lastre que esperanza.

Lo que alguna vez fue disciplina hoy es simulacro vacío.

De Peña Nieto queda la herida más profunda.

Su triunfo de 2012 parecía resurrección, pero acabó siendo epitafio.

El documental lo exhibe como el rostro del exceso y del derrumbe.

Con Peña se cerró el ciclo; con Alito, se confirmó la irrelevancia.

 

(By operación W).

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“PORQUE ME QUITE DEL VICIO”

De: Carlos Rivas Larrauri

No es por hacerles desaigre…
Es que ya no soy del vicio…
Astedes me lo perdonen,
Pero es qui hace más de cinco
Años, que no tomo copas,
Anqui ande con los amigos…
¿Qué si no me cuadran?… ¡Harto!
Pa’ que he de hacerme el santito;
Si he sido rete borracho…
¡Como pocos lo haigan sido!
¡Pero ora ya no tomo,
manque me lleven los pingos!
Desde antes que me casara
Encomencé con el vicio,
Y, luego ya de casado
También le tupí macizo…
¡Pobrecita de mi vieja!
¡Siempre tan güena conmigo!
¡por más que l’hice sufrir
nunca me perdió el cariño! 
Era una santa la probe,
Y yo con ella un endino,
Nomás porque no sufriera
Llegué a quitarme del vicio,
Pero poco duró el gusto…
La de malas se nos vino
Y una noche de repente,
Quedó como un pajarito…
Dicen que jue el corazón…
Yo no sé lo que haiga sido;
Pero siento en la conciencia
Que jué mi vicio cochino!
El quiso que nos dejara
Sólitos a mí y a m’hijo,
Un chipayate güerfanito
A l’ edá en que más falta
La madre con su cariño. 
Me sentí desesperado
De verme sólo con m’hijo…
¡Pobrecita criatura!
¡Mal cuidado… mal vestido!
Siempre sólo… recordando
El ángel que bía perdido. 
Entonces pa’ no pensar
Golví a darle recio al vicio
Porque poniéndome chuco
Me jallaba más tranquilo
Y cuando ya staba briago
Y casi juera de juicio
Parece que mi dejunta
Taba allí conmigo. 
Al salir de mi trabajo,
M’ iba yo con los amigos
Y luego ya a medios chiles,
Marcaba ya harto refino
Y regresaba a mi casa
Onde mi aguardaba m’ hijo.
Y allí… ¡duro! Trago y trago
Hasta ponerme bien pítimo… 
¡Y aistaba la tarugada!
Ya indinantes les he dicho
Lueguito vía a mi vieja
Que llegaba a hablar conmigo
Y encomenzaba a decirme
Cosas de mucho cariño,
Y yo a contestar con ella,
Como si fuera dialtiro
Cierto lo que estaba viendo,
Y en tanto mientras que m’hijo
Si abrazaba a mí asustado
Diciéndome el probe niño: 
“Onde está mi mamacita…
dime onde esta papacito…
¿Es verdá que ti esta hablando?
¿Cómo yo no la diviso?
“Pos qué no la ve tarugo…
“Vaya que li haga cariños!
¡Y el pobrecito lloraba
y pelaba sus ojitos
buscando ritiasustado
a aquélla a quien tanto quiso! 
Una nochi al regresar
D’ estarle dando al oficio,
Llego y al abrir la puerta,
¡Ay, Jesús, lo que diviso!
Hecho bola sobre el suelo
Taba tirado mi niño
Risa y risa como un loco,
Y pegando chicos gritos… 
“¿Qué te pasa?… ¿Qué te sucede?…
¿Ti has güelto loco dialtiro?…”
pero entonces, en la mesa
vide el frasco del refino
que yo bía dejado lleno,
enteramente vacío… 
luego luego me di cuenta
y me puse retemuino.
“¿Qui has hecho, izcuincle malvado?
¡Ya bebites el refino!…
¡pa’ qui aprendas a ser güeno
voy a romperte el hocico!…” 
y luego con harto susto
que l’hice golver al juicio,
y con una voz de angustia
que no he di olvidar me dijo: 
“¡No me pegues, no me pegues,
no soy malo papacito,
jué por ver a mi mamita
como cuando habla contigo…
¡Jué pa´que ella me besara
y m´hiciera hartos cariños! 
desde entonces ya no tomo,
onqui ande con los amigos.
No es por hacerles desaigre,
Pero ya no soy del vicio…
Y cuando quero relajarme
Porque sento el gusanito
De tomarme alguna copa,
Nomás mi acuerdo de m’hijo
Y entonces ya no tomo
¡anque me lleven los pingos!…

Si quieres escucharlo en la voz de:Arturo Dominguez “El Feo”

Sobre el poema:

Porque me quité del vicio

Un testimonio en verso que desnuda el alma y muestra la victoria del espíritu sobre la esclavitud de los hábitos

 

 

La voz que confiesa

Este poema no es ornamento: es confesión desnuda.

El yo poético se presenta con sinceridad total, como quien comparte su historia en voz alta para liberar su alma.

La sencillez del lenguaje es su fuerza.

Cada verso parece haber sido vivido, y esa autenticidad hace que el lector confíe en la voz poética.

El poema se convierte en testimonio, no en artificio.

Es un espejo en el que cualquiera que haya luchado contra un vicio puede reconocerse.

Al leerlo, el lector escucha una voz cercana, como la de un hermano o un amigo.

 

El vicio como cadena

El vicio se presenta como símbolo de esclavitud.

No se trata solo de una adicción concreta, sino de toda práctica que consume tiempo, salud y dignidad.

Cada verso denuncia el peso destructivo del vicio.

El hablante no se esconde: lo nombra de frente, lo reconoce como verdugo silencioso.

El poema actúa como catarsis: al nombrar el mal, comienza a vencerlo.

Esa valentía convierte la confesión en acto liberador.

La cadena del vicio se rompe con la palabra y con la decisión.

 

La fuerza de la renuncia

La repetición 'me quité del vicio' funciona como martillo y victoria.

Cada reiteración refuerza la decisión del hablante, convirtiéndola en bandera.

La renuncia no aparece como obligación externa, sino como acto de libertad.

El sujeto poético no fue forzado: eligió conscientemente.

Abandonar el vicio se presenta como acto heroico.

La lucha interior adquiere la magnitud de una batalla ganada.

La renuncia trae alivio: no pesa, libera.

 

El después como claridad

El poema muestra el contraste entre la oscuridad del vicio y la claridad del después.

El hablante habla desde la orilla superada, con la serenidad de quien ya cruzó el río.

Hay esperanza después de la renuncia.

El testimonio demuestra que la vida puede continuar con más calma y dignidad.

La poesía no es lamento, es victoria.

El relato se convierte en inspiración para otros.

El mensaje es universal: cualquiera puede cambiar.

 

Resonancia social y espiritual

El poema habla desde lo individual, pero resuena en lo colectivo.

Podría recitarse en una reunión de amigos, en una asamblea comunitaria o en un grupo de ayuda.

La poesía aquí es herramienta de sanación.

No busca belleza estética, sino tocar corazones y abrir caminos.

El poema es alimento para el alma porque su fuerza no está en lo literario, sino en lo humano.

Es consejo y espejo a la vez.

Su valor espiritual es enseñar que siempre hay redención posible.

 

La lección para el lector

El poema no solo se lee: se escucha como consejo.

Cada verso es una invitación a reflexionar sobre los propios excesos.

Nos recuerda que todos tenemos cadenas que podemos romper.

Algunas visibles, otras íntimas, pero todas susceptibles de cambio.

El poema enseña que la libertad interior se conquista.

La esperanza está en decidirse y caminar distinto.

Por eso conmueve: más que literatura, es llave de transformación.

 

 

Sobre el autor:

 

Carlos Rivas Larrauri

Poeta del arrabal y de la confesión: una voz sencilla que convirtió la experiencia popular en testimonio lírico

 

Orígenes y primeros pasos

Carlos Rivas Larrauri nació en la Ciudad de México en 1900.

Desde su niñez, mostró interés por las expresiones populares y el lenguaje coloquial que circulaba en calles y barrios.

No provenía de un ambiente literario académico.

Su formación estuvo marcada más por la oralidad y el contacto con la vida cotidiana que por los estudios formales.

Desde joven empezó a escribir versos inspirados en su entorno.

La voz del arrabal se convirtió en su fuente de inspiración.

Murió en 1944, dejando una obra breve pero significativa.

 

Formación e influencias

Su aprendizaje literario fue empírico y cercano a la vida popular.

No se educó en academias, sino en la observación de su entorno urbano.

La tradición popular mexicana marcó su estilo.

Las voces de barrios y cantinas resonaron en su poesía.

Fue influido por la poesía confesional y por el verso directo.

Optó por un lenguaje claro, sin rebuscamientos.

Cada poema fue testimonio antes que artificio.

 

Obra poética

Su libro más conocido es 'Del arrabal'.

En él reunió poemas que retratan la vida sencilla, el dolor, la redención y las emociones del pueblo.

Publicó también títulos como 'Rimas del pueblo' y 'Diez romances y otros poemas'.

Todas sus obras mantienen la esencia del lenguaje popular.

El tema del vicio y su abandono es recurrente.

Lo utiliza como símbolo de lucha interior y liberación.

Su obra se distingue por la sencillez y la cercanía con el lector común.

 

Estilo y legado

El estilo de Rivas Larrauri se caracteriza por el tono confesional y la sencillez.

Escribía con frases cortas, repetitivas y contundentes, para dejar huella en la memoria.

Fue un poeta del pueblo y para el pueblo.

No buscó reconocimiento académico, sino resonancia en la vida diaria.

Su poesía se convirtió en espejo de redención.

Muchos lectores encontraron en sus versos un testimonio similar al suyo.

Su legado es mostrar que la poesía también se construye desde lo popular y lo cotidiano.

 

Recepción y vigencia

No fue un autor de grandes premios ni academias.

Su reconocimiento vino del lector común, que se identificaba con sus poemas.

Su poesía ha sobrevivido gracias a la transmisión oral y comunitaria.

Muchos de sus textos aún circulan en reuniones y lecturas populares.

La vigencia de su obra está en su sencillez y universalidad.

Habla de vicios, redención, pérdidas y esperanzas, temas siempre actuales.

Su figura permanece como símbolo de poesía popular mexicana.

(ByNotas de Libertad).

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/… Siete voces del norte y el noroeste

Un viaje por Ocampo, Doctor Mora, Atarjea, Xichú, Santa Catarina, Tierra Blanca y Victoria: pueblos que guardan el alma de Guanajuato

 

El mapa secreto del norte

El norte y noroeste de Guanajuato no son simples puntos cardinales: son territorios vivos.

Allí se encuentran siete municipios que custodian la memoria de la sierra y del altiplano.

Ocampo es la puerta norte; Doctor Mora, la entrada a la Sierra Gorda.

Más allá, Atarjea, Xichú, Santa Catarina, Tierra Blanca y Victoria se levantan como custodios serranos.

Cada uno tiene un rostro distinto, pero todos comparten raíz.

Son guardianes de templos, tradiciones, paisajes y memorias que se narran mejor con la voz de su gente.

Recorrerlos no es turismo: es regresar a lo esencial.

 

Puertas y caminos

Ocampo es la puerta norte del estado, guardián del altiplano y del legado de El Cóporo.

Doctor Mora es la puerta de entrada a la Sierra Gorda: municipio joven, pero con el legado liberal de su nombre y la hospitalidad sincera de su pueblo.

Atarjea, Xichú, Santa Catarina, Tierra Blanca y Victoria son las sendas serranas.

Aprendieron a vivir entre montañas y a convertir la fe en brújula y la música en identidad.

Siete municipios que no son paso: son destino.

El lector que los descubre entiende que en cada uno palpita un corazón distinto de Guanajuato.

Las puertas del norte guanajuatense no se cruzan: se viven.

 

Paisajes que forman carácter

La Sierra Gorda enseña paciencia: barrancas hondas, cañadas infinitas, montañas que piden respeto.

El altiplano del noroeste abre horizontes amplios y cielos limpios.

Cada municipio tiene su paisaje emblemático.

Los cielos de Ocampo, las cañadas de Tierra Blanca, los cerros de Victoria son parte de su herencia.

La geografía es maestra en todos los casos.

Cada sendero, cada río y cada planicie han forjado el temple de sus habitantes.

El paisaje no es fondo: es protagonista de cada historia.

 

Comunidades y migración

Estos pueblos son pequeños en número, grandes en comunidad.

Santa Catarina apenas rebasa los cinco mil habitantes; Victoria sobrepasa los veinte mil.

La migración partió su historia, pero no su raíz.

Quienes emigraron regresan en fiestas patronales y reencuentran su identidad.

Cada regreso convierte las plazas en escenarios de memoria.

Música, rezos y danzas reafirman la pertenencia en cada celebración.

Migrar aquí no es despedirse: es prometer un regreso.

 

Fe, cultura y esperanza

Cada cabecera tiene una parroquia que es brújula de su pueblo.

San Juan Bautista en Victoria, Santa Catarina Virgen y Mártir, el Sagrado Corazón en Doctor Mora.

Las capillas rurales son faros en medio de la montaña o del altiplano.

Sencillas, pero vitales, sostienen la fe popular.

La cultura no está en vitrinas, sino en la voz de los mayores.

Huapangos, relatos, danzas y tradiciones campesinas forman su patrimonio vivo.

Fe y cultura son inseparables: se celebran en comunidad.

 

 

(By Notas de Libertad).

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Los ecos del calendario

Cada fecha es un espejo donde la memoria vuelve para recordarnos quiénes fuimos y quiénes aún podemos ser

 

El tiempo que no se apaga

El calendario no es una lista muerta de números. Es una hoguera encendida donde las llamas del pasado siguen ardiendo. Al recorrer cada día encontramos huellas de lucha, decretos que liberaron pueblos, nacimientos que abrieron rutas, y muertes que sembraron símbolos.

Cada fecha guarda una chispa de memoria que se resiste a apagarse.

El tiempo no se deja encerrar en páginas: regresa, golpea, ilumina. Y cuando escuchamos esos ecos, descubrimos que la historia sigue respirando en cada jornada.

 

Entre la gloria y la herida

Hay días que nos llenan de orgullo: victorias conquistadas, derechos reconocidos, voces que alzaron su palabra frente al silencio. Otros, en cambio, nos devuelven la herida: tragedias, persecuciones, derrotas que marcan la fragilidad humana.

El calendario no distingue entre gloria y dolor: lo conserva todo.

En esos contrastes aprendemos que la memoria no es un lujo, sino un deber. Recordar es aceptar que somos fruto de luces y sombras.

 

Santos, efemérides y conmemoraciones

Los santos nos recuerdan que la fe y la entrega también han marcado el rumbo de los pueblos. Las efemérides nos devuelven batallas, decretos y fundaciones. Las conmemoraciones internacionales nos enlazan con causas universales que traspasan fronteras.

El calendario es un coro de voces: lo íntimo, lo nacional y lo universal se entrecruzan en él.

Cada sección de “Del cielo a la historia, Los ecos del calendario” es un viaje: del cielo a la historia, del altar al parlamento, de lo local a lo global.

 

El eco que nos interpela hoy

Abrir estas páginas es escuchar que no estamos solos. Cada fecha nos exige algo: mantener viva la esperanza, evitar repetir errores, sostener conquistas.

El pasado no muere: se disfraza de presente para hablarnos en el lenguaje de las fechas.

Los ecos del calendario son la prueba de que la memoria es brújula, advertencia y promesa. Y que al mirar hacia atrás descubrimos, más que un archivo, un porvenir en construcción.

Domingo 5 de octubre   al sábado 11 de octubre.

 

 

Santoral.

 

Domingo 5 de octubre

 

San Plácido y compañeros mártires

Monje benedictino del siglo VI, recordado por su obediencia absoluta a san Benito. Su ejemplo muestra que la disciplina interior puede sostener la vida espiritual frente a las tentaciones.

San Mauro

Discípulo de Benito de Nursia, fue un puente entre la vida contemplativa y la misión evangelizadora. Su figura encarna el ideal del monje que combina oración con acción caritativa.

San Apolinar de Valence

Obispo del siglo VI en la Galia, se destacó por su cuidado pastoral y la firmeza con que defendió a su pueblo en tiempos de invasiones. Su memoria evoca al pastor que no abandona el rebaño.

San Atilano de Zamora

Primer obispo de Zamora, dedicó su vida a organizar la diócesis y a fortalecer la fe en comunidades recién formadas. Es un ejemplo de cómo el servicio deja huellas duraderas en la historia.

San Trifón de Constantinopla

Jardinero humilde que, por su bondad, fue protector de campesinos y trabajadores de la tierra. Su devoción nos recuerda que la santidad florece también en lo sencillo.

 

Lunes 6 de octubre

San Bruno, fundador de la Cartuja

Figura central de la espiritualidad medieval. Fundó la Orden Cartuja, marcada por el silencio y la contemplación. Su legado enseña que la soledad puede ser espacio de comunión profunda.

San Magno de Fussen

Misionero del siglo VIII en Baviera, donde convirtió pueblos enteros. Se le recuerda por su audacia y su capacidad de sembrar fe en regiones difíciles.

San Isidoro de Sevilla (traslación de reliquias)

Padre de la Iglesia hispana, puente entre el mundo clásico y la Edad Media. En esta fecha se recuerda la traslación de sus reliquias.

San Artaldo de Belley

Obispo cisterciense del siglo XII, conocido por su austeridad y firmeza moral. Su vida demuestra que la autoridad eclesial puede ejercerse desde la humildad.

San Alonso de Orozco

Fraile agustino español del siglo XVI, llamado “el apóstol de Madrid” por su cercanía al pueblo. Su sencillez lo convirtió en maestro de oración cotidiana.

 

Martes 7 de octubre

Nuestra Señora del Rosario

Advocación mariana que subraya la fuerza de la plegaria sencilla repetida con fe. Recuerda la victoria de Lepanto (1571) y el poder del rosario.

San Justina de Padua

Virgen y mártir de los primeros siglos, modelo de valentía femenina en la defensa de la fe. Su figura inspira a quienes sostienen convicciones en ambientes adversos.

San Marcos Papa

Pontífice del siglo IV, breve en su pontificado pero recordado por consolidar la liturgia romana. Enseña que incluso en poco tiempo se puede dejar huella.

San Sergio I Papa

Pontífice sirio del siglo VII, promotor de la liturgia mariana y de la unidad en la Iglesia. Fue testimonio de diálogo en medio de tensiones políticas.

San Enrique II de Baviera

Duque que antes de ser emperador se destacó por su piedad y justicia. Fue protector de monasterios y benefactor de la Iglesia.

 

Miércoles 8 de octubre

San Hugo de Génova

Religioso del siglo XIII, conocido por su servicio a los pobres y enfermos. Encarnó el ideal de caridad silenciosa que sostiene a las comunidades.

San Evodio de Rouen

Obispo galo del siglo VI, dedicado a fortalecer la fe en su diócesis en tiempos convulsos. Su ejemplo es el del pastor paciente.

San Félix de Como

Obispo italiano que defendió la ortodoxia y acompañó a su pueblo en medio de conflictos teológicos.

Santa Pelagia de Antioquía

Mártir que abandonó la vida mundana para entregarse a Cristo. Representa la fuerza de la conversión radical.

San Lorenzo Ruiz de Manila y compañeros

Mártires filipinos del siglo XVII, testimonio de la universalidad de la fe cristiana.

 

Jueves 9 de octubre

San Dionisio de París y compañeros

Primer obispo de París, martirizado en el siglo III. Su valentía lo convirtió en símbolo de la fe en la capital francesa.

San Juan Leonardi

Fundador de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios, dedicó su vida a la renovación espiritual y la formación de laicos.

San Luis Beltrán

Dominico valenciano del siglo XVI, misionero en América. Predicó con sencillez a los pueblos originarios.

San Abraham de Menfis

Monje egipcio que optó por la vida eremítica. Su testimonio recuerda la importancia de la soledad.

San Sabino de Brescia

Obispo del siglo IV, defensor de la fe frente al arrianismo. Fue pastor fiel en tiempos de división doctrinal.

 

Viernes 10 de octubre

San Francisco de Borja

Jesuita español, duque convertido en sacerdote. Abandonó la riqueza para consagrarse al servicio de la Iglesia.

San Paulino de York

Misionero en Inglaterra, uno de los grandes evangelizadores de las islas británicas. Su predicación arraigó la fe en el norte de Europa.

San Pinito de Creta

Obispo del siglo II, defensor de la ortodoxia frente a las herejías. Sus cartas pastorales son testimonio de firmeza doctrinal.

San Tomás de Hereford

Obispo inglés del siglo XIII, recordado por su caridad y la defensa de la justicia social.

San Gereón de Colonia

Soldado mártir que defendió su fe con valor. Su historia muestra que la fidelidad espiritual puede ser más fuerte que las armas.

 

Sábado 11 de octubre

San Alejandro Sauli

Obispo barnabita del siglo XVI, promotor de la educación y de la reforma eclesial.

San Felipe Diácono

Uno de los primeros siete diáconos elegidos por los apóstoles, evangelizador incansable en los primeros tiempos de la Iglesia.

San Germán de Auxerre

Obispo del siglo V, que combatió herejías con paciencia y predicación constante.

San Emiliano de Córdoba

Mártir hispano del siglo IX, testigo de la fe en tiempos de persecución musulmana.

San Nicasio de Reims

Obispo galo del siglo V, conocido por su caridad y por proteger a los más débiles en medio de invasiones.

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Música para recordar el ayer

Silvio Rodríguez

El trovador que convirtió la poesía en canción y la canción en conciencia latinoamericana

 

 

Infancia y raíces en San Antonio de los Baños

Silvio Rodríguez nació en 1946 en San Antonio de los Baños, un pequeño pueblo cubano rodeado de ríos y tradiciones campesinas. Su infancia transcurrió entre paisajes sencillos y el contacto temprano con la guitarra, instrumento que sería extensión de su voz. Desde niño mostró inclinación por la poesía, escribiendo versos que luego encontrarían melodía.

Desde pequeño comprendió que las palabras podían ser música y refugio al mismo tiempo.

La influencia de su madre, que cantaba y tocaba instrumentos de manera aficionada, lo acercó aún más a la música. A los pocos años ya improvisaba canciones en reuniones familiares, sorprendiendo a quienes lo escuchaban.

La familia fue su primera escuela artística, donde aprendió que cantar era también contar historias.

La educación en un entorno culturalmente activo le permitió acercarse a la literatura y al periodismo, herramientas que luego nutrirían la profundidad de sus letras.

La lectura temprana le enseñó que la canción podía tener la fuerza de un poema.

Su niñez dejó clara una vocación que con el tiempo se transformaría en misión de vida.

De aquel niño de San Antonio surgió el trovador que daría voz a una generación.

 

Juventud y primeras canciones

En su juventud, Silvio comenzó a trabajar en la televisión cubana como dibujante y asistente de producción. Ese ambiente creativo lo estimuló a escribir canciones, al principio tímidas, pero cargadas de imágenes poéticas. Sus primeras apariciones públicas como cantante fueron bien recibidas por un público que notaba algo distinto: una voz joven que se atrevía a unir metáfora y melodía.

Las primeras canciones mostraron que la poesía podía cantarse con sencillez y profundidad.

Sus inicios coincidieron con una época de cambios en Cuba, lo que le dio a sus canciones un trasfondo social inevitable. Cada composición reflejaba no solo sus emociones personales, sino también la esperanza colectiva de una nación en transformación.

Cada verso temprano fue espejo de un país que buscaba identidad en la música.

En esa etapa grabó temas que, aunque poco difundidos en su momento, fueron semilla de un estilo que crecería hasta convertirse en bandera cultural.

Su juventud fue taller donde palabra y música se fundieron para siempre.

Pronto quedó claro que no se trataba de un cantautor más: su propuesta artística traía una nueva sensibilidad.

Su nombre comenzaba a sonar como sinónimo de autenticidad.

 

La Nueva Trova y su militancia artística

A finales de los sesenta, junto a Pablo Milanés y Noel Nicola, Silvio Rodríguez dio origen a la Nueva Trova Cubana, un movimiento musical que combinaba compromiso social, renovación estética y búsqueda poética. Sus canciones eran manifiestos líricos que retrataban las aspiraciones de una generación.

La Nueva Trova fue un canto colectivo que unió música y conciencia.

Silvio aportó un estilo marcado por la metáfora, la introspección y la experimentación. Mientras otros apostaban por la consigna directa, él prefería el simbolismo, convirtiendo sus canciones en encrucijadas de interpretaciones.

Su estilo demostró que la metáfora podía ser también arma de resistencia.

Durante esos años compuso himnos como 'Ojalá' o 'Playa Girón', que se convirtieron en parte de la memoria cultural latinoamericana. Cada tema era testimonio de un artista que no separaba lo íntimo de lo social.

Cada concierto se transformaba en una celebración de identidad compartida.

La militancia de Silvio fue artística: su arma fue la guitarra, su trinchera la canción.

La Nueva Trova lo consolidó como portavoz de una generación de soñadores.

 

Canciones de amor y resistencia

Silvio Rodríguez no se limitó al canto político. Su repertorio está lleno de canciones de amor, pero siempre escritas con un estilo único: un amor que se expresa con símbolos, paradojas y metáforas. 'Ojalá' es quizá el ejemplo más conocido, aunque no el único. Sus baladas son complejas en su poesía y, al mismo tiempo, cercanas en su emoción.

El amor en sus canciones fue tan revolucionario como sus consignas.

La resistencia también está presente en piezas donde se entrecruzan lo íntimo y lo social. Sus letras hablan de fidelidad, de esperanza y de contradicciones humanas, convirtiéndose en himnos de quienes buscaban refugio en la poesía.

Cada canción fue resistencia lírica frente a la adversidad.

El amor, para Silvio, no era solo relación personal, sino un acto de comunión universal. Así, sus canciones acompañaron luchas sociales y también momentos íntimos de millones de personas.

Cada verso amoroso fue también acto de compromiso humano.

Sus baladas probaron que ternura y rebeldía podían convivir en la misma melodía.

El repertorio de Silvio unió corazones y conciencias en un mismo canto.

 

Una obra musical vasta y variada

La obra de Silvio Rodríguez abarca más de veinte discos y centenares de canciones. Su capacidad de experimentación lo llevó a transitar entre la trova, el son, la música sinfónica y arreglos modernos. En cada etapa exploró nuevos territorios sonoros sin abandonar su esencia poética.

Cada disco suyo fue un capítulo distinto en la historia de la canción cubana.

Entre sus álbumes más destacados están 'Días y flores', 'Al final de este viaje', 'Unicornio' y 'Causas y azares'. En cada uno dejó una huella distinta, mostrando madurez artística y profundidad lírica.

Cada álbum fue testimonio de un tiempo y una sensibilidad únicos.

Sus colaboraciones con artistas de todo el mundo confirmaron su proyección internacional. Compartió escenarios con Mercedes Sosa, Joan Manuel Serrat, Luis Eduardo Aute y muchos otros.

Cada colaboración fue un puente cultural y emocional.

La amplitud de su discografía lo convirtió en referente obligado para cantautores en lengua española.

Su obra es patrimonio musical de la cultura iberoamericana.

 

Últimos años y legado

En sus últimas décadas, Silvio siguió grabando y ofreciendo conciertos, aunque con menor frecuencia. Su figura, sin embargo, ya era legendaria: símbolo de coherencia artística y de fidelidad a una visión poética del mundo. Su música continuó atrayendo a nuevas generaciones.

Su legado es una certeza: la canción puede ser conciencia y ternura al mismo tiempo.

Hasta hoy, sus letras siguen siendo estudiadas como poemas y cantadas como himnos. Su influencia en la música de autor latinoamericana es incuestionable.

La canción de Silvio es herencia viva que atraviesa generaciones.

El trovador de San Antonio de los Baños se convirtió en voz universal, capaz de dialogar con jóvenes y adultos por igual.

Cada concierto suyo se volvió ceremonia de memoria y esperanza.

Silvio Rodríguez dejó claro que la verdadera revolución está en la sensibilidad y en la poesía.

Su nombre permanece como uno de los pilares de la canción de autor en el mundo.

(By Notas de Libertad).

Unicornio Azul.

La Era Esta Pariendo Un Corazón.

Ojalá.

Pablo Milanés

La voz que hizo del amor, la esperanza y la memoria un canto eterno

 

 

Infancia y raíces cubanas

Pablo Milanés nació en Bayamo en 1943, en una Cuba marcada por la tradición musical. Desde niño escuchó boleros, sones y cantos campesinos que impregnaron su memoria. Ese ambiente musical cotidiano definió el camino que lo acompañaría toda su vida.

Desde pequeño comprendió que la música podía ser raíz y horizonte a la vez.

Con la mudanza a La Habana, descubrió un universo más amplio. La capital le ofreció formación académica y un entorno cultural vibrante, donde la trova y el filin se mezclaban con influencias internacionales. Allí moldeó su estilo inicial.

La Habana le enseñó que la música podía ser tradición y modernidad al mismo tiempo.

Su adolescencia estuvo marcada por concursos y presentaciones en los que su voz profunda y cálida se imponía. A pesar de su timidez, cada interpretación revelaba un talento especial para transmitir emociones.

Cada presentación juvenil fue confirmación de un destino artístico inevitable.

En esa etapa descubrió que su voz era distinta: no solo cantaba notas, narraba emociones. Esa cualidad lo convertiría en uno de los cantautores más influyentes de habla hispana.

De Bayamo a La Habana, Pablo fue tejiendo las raíces de un trovador universal.

 

La trova y los primeros escenarios

Durante los años cincuenta y sesenta, Milanés se adentró en la trova tradicional cubana. Admiraba a los viejos trovadores, pero no se conformaba con imitar: quería renovar el género. Su voz y sus primeras composiciones mostraban un equilibrio entre lo popular y lo culto.

La trova fue su primera escuela sentimental y su taller de identidad.

En pequeños cafés de La Habana, Pablo se consolidó como intérprete sensible. Su voz no solo entonaba melodías, transmitía poesía. El público lo reconocía por la autenticidad que impregnaba en cada canción.

Cada escenario modesto fue semillero de una leyenda musical.

Paralelamente, empezó a grabar sus primeras canciones en programas de radio y televisión, lo que le abrió puertas a públicos más amplios.

Sus primeras grabaciones mostraron una sensibilidad que pronto trascendió fronteras.

La trova fue el puente entre sus raíces y la necesidad de innovar. En ella encontró el lenguaje que lo conectaba con lo más íntimo del alma cubana.

En esa etapa consolidó el sello que lo acompañaría siempre: la unión entre poesía y música.

 

El nacimiento de la Nueva Trova

Tras la Revolución de 1959, un grupo de jóvenes músicos comenzó a cantar con una nueva mirada: compromiso social, poética renovada y frescura musical. Así nació la Nueva Trova. Pablo Milanés fue pieza clave de este movimiento junto a Silvio Rodríguez y Noel Nicola.

La Nueva Trova fue canto de juventud y manifiesto de época.

La voz de Pablo, más lírica y melódica, aportó ternura y emoción a un movimiento cargado de utopías. Sus canciones hablaban tanto de amor como de justicia, haciendo que su repertorio llegara a públicos diversos.

Su canto unió amor y compromiso en la misma estrofa.

En canciones como 'Yo pisaré las calles nuevamente', Pablo cantó a la esperanza y a la solidaridad latinoamericana, consolidando su prestigio como trovador de dimensiones universales.

Cada concierto fue también una declaración de principios.

En la Nueva Trova encontró el espacio para reafirmar que la música podía ser herramienta de transformación y al mismo tiempo refugio emocional.

Su voz quedó asociada para siempre a una generación que soñó con cambiar el mundo.

 

El amor como bandera

Aunque fue emblema de la canción social, Pablo Milanés se consagró sobre todo como cantor del amor. Su balada 'Yolanda' se convirtió en himno universal, símbolo de una sensibilidad única para hablar de los afectos.

El amor fue su revolución más permanente y universal.

En sus canciones amorosas no había adornos superficiales: eran confesiones sinceras. Había ternura, melancolía y pasión, siempre narradas con poesía accesible.

Cada verso amoroso era un acto de verdad y desarme.

El público encontró en su música un lenguaje para expresar emociones profundas. Sus baladas acompañaron bodas, despedidas y reconciliaciones en toda Iberoamérica.

Sus canciones transformaron la intimidad en patrimonio colectivo.

En su obra, el amor no fue evasión, sino fuerza vital que convivió con la esperanza política y la búsqueda estética.

En cada nota dejó claro que amar también era un acto de resistencia.

 

Una obra musical vasta y diversa

La discografía de Pablo Milanés es una de las más amplias y diversas de la música en español. Grabó más de 40 discos, en los que abordó géneros tan variados como la trova, el bolero, el jazz y la música afrocaribeña. Su versatilidad lo hizo único.

Cada disco fue un capítulo distinto de su inagotable creatividad.

En la serie 'Filin' rindió homenaje al bolero cubano, mostrando su capacidad para reinventar un género clásico. En 'Versos Sencillos' musicalizó a José Martí, uniendo la poesía patriótica con la canción popular.

La fusión entre poesía y música fue su sello inconfundible.

También colaboró con figuras internacionales como Mercedes Sosa, Serrat, Ana Belén y Víctor Manuel, con quienes grabó álbumes memorables que ampliaron su impacto global.

Cada colaboración fue un puente tendido entre culturas y generaciones.

Discos como 'Yo me quedo' o 'Querido Pablo' confirmaron su madurez artística y su capacidad de reinventarse sin perder autenticidad.

Su obra es un testimonio vivo de la riqueza musical de Cuba y de América Latina.

 

Últimos años y legado

En sus últimos años, Pablo enfrentó problemas de salud, pero nunca abandonó los escenarios. Sus conciertos seguían congregando multitudes que coreaban sus canciones con emoción intacta.

La música fue su fidelidad más constante y duradera.

Falleció en 2022, dejando un vacío inmenso en la música iberoamericana. Sin embargo, su legado permanece vivo en su vasta discografía y en la influencia que ejerció sobre nuevas generaciones de músicos.

La muerte no apagó su voz: la multiplicó en la memoria colectiva.

Hoy se lo recuerda como un clásico de la canción de autor, un trovador que convirtió la ternura en bandera y el amor en consigna universal.

Su legado artístico trasciende el tiempo y las fronteras.

Las nuevas generaciones lo descubren en discos, grabaciones y homenajes, manteniendo viva la llama de su sensibilidad artística.

Pablo Milanés nos enseñó que cantar es otra manera de amar y de resistir.

(By Notas de Libertad).

Yolanda.

El Breve Espacio.

Para Vivir.

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“Santa Evita”

De: De: Tomás Eloy Martínez

Resumen:  

Santa Evita

El mito de un cadáver que gobernó la memoria de Argentina

 

El cadáver como inicio del mito

La muerte de Eva Duarte de Perón en 1952 no significó el final de su historia, sino el comienzo de una leyenda oscura y fascinante. Su cuerpo fue embalsamado con una técnica minuciosa que le otorgó una apariencia de quietud serena, casi viva. Ese logro científico transformó el cadáver en objeto político, fuente de devoción y al mismo tiempo de temor para los militares que no sabían cómo manejarlo.

El cuerpo de Evita inauguró un capítulo donde la muerte no trajo reposo, sino poder.

Trasladado en secreto, oculto en depósitos y finalmente enterrado bajo nombre falso en Europa, el cadáver se convirtió en protagonista de un relato clandestino. Cada intento por desaparecerlo solo fortalecía su leyenda.

Cada movimiento del cadáver era también una señal de que el mito estaba vivo.

La novela abre con esta paradoja: un cuerpo inmóvil que desencadenaba movimientos políticos, emocionales y sociales imposibles de detener.

El cadáver se convirtió en espejo de un país dividido, incapaz de reconciliar sus heridas.

Martínez nos recuerda que la historia argentina encontró en ese cuerpo errante un símbolo eterno.

 

La Eva de carne y hueso

Antes de ser mito, Evita fue mujer. Nació ilegítima, creció en la pobreza y construyó su camino como actriz de radioteatro. Al conocer a Juan Domingo Perón, halló no solo un esposo sino un proyecto político que la llevó al corazón de la nación. Desde allí levantó la voz de los humildes, convirtiéndose en figura central del peronismo.

Evita se transformó en la voz de quienes nunca habían sido escuchados.

Impulsó leyes como el voto femenino, creó fundaciones, inauguró hospitales y entregó su energía a los descamisados. No se mostraba como dama distante: se acercaba, abrazaba, escuchaba. Eso la hizo santa laica para millones.

Su entrega a los pobres la convirtió en símbolo de redención social.

La enfermedad minó su cuerpo pero no su convicción. Sus discursos finales, cargados de dolor físico, se vivieron como liturgia política.

Cada palabra enferma era percibida como acto de sacrificio.

Murió a los 33 años, y esa edad temprana reforzó la imagen de mártir, amada y odiada con igual intensidad.

La novela recupera a esa Eva que vivió deprisa, construyendo en pocos años un legado inmenso.

 

El doctor Ara y la paradoja de su obra

El médico español Pedro Ara fue el encargado de embalsamar el cuerpo. Lo hizo con obsesión de artista y precisión de científico. Cada tejido fue tratado, cada órgano conservado. El resultado fue un cuerpo que parecía dormido, demasiado perfecto para desaparecer.

El cadáver fue un desafío para la ciencia y una carga para la política.

Lo que Ara concibió como obra maestra pronto se convirtió en problema nacional. Los militares no podían destruirlo ni exhibirlo, porque la perfección lo transformaba en presencia inquietante.

El logro técnico se convirtió en condena histórica.

Ara quedó atrapado entre la fascinación estética y el caos político. Lo que debía ser un triunfo científico lo encadenó a la tragedia de Argentina.

El embalsamador terminó siendo rehén de su propia obra.

La novela lo retrata como creador y víctima, consciente de haber dado forma a un mito que lo sobrepasó.

 

El poder y la dictadura frente a un cuerpo

Las dictaduras que siguieron al peronismo intentaron controlar el recuerdo de Evita. Su estrategia fue esconder el cuerpo, trasladarlo, incluso profanarlo. Pero en lugar de apagar su memoria, la encendieron más. Los militares descubrieron que un cadáver puede ser más subversivo que cualquier discurso.

El silencio oficial alimentó la devoción popular.

Los custodios encargados de vigilar el cuerpo quedaron marcados: obsesiones, pesadillas, vidas destruidas. La novela cuenta el caso de Moori Koenig, un oficial que terminó consumido por la paranoia.

El cadáver se volvió espejo de delirios y obsesiones.

Mientras tanto, el pueblo seguía rindiéndole culto en secreto: estampas, altares improvisados, plegarias clandestinas. La represión no pudo detener la fe.

Evita nunca dejó de gobernar la imaginación de los argentinos.

La novela convierte este pulso entre poder y mito en uno de sus ejes centrales.

 

Martínez como narrador: periodismo y ficción

Tomás Eloy Martínez no se limita a registrar hechos: mezcla documentos con testimonios y rumores, y se coloca a sí mismo como narrador que duda, indaga y confiesa. Esa estrategia convierte a la novela en un híbrido entre periodismo y ficción.

El límite entre verdad y ficción se borra para narrar lo indecible.

El autor admite vacíos y contradicciones, mostrando que el mito no se puede contar con un solo relato lineal.

El mito se alimenta de voces múltiples y fragmentarias.

Al incorporar versiones encontradas, Martínez refleja la complejidad de un país dividido, donde la memoria de Evita no admite cierre definitivo.

La novela enseña que lo verosímil puede ser más fuerte que lo verificable.

Santa Evita es tanto una crónica histórica como un ejercicio de imaginación política.

 

El mito como herencia nacional y popular

El gran hallazgo de la novela es mostrar que Argentina entera cabe en el destino de un cuerpo. El cadáver de Evita es metáfora de una nación que no logra enterrar sus divisiones. Cada intento de desaparecerlo abrió nuevas heridas. Su regreso en los años setenta no cerró nada: al contrario, reavivó la fractura.

El cadáver fue metáfora del destino argentino: nunca en paz, siempre disputado.

Hoy descansa en la Recoleta, pero su figura sigue viva en calles, canciones y discursos. Evita trascendió a Perón, a los militares y a la historia oficial.

Evita es el cadáver que nunca dejó de respirar en la memoria argentina.

La novela muestra cómo los pueblos canonizan a quienes sienten propios. Evita fue canonizada sin necesidad de milagros reconocidos: bastó su entrega y su muerte temprana.

El mito de Evita quedó abierto como herida perpetua.

Santa Evita enseña que la política también se escribe con símbolos y leyendas.

La novela convirtió un cadáver en patria.

 

Sobre el autor:

Tomás Eloy Martínez

El periodista que convirtió la memoria argentina en literatura universal

 

 

Infancia y juventud en Tucumán

Tomás Eloy Martínez nació en 1934 en San Miguel de Tucumán, en una Argentina que ya conocía las tensiones entre democracia y autoritarismo. En ese clima, el joven halló en los libros un refugio y una brújula. Desde su infancia mostró fascinación por las letras, lo que lo condujo a estudiar literatura.

Desde muy temprano comprendió que la palabra podía ser refugio y resistencia.

La universidad le dio bases académicas sólidas, pero su verdadera formación provino de la observación crítica de la sociedad que lo rodeaba. Sabía que contar historias podía ser un modo de interrogar la realidad, de darle sentido a lo que parecía caótico.

La vocación por narrar se transformó en una forma de resistencia silenciosa.

En su adolescencia descubrió el cine y el periodismo cultural, ámbitos que lo sedujeron por su capacidad de combinar arte y realidad. Cada descubrimiento reforzó su convicción de que la escritura podía cambiar conciencias.

El periodismo y la literatura se volvieron para él vasos comunicantes inseparables.

Ese germen lo acompañaría durante toda su vida, marcando su destino como narrador del mito y de la historia.

 

Primeros pasos en el periodismo

Su carrera comenzó en el periodismo cultural y cinematográfico, donde aprendió a captar matices y a ejercitar una mirada crítica. Sin embargo, la Argentina convulsionada de los sesenta lo empujó al periodismo político, espacio en el que halló su verdadera voz.

El periodismo fue su primera trinchera contra el miedo.

En medios como Primera Plana y Panorama, su estilo incisivo lo convirtió en figura destacada. Mezclaba investigación con recursos narrativos, construyendo textos que eran tanto documentos como relatos.

Su escritura no se limitaba a informar: buscaba desentrañar el poder.

Ese atrevimiento lo hizo respetado entre colegas y lectores, pero también lo puso en la mira de los gobiernos militares. Escribir era un riesgo, pero también un compromiso ético.

Cada artículo publicado era un acto de valentía frente a la censura.

Martínez entendió que contar la verdad podía costar caro, pero el silencio costaba aún más.

Los años de censura y persecución

Con la llegada de las dictaduras más violentas, la labor periodística se volvió una actividad peligrosa. Tomás Eloy Martínez sufrió vigilancia, amenazas y censura. La represión buscaba acallar su voz crítica, pero él no dejó de escribir.

La censura pretendía apagar voces, pero multiplicaba su eco.

El acoso lo empujó al exilio. Salir de Argentina fue doloroso, pero le permitió seguir escribiendo con libertad. Desde la distancia, narraba con mayor claridad lo que en su país se quería ocultar.

El exilio fue condena y salvación al mismo tiempo.

La distancia lo hizo más consciente del valor de la memoria y de la necesidad de preservar los relatos silenciados por la represión.

La Argentina permanecía en cada página, aunque él viviera lejos.

La persecución no logró acallarlo: lo convirtió en una voz universal.

El destierro, lejos de borrarlo, lo multiplicó como referente latinoamericano.

 

El exilio creador

En Venezuela se reinventó. Fundó suplementos culturales y colaboró en medios que le permitieron ampliar su mirada hacia toda América Latina. Su escritura adquirió entonces un carácter continental, sin perder el anclaje argentino.

Transformó el dolor del desarraigo en motor creativo.

Más tarde, en Estados Unidos, en Rutgers University, se consolidó como maestro y referente. Allí enseñaba periodismo y literatura, convencido de que ambos podían nutrirse mutuamente.

El aula se convirtió en taller de ética y narración.

Sus clases transmitían pasión y compromiso. Enseñaba a contar con rigor, pero también con sensibilidad. Para él, escribir era siempre un acto político.

Cada estudiante aprendía que narrar era asumir responsabilidad.

En el exilio no se encerró en la nostalgia: convirtió la pérdida en oportunidad para crear y enseñar.

El desterrado se volvió maestro universal.

 

La obra literaria

Tomás Eloy Martínez trascendió el periodismo cuando llevó la historia a la novela. En La novela de Perón reconstruyó al líder justicialista con mirada crítica, combinando documentos con ficción. En Santa Evita narró la odisea del cadáver de Eva Duarte, mostrando cómo un cuerpo podía gobernar la memoria de un país.

Su pluma convirtió archivos en relatos con alma.

El éxito internacional de Santa Evita lo proyectó al mundo. Traducida a decenas de idiomas, confirmó que una historia argentina podía conmover universalmente.

La figura de Evita se convirtió en mito literario gracias a su prosa.

Su obra se completó con ensayos y crónicas que siempre abordaban la relación entre política, historia y mito. Nunca se limitó a repetir: buscaba nuevas preguntas.

Cada libro suyo era un espejo incómodo para el poder.

Su estilo, a medio camino entre cronista e inventor, lo convirtió en figura central de la narrativa latinoamericana.

Martínez demostró que el periodismo y la literatura podían caminar juntos.

 

Reconocimientos y legado

Reconocido con premios internacionales y traducido a múltiples idiomas, su prestigio fue indiscutible. Pero más que trofeos, dejó enseñanzas. Mostró que la palabra podía ser un acto de justicia y memoria. Hasta su muerte en 2010, siguió escribiendo y enseñando, convencido de que callar es complicidad.

La literatura, para él, fue una forma de justicia.

Regresó a Argentina en sus últimos años, llevando consigo la experiencia del exilio y el reconocimiento global. Nunca abandonó la docencia ni la escritura.

Su legado es una certeza: narrar no es adorno, es sobrevivencia.

Hoy, Tomás Eloy Martínez es recordado como cronista, novelista y maestro. Su obra es brújula para quienes creen en la palabra como herramienta ética.

Cada texto suyo es lección de escritura y compromiso.

La historia argentina no se entiende sin su mirada: fue testigo y arquitecto de su memoria.

Dejó como herencia la convicción de que las palabras no mueren cuando sostienen la verdad.

 

(By Notas de Libertad).

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México en technicolor

Crónica sentimental de un país que se vestía de mezclilla, olía a colonia Sanborns y sonaba en la radio de bulbos

Vestirse de México

Cuando la dignidad se planchaba con almidón y los sueños se abrochaban con botones

 

El uniforme invisible de la clase media

Había mañanas en que México amanecía planchado. Las mamás sacaban la plancha de carbón o la eléctrica con cable de tela y sobre la mesa del comedor estiraban el porvenir: pantalones que prometían trabajo, camisas que ofrecían respeto.

La clase media aprendió a soñar con dobladillo discreto y botón reforzado.

En las calles, el mezclillazo mandaba: Topeka y Edoardos para el trote diario; Ray Tom para el barrio que resistía; Levi’s solo para el primo que cruzaba la frontera y traía, como trofeo, el sello rojo en la bolsa trasera.

Ponerse unos Levi’s era sentirse invitado a un baile donde el mundo hablaba inglés y el corazón seguía en español.

Y en el cuello, la batalla de las etiquetas: Arrow prometía compostura; Manchester seducía con aquel eslogan que se volvió guiño de complicidad en la tele. Mauricio Garcés no vendía camisas: vendía el permiso para ser encantador sin pedir perdón.

Una buena camisa era un billete de ida a la conversación correcta.

Mientras tanto, el calzado se definía según el plan del día: Domit para las oficinas, Florsheim para el ascenso, El Borceguí para el centro histórico. Los jóvenes ahorraban para Hush Puppies o Flexi; los más apurados presumían Sandak o los de Canadá (Zapaterías Canadá).

En el México de entonces, el vestir no era capricho: era traducción pública de la dignidad privada.

 

La costura como herencia

En muchos hogares, la máquina Singer era el otro miembro de la familia. Con ella se cosían uniformes, se remendaban rodillas gastadas y se ajustaban vestidos para que alcanzaran a dos generaciones.

Cada puntada era ahorro y orgullo a la vez.

Las mamás y abuelas hacían milagros con tela barata: convertían metros de algodón en blusas con olanes, o retazos en camisas domingueras.

El telar doméstico enseñó que el ingenio también se viste.

En barrios enteros, los oficios textiles sostenían la economía. Modistas, sastres y zapateros eran tan importantes como maestros y médicos.

La moda no venía de París: venía del taller de la colonia.

El valor de la ropa se medía en historias: cada prenda recordaba quién la había hecho, remendado o heredado.

Un botón cosido a mano podía sostener la autoestima de toda una semana.

 

Perfumes y brillantinas de época

El baño matutino terminaba con colonia. En las repisas se alineaban frascos de Brut, Old Spice, Yardley y Paco Rabanne. Los jóvenes preferían aromas fuertes; los mayores, el clásico Agua de Colonia Sanborns.

Un buen aroma era un pasaporte invisible.

El cabello se domaba con Polans o brillantina Wildroot, dejando un brillo que sobrevivía bailes y partidos de fútbol.

El peinado era también una declaración política.

Los rituales de afeitado, con navajas Gillette, eran iniciación masculina. Cortarse, aprender a no sangrar, era parte del crecimiento.

Cada rasurada era un ensayo de adultez.

Las barberías eran centros de noticias, confesiones y bromas. Allí se aprendía más de política que en los periódicos.

El barbero era consejero sin diploma y cronista sin cuaderno.

 

Publicidad que vestía sueños

La televisión vendía aspiraciones tanto como productos. Mauricio Garcés hacía que una camisa Manchester pareciera entrada al Olimpo de la seducción.

La elegancia se aprendía en anuncios de 30 segundos.

Carteles en el transporte público anunciaban zapatos, lociones y navajas con frases memorables que se repetían en sobremesas.

La mercadotecnia fue nuestra primera escuela de memoria colectiva.

En revistas como Siempre! o en espectaculares de avenida Reforma, la moda masculina se vendía como pasaporte a un futuro mejor.

El deseo se imprimía en colores llamativos.

Cada anuncio no solo ofrecía una prenda, ofrecía un rol social: ser ejecutivo, galán, triunfador.

Consumir era disfrazarse de la vida que se anhelaba.

 

El valor simbólico del vestir

La ropa no era mero adorno: era carta de presentación. Un traje impecable abría puertas en oficinas y bancos, un uniforme escolar limpio era boleto de respeto.

Vestir bien era pedirle permiso al mundo para soñar.

En bodas, bautizos y graduaciones, la ropa hablaba tanto como los discursos. Las fotos familiares atestiguan vestidos que definían épocas.

Cada prenda era un archivo sentimental.

En barrios populares, la diferencia entre diario y domingo era abismal: los zapatos boleados eran la señal inequívoca del día sagrado.

El betún fue el maquillaje de la clase media.

Las fiestas patrias y las ceremonias religiosas eran desfiles improvisados de un México que entendía la importancia del atuendo.

El ropero era la verdadera bóveda familiar.

 

El espejo de la dignidad

Mirarse al espejo antes de salir era confirmar la dignidad propia. No importaba si el pantalón era barato: lo importante era que estuviera limpio y planchado.

La dignidad cabía en un almidón bien puesto.

En casas humildes, un solo par de zapatos debía rendir para la escuela, la misa y la fiesta. Cada jornada era un acto de cuidado extremo.

El lustre de un zapato suplía la falta de apellido.

Las familias guardaban la ropa para ocasiones especiales con devoción casi religiosa. Abrir el armario era recordar esfuerzos colectivos.

Cada vestido colgado era un sacrificio convertido en tela.

Así, el vestir se volvió el espejo más claro de un país en construcción: sencillo, digno, orgulloso de su esfuerzo.

El atuendo fue testimonio silencioso de una nación en ascenso.

 

 Los sabores de la calle

Comer como acto de pertenencia y memoria colectiva

 

Cafés de sobremesa interminable

Sanborns, Vips y cafeterías clásicas ofrecían café sin límite por unas cuantas monedas. Las tazas se convertían en excusa para prolongar charlas que se extendían por horas.

El café fue el reloj de los encuentros sinceros.

Los meseros se volvían confidentes involuntarios y las mesas pequeños foros de amistad, negocios o romances en ciernes.

Una taza podía contener más confesiones que cualquier carta.

El murmullo de platos y cucharitas era la banda sonora de una sociedad que aprendía a reconocerse en compañía.

En la sobremesa nació una cultura de diálogo que sobrevivió décadas.

El café barato era lujo emocional: garantizaba conversación sin prisa y complicidad sin testigos.

El refill se volvió sinónimo de confianza compartida.

 

Taquerías y antojos urbanos

Los tacos al pastor de El Tizoncito, las flautas de San Cosme y los antojos nocturnos marcaron una geografía sentimental. Cada mordida era una declaración de identidad.

El taco fue el idioma común de todas las clases sociales.

El humo de las parrillas en las esquinas atraía a oficinistas, estudiantes y familias enteras. Nadie necesitaba cita: bastaba llegar y pedir.

La salsa era el plebiscito más democrático del país.

Las fondas de barrio también tenían su lugar, ofreciendo guisos caseros con sabor a hogar y mesa compartida.

En cada tortilla se servía una memoria distinta.

Las taquerías eran laboratorios de convivencia: allí se cruzaban conversaciones que no se habrían dado en otro sitio.

Un taco nocturno curaba silencios y desvelos por igual.

 

Refrescos y chaparritas

Los refrescos de vidrio eran símbolo de época: Coca-Cola, Jarritos, Lulú, Pascual y las inolvidables Chaparritas sin gas. Destapar una botella era abrir un instante de alegría.

Cada burbuja era un aplauso embotellado.

El depósito por el envase era una promesa de regreso: se cerraba el ciclo al devolver la botella vacía y recibir el reembolso.

El vidrio enseñó más sobre responsabilidad que cualquier manual.

Los sabores se asociaban a recuerdos: toronja para brindar, manzana en fiestas infantiles, uva como rareza compartida.

El refresco se volvió parte de los rituales colectivos.

En mercados, plazas y cines, las botellas acompañaban tanto a la comida como a la conversación.

Destapar era abrir también la puerta al entusiasmo.

 

Dulces y sobremesas caseras

Las mesas de domingo se llenaban de pan dulce: conchas, orejas, cuernitos. El Globo, Bondy o la pastelería Suiza eran escenarios de sobremesas inolvidables.

El azúcar fue también lenguaje de ternura.

Las cajetas, chocolates Carlos V y Gansitos recién lanzados eran lujo de infancia, compartidos o guardados celosamente.

Cada golosina marcaba un capítulo de la niñez.

El postre era la excusa perfecta para prolongar la reunión familiar hasta que anochecía.

La dulzura fue el pretexto más sólido de unidad.

En las panaderías, elegir con pinza el bolillo o la concha era casi un ritual comunitario.

El pan recién salido del horno olía a futuro compartido.

 

Mercados como patria

Los mercados eran repúblicas en miniatura: pregones, anafres y cazuelas con guisos interminables. El olor a mole y caldo de res se mezclaba con el bullicio.

El mercado fue el parlamento más democrático.

Allí se discutían precios, se intercambiaban recetas y se renovaba la fe en el día a día.

El trueque de palabras fue tan valioso como el de monedas.

Los pasillos eran corredores de identidad donde la comida tenía más valor que cualquier discurso.

Cada guiso era un relato que se repetía sin aburrir.

Entre cazuelas y tortillerías, se confirmaba que la cocina era el corazón de la nación.

El humo del anafre fue la bandera más cotidiana.

 

Restaurantes y vida nocturna

En las grandes avenidas florecían restaurantes como Anderson’s en Reforma o El Cero Cero en el Camino Real, que ofrecían cena y espectáculo.

El mantel largo era pasaporte al prestigio.

En la Zona Rosa, bares como el Kineret reunían bohemios, artistas y parejas que buscaban conversación sin reloj.

El brindis era también una forma de identidad compartida.

Las discotecas como Champagne a Go-Go y Los Globos inauguraron una modernidad con luces de colores y pistas en ebullición.

El baile nocturno fue declaración de libertad.

La vida nocturna convirtió el acto de cenar en ceremonia de pertenencia y estilo.

Cada mesa iluminada fue también un escenario nacional.

 

El transporte de la esperanza

Carros, camiones y tranvías que nos llevaron al futuro

 

 

Autos con biografía propia

Los autos de la época eran símbolos de estatus y sueños en movimiento. Mustang, Impala, Galaxie: nombres que rugían con ambición.

El motor era el idioma secreto de la prosperidad.

La clase media confiaba en Falcons, Ramblers y Opel Fiera para construir su identidad de movilidad.

El vochito fue la sonrisa mecánica de miles de familias.

Cada coche contaba una historia: desde el primer viaje a la playa hasta el domingo de visita a los abuelos.

La carrocería guardaba anécdotas más fielmente que los álbumes de fotos.

El automóvil se volvió metáfora de avance nacional: más carreteras, más horizontes.

En el tablero se reflejaba el optimismo del país.

 

Tranvías y campanas de despedida

Los tranvías recorrían la ciudad como venas de acero, su campana anunciando paradas y encuentros.

El tranvía fue la canción metálica de la modernidad.

Subir era entrar en un escenario donde se mezclaban estudiantes, obreros y oficinistas.

Cada asiento era un retrato ambulante de la sociedad.

La llegada del Metro anunció el fin de esa era de tranvías, pero no borró su nostalgia.

La campanilla quedó grabada en la memoria como eco de infancia.

Caminar sobre antiguos rieles hoy invisibles es reencontrarse con un fantasma amable.

El tranvía sigue vivo en los recuerdos que se niegan a bajarse.

 

El nacimiento del Metro

1969 vio nacer al Metro como promesa del progreso. Vagones naranjas surcando la ciudad subterránea como arterias nuevas.

El Metro fue la tarjeta de presentación del México moderno.

Con su diseño práctico y estaciones temáticas, transformó la movilidad de la capital.

Cada estación se volvió punto de encuentro y despedida.

Los primeros usuarios se maravillaban con la rapidez, el aire acondicionado y la puntualidad.

El subterráneo se volvió símbolo de esperanza.

La Línea 1 unió horizontes y abrió un capítulo distinto en la vida urbana.

El Metro nos enseñó a vernos como ciudad colectiva.

 

Camiones de primera y segunda

Los camiones urbanos eran verdaderas aulas sobre ruedas. Los de primera, con asientos acolchonados; los de segunda, con paciencia y polvo.

El boleto picado fue diploma de supervivencia citadina.

Los voceadores ofrecían periódicos y golosinas, los niños se dormían en brazos de sus madres.

El camión fue ensayo de convivencia forzada.

La rutina de subir y bajar en paradas improvisadas se volvió arte cotidiano.

Un grito de ‘¡bajan!’ ordenaba el destino de la jornada.

En los camiones se aprendía a compartir espacio y paciencia.

El pasaje fue también lección de tolerancia.

 

Taxis y la negociación eterna

Los taxis libres iluminaban la noche con su letrero encendido. El pasajero extendía la mano y empezaba la danza de la negociación.

‘¿Cuánto me cobra?’ fue pregunta fundacional de la vida urbana.

El acuerdo sellaba un contrato verbal que duraba lo que el viaje.

La dejada fue ritual de diplomacia cotidiana.

Cada recorrido en taxi era también confesionario: historias de choferes, consejos de vida y silencios cómodos.

El asiento trasero fue cabina de confidencias.

Los libres eran la alternativa nocturna para quienes regresaban tarde.

El taxi fue cápsula de confianza en movimiento.

 

Carreteras y horizontes

La carretera era sinónimo de aventura familiar. Sandwiches envueltos en servilleta, refrescos en hielera y canciones de la radio acompañaban el viaje.

Cada curva era metáfora de esperanza.

Los destinos más comunes: Acapulco, Veracruz, Guadalajara, recorridos de horas que se transformaban en anécdotas.

El viaje era tan importante como la llegada.

Los abuelos bendecían la salida, los niños contaban coches rojos o azules por diversión.

La carretera fue escenario de pequeñas épicas familiares.

El polvo, el calor, los peajes: todo formaba parte del mismo relato compartido.

En el retrovisor cabía la ilusión de un país en movimiento.

 

La infancia en movimiento

Juguetes, juegos de calle y tardes de aventura

 

 

Bicicletas y triciclos

Las bicicletas Windsor eran la envidia de cada cuadra. El sonido del timbre marcaba la llegada triunfal del dueño, que se convertía automáticamente en líder del grupo. Los más pequeños aprendían primero en triciclos Apache, pintados con colores vivos y resistentes a cualquier caída. La calle era su pista, y cada rodada era un desfile improvisado.

El timbre de la bici fue la primera bocina de libertad.

Quien tenía un cochecito de pedales lo convertía en Fórmula 1, mientras los demás empujaban y aplaudían. Compartir las ruedas significaba también compartir la amistad. La infancia descubrió que no hacía falta gasolina para alcanzar la velocidad: bastaba con el entusiasmo colectivo.

Un triciclo era el primer diploma de independencia.

Las bicicletas también eran puente de afectos: los padres enseñaban a pedalear y corrían detrás con las manos listas para evitar la caída. El momento en que soltaban el asiento era la confirmación de que el niño ya podía volar solo.

Las ruedas unieron más que cualquier discurso escolar.

A veces se prestaban a cambio de un turno, y otras veces se quedaban como tesoros exclusivos. En cualquier caso, eran símbolos de libertad personal en medio de un país en transformación.

La infancia supo lo que era la velocidad sin gasolina.

 

El reino del yoyo y el trompo

El yoyo Duncan giraba como un planeta obediente a la mano de cada niño. Se dormía, subía y bajaba en trucos que parecían magia. El trompo, con su punta de metal y cuerda enrollada, bailaba sobre el pavimento hasta que la destreza decidía si se quedaba o se caía.

El yoyo enseñó que el control era cuestión de paciencia.

Las competencias improvisadas eran feroces: quién lograba el giro más largo, quién partía el trompo rival de un golpe certero. La banqueta era estadio y público al mismo tiempo.

El trompo convirtió la calle en escenario de torneos espontáneos.

Cuando llegaron los yoyos transparentes con luces, la calle se iluminó de estrellas portátiles. Eran caros y escasos, pero quien lograba tener uno se volvía protagonista del barrio.

Un yoyo luminoso fue pasaporte al aplauso infantil.

El trompo y el yoyo, tan simples en apariencia, fueron emblemas de una infancia que aprendió destreza, paciencia y orgullo con un simple cordel.

Cada trompo era una escuela de destreza y orgullo.

 

Juegos de banqueta y escondidas

Las tardes se alargaban entre risas y gritos en las calles tranquilas. El fútbol se jugaba con porterías de piedras o mochilas, y cualquier balón servía, desde el de cuero hasta el de plástico comprado en la tienda. El eco de un ‘¡gol!’ se confundía con las campanas de la parroquia cercana.

Cada coladera fue una portería nacional.

El escondite era una obra maestra de tensión y alegría: los latidos se aceleraban al sentir que alguien pasaba cerca sin descubrirte. El avión, dibujado con gis en el piso, enseñaba equilibrio y paciencia. El bote pateado alargaba la noche hasta que la oscuridad ganaba la partida.

El eco de un ‘¡ya te vi!’ fue triunfo y castigo al mismo tiempo.

Los juegos de calle no requerían juguetes caros, solo imaginación. Con gis, piedras y un bote vacío se podía inventar un universo entero.

Un gis podía inventar mundos completos.

La calle era la primera universidad de convivencia: allí se aprendía a competir, a ganar y perder con la misma intensidad, y a regresar a casa sudoroso pero feliz.

La calle fue nuestra primera universidad de convivencia.

 

Patines y avalanchas

Los patines Gala, metálicos y ajustables, se ataban a los zapatos y convertían la banqueta en pista de carreras. Cada raspón en la rodilla era testimonio de aprendizaje.

Las rodillas raspadas fueron diploma de infancia.

La avalancha, ese carrito armado con baleros, era la joya de los más afortunados. Bajaba por las pendientes como un cohete, con los niños gritando y los adultos rezando que no hubiera accidente.

Una bajada en avalancha valía más que cien lecciones de valor.

Los vecinos observaban con mezcla de miedo y orgullo, sabiendo que la infancia también necesitaba de esas pequeñas dosis de riesgo.

La avalancha enseñó que la velocidad también tiene riesgos.

Quien no tenía avalancha encontraba su versión con cajas de madera o carritos improvisados, demostrando que la creatividad también corre.

Cada rodada fue una clase de alegría barata y duradera.

 

Pistas de hielo y boliches

Las pistas de hielo en Insurgentes, Revolución o Mariano Escobedo ofrecían un espectáculo novedoso: deslizarse sobre cuchillas en un país de sol. Quienes caían reían más fuerte que quienes lograban mantenerse firmes.

El frío fue parte del boleto a la modernidad.

Los boliches eran otra ventana al mundo moderno. En Polanco, Narvarte o Satélite, familias enteras se reunían a tirar pinos y aplaudir cada strike.

Un strike era celebrado como campeonato mundial.

Los zapatos especiales y las bolas de colores parecían objetos de ciencia ficción para niños acostumbrados a las canicas.

El boliche convirtió lo cotidiano en sofisticación compartida.

Salir de la pista o del boliche se narraba después como hazaña digna de anécdota, ampliando la memoria colectiva de la infancia.

Cada salida se volvió un capítulo brillante en la memoria familiar.

 

El barrio como campo de juego

Los lotes baldíos, las banquetas y hasta la calle misma eran canchas, pistas y teatros. La imaginación transformaba cualquier espacio en escenario de aventuras.

El asfalto fue nuestro pasto sagrado.

La comunidad de niños se organizaba con reglas propias: los grandes cuidaban a los pequeños, y todos entendían los códigos de respeto que garantizaban el juego limpio.

La solidaridad infantil fue ley no escrita.

Los juegos dependían más de la creatividad que de los juguetes comprados. Un bote podía ser tambor, balón o escondite.

Un bote vacío fue juguete múltiple y generoso.

Las tardes terminaban con madres llamando desde la ventana o con silbidos que indicaban ‘hora de cenar’. Esa disciplina afectuosa cerraba el día.

La infancia fue libre porque obedeció relojes de voz materna.

 

El país en radio y televisión

De las radionovelas a la pantalla en blanco y negro

 

 

Radionovelas que unían familias

La radio fue la primera maestra de emociones colectivas. Cada tarde, los hogares callaban cuando comenzaban las radionovelas. ‘Kalimán, el hombre increíble’, convertía las salas en selvas y templos; ‘Porfirio Cadena, el ojo de vidrio’, narraba venganzas del norte; y ‘Chucho el Roto’ ofrecía justicia entre ricos y pobres. La voz era suficiente para crear mundos enteros.

La radio enseñó a imaginar con los ojos cerrados.

El dramatismo de los actores de voz mantenía a los oyentes pegados al aparato. No hacía falta más que cerrar los ojos y dejarse llevar por los efectos de sonido: puertas que chirriaban, caballos que galopaban, disparos que retumbaban.

Los sonidos simples creaban epopeyas en miniatura.

Era común que familias enteras se reunieran en torno a un radio de bulbos, compartiendo silencio expectante hasta el final del capítulo.

La radionovela fue la primera cita obligada de la vida cotidiana.

La radio era compañía, maestra y confidente; su magia residía en que cada quien ponía su propio rostro a los héroes y villanos.

Cada oyente completaba la historia con su imaginación.

 

La música en el dial

La música llenaba cocinas, talleres y oficinas. Estaciones como XELA transmitían música clásica; la 620 era santuario de boleros; Radio Éxitos y La Pantera sintonizaban rock and roll en inglés para los jóvenes que buscaban nuevas rebeldías.

El radio fue la primera universidad musical de México.

Cada estación tenía su público fiel. Los abuelos esperaban los tríos; los adultos jóvenes cantaban baladas románticas; los adolescentes intentaban pronunciar letras en inglés al ritmo de los Beatles o los Rolling Stones.

El dial se convirtió en espejo de generaciones.

El transistor portátil permitió llevar la música a todas partes: al parque, al taller, a la fábrica. Era común ver a alguien con su radio bajo el brazo.

La música acompañaba cada jornada de trabajo y descanso.

Las dedicatorias en vivo eran parte del ritual: enamorados enviaban canciones y familias enteras esperaban escuchar su nombre en la transmisión.

Una canción dedicada era un acto público de amor.

 

El nacimiento de la televisión moderna

Los televisores en blanco y negro comenzaron a multiplicarse en los hogares. Encender la pantalla era esperar que los bulbos calentaran, mover antenas de conejo y ajustar el volumen hasta encontrar claridad. La televisión se volvió nuevo centro de reunión.

El televisor fue el nuevo fogón alrededor del cual se reunía la familia.

Los primeros canales ofrecían telenovelas, noticieros, películas mexicanas y programas de variedades. La familia entera se acomodaba en sillones para reír, llorar o discutir frente al aparato.

La programación dictaba la rutina de cada día.

El blanco y negro no era limitante: la imaginación pintaba colores, escenarios y vestuarios que los aparatos aún no mostraban.

La magia no estaba en los colores, sino en la compañía.

Para muchos, la llegada de la televisión significó pertenecer a la modernidad, como si el país entero hubiera abierto una ventana nueva al mundo.

La tele enseñó a México a verse como nación frente a un mismo espejo.

Canales y competencia

Los canales 2, 4 y 5 de Telesistema Mexicano dominaron durante años, pero en 1969 nació el Canal 8 con una propuesta fresca. Pronto apareció el Canal 13 desde la Torre Latinoamericana, ofreciendo alternativas de programación.

La competencia televisiva trajo aire nuevo al entretenimiento.

Las familias comparaban contenidos: unos preferían las telenovelas del 2, otros las películas del 4 o la programación juvenil del 5.

El control remoto aún no existía: cambiar de canal era un acto físico.

El Canal 11, del Politécnico, ofrecía educación y cultura, demostrando que la televisión podía enseñar además de entretener.

La tele educativa fue un laboratorio social.

La variedad de canales abrió también la discusión sobre el poder de los medios y su influencia en la opinión pública.

La televisión empezó a moldear más que entretener.

 

Publicidad y anuncios inolvidables

Los comerciales se convirtieron en parte de la memoria. Frases como ‘Hasta que usé una Manchester me sentí a gusto’ pasaron a ser parte del habla popular. Los jingles pegajosos acompañaban cada corte de programación.

Los anuncios eran cápsulas musicales de la vida diaria.

Los niños cantaban eslóganes sin darse cuenta, y los adultos compraban productos convencidos por la simpatía de los anuncios.

La mercadotecnia se convirtió en memoria colectiva.

El tiempo frente a la televisión se asociaba tanto con los programas como con los comerciales que les daban vida.

Un buen anuncio podía ser más recordado que una telenovela completa.

Los jingles definieron una época donde la televisión fue el principal escaparate del consumo.

Cantar un comercial era cantar también la modernidad.

 

El noticiero como ritual

El noticiero de las noches era cita obligada. La familia entera escuchaba los resúmenes de la jornada, confiando en voces que se volvieron familiares.

El noticiero fue la misa laica de la sobremesa nocturna.

Jacobo Zabludovsky y otros presentadores se convirtieron en rostros confiables de la información. Sus frases y entonaciones marcaron generaciones.

La voz del presentador era brújula nacional.

En los hogares, las noticias se comentaban, se discutían y se integraban al pulso cotidiano de la familia.

El noticiero dio al país un relato común de la realidad.

La televisión, al igual que la radio, reforzó la idea de que México podía vivirse al mismo tiempo en todas las casas.

El país se sintió unido bajo una misma pantalla.

 

Compras y consumos cotidianos

Del mercado a los supermercados, de Discolandia al Fab

 

 

Supermercados y pasillos modernos

El surgimiento de Aurrerá, Comercial Mexicana, Gigante y Sumesa transformó la forma de comprar. Los carritos de supermercado sustituyeron las bolsas de manta y los pregones del mercado.

El carrito de súper fue el nuevo símbolo de modernidad doméstica.

Los pasillos iluminados ofrecían productos organizados y etiquetados, un espectáculo novedoso para quienes venían de mercados bulliciosos y desordenados.

Hacer el súper se convirtió en paseo familiar de fin de semana.

Los anuncios promocionaban la idea de que allí todo era más limpio, más confiable, más cercano al progreso.

El supermercado prometía un futuro ordenado en anaqueles.

No desaparecieron los mercados, pero convivieron con estas nuevas tiendas, marcando el contraste entre lo tradicional y lo moderno.

El súper fue también escenario de aspiraciones familiares.

 

Mercados con olor a historia

Los mercados siguieron siendo el corazón popular de las ciudades. En sus pasillos se mezclaban aromas de pan, especias, frutas frescas y guisos interminables.

El mercado fue la república más viva de la cotidianidad.

Las familias iban con lista en mano, pero regresaban con antojos extra: un kilo de fruta, una bolsa de dulces, unas tortillas calientes.

El pregón del marchante era también canción del barrio.

El contacto humano era parte esencial: el regateo, la confianza con el tendero, el saludo a conocidos en cada pasillo.

El mercado enseñó a negociar tanto como a comer.

Allí no solo se compraba comida: se intercambiaban noticias, consejos y hasta secretos familiares.

Cada compra era también un acto de comunidad.

 

Discos, tocadiscos y Discolandia

Los jóvenes acudían a Discolandia y al Mercado de Discos a buscar los últimos éxitos. Sostener un vinilo era como tener en las manos un pedazo de gloria.

Un disco era más que música: era pertenencia generacional.

Los tocadiscos ocupaban un lugar de honor en la sala, y cada familia presumía su colección de acetatos como quien muestra una biblioteca personal.

El acetato se volvió la memoria sonora del hogar.

Escuchar un LP completo era un ritual: quitar el polvo con cuidado, colocar la aguja y dejarse llevar por cada canción.

La música adquiría textura y paciencia en cada vuelta del disco.

Los pósters y portadas de los discos decoraban habitaciones, sellando la identidad musical de cada adolescente.

La colección personal era carta de presentación ante amigos y visitas.

 

Revistas, cómics y editoriales

Los puestos de periódicos eran vitrinas de sueños. Entre diarios colgaban cómics de Memín, Kalimán, Fantomas y La Familia Burrón, ¡junto a revistas políticas y culturales como Siempre! o Proceso.

El puesto de periódicos fue la primera biblioteca accesible.

Los niños corrían a comprar historietas de superhéroes o de aventuras mexicanas, mientras los adultos buscaban columnas políticas o crónicas deportivas.

Cada historieta costaba centavos, pero valía mundos.

El acto de leer en la calle, con el periódico doblado bajo el brazo, era parte del paisaje urbano.

La lectura fue costumbre y pertenencia social.

Las editoriales mexicanas fortalecieron la vida intelectual y popular, ofreciendo lecturas para todos los niveles.

El papel fue la red social más extendida de la época.

 

Productos que definieron hogares

En la alacena se repetían marcas que hoy son parte de la nostalgia: Fab para la ropa, Camay y Palmolive en el baño, Choco Milk para los niños, Coronado en la mesa.

Cada marca se volvió apellido doméstico.

El olor de ciertos jabones o el sabor de una bebida instantánea forman parte de la memoria sensorial de generaciones.

Los productos eran también cápsulas de identidad.

La publicidad en revistas y televisión reforzaba estos hábitos, ligando consumo con modernidad y prestigio.

El consumo cotidiano fue también relato aspiracional.

Abrir una caja de galletas, destapar un frasco de mayonesa o disolver chocolate en polvo eran actos familiares compartidos.

El sabor cotidiano fue también celebración de lo común.

 

Tiendas departamentales y vitrinas

Liverpool, El Palacio de Hierro y Sears eran templos del consumo elegante. Entrar en sus vitrinas era asomarse a un mundo de modernidad y promesa.

Las vitrinas eran espejos del país que quería verse moderno.

Las familias paseaban por sus pasillos aunque no compraran, disfrutando de observar muebles, ropa o juguetes importados.

El paseo por la tienda era excursión aspiracional.

Los almacenes también ofrecían cafeterías y restaurantes, reforzando su papel como espacios de convivencia.

El consumo se mezclaba con la vida social.

La tienda departamental no era solo comercio: era espectáculo urbano, parte del imaginario colectivo.

Comprar era soñar despierto frente a los escaparates.

 

 

 La vida nocturna y el espectáculo

Bailes, discotecas y escenarios de lujo

 

 

Discotecas y luces de colores

Las noches mexicanas se encendían en lugares como Champagne a Go-Go, Los Globos o Terraza Casino. Las pistas vibraban con luces psicodélicas y jóvenes que descubrían nuevas formas de bailar.

El go-go fue la primera revolución de las pistas urbanas.

El movimiento de las minifaldas, los zapatos blancos y los reflectores creó una estética que marcó a toda una generación.

La pista de baile fue también escenario de libertad juvenil.

Bailar no era solo moverse: era gritar con el cuerpo que había un futuro distinto al de sus padres.

Cada paso en la pista fue también un acto político sin consignas.

La discoteca se volvió laboratorio de estilos, música y maneras de convivir.

El baile nocturno convirtió la ciudad en fiesta colectiva.

 

Cantinas y bares con carácter

Las cantinas clásicas ofrecían botanas interminables y conversaciones igual de largas. Eran espacios de confidencias masculinas y tertulias de amigos que buscaban arreglar el mundo entre rondas.

La cantina fue parlamento sin micrófonos.

El ambiente mezclaba olores de tequila, música de fondo y el ruido de vasos chocando como campanas laicas.

Cada brindis era un pacto de complicidad.

Los bares de la Zona Rosa reunían a bohemios, artistas y curiosos que celebraban la novedad cosmopolita de la capital.

El bar fue refugio de soledades y escenario de amistades nuevas.

La vida nocturna se convirtió en espacio donde las clases sociales podían mezclarse más de lo que sucedía de día.

El alcohol y la música nivelaban jerarquías sociales.

 

El Patio y los grandes espectáculos

El Patio era sinónimo de glamour y prestigio. Allí se presentaban artistas nacionales e internacionales en cenas de lujo, con público vestido de gala y luces que hacían brillar la pista.

El Patio fue la catedral del espectáculo nocturno.

José José, Rocío Dúrcal o Julio Iglesias aparecían en cartelera, convirtiendo la noche en evento inolvidable.

Cada boleto era también una medalla social.

Los shows combinaban música, baile y glamour, reforzando la idea de que México podía tener entretenimiento al nivel de Las Vegas.

El espectáculo fue bandera de modernidad cultural.

Las mesas repletas de copas, risas y aplausos eran testimonio de un país que buscaba vivir intensamente sus noches.

El Patio convirtió el aplauso en identidad compartida.

 

Cines y matinés

El cine seguía siendo espectáculo de masas. Las matinés de domingo llenaban salas enteras con niños comiendo palomitas y soñando con héroes en blanco y negro.

El cine fue ventana nacional al mundo imaginado.

Las tandas permitían ver tres películas por el precio de una, y la pantalla grande suplía cualquier carencia tecnológica.

Las matinés eran el Disneylandia de la infancia mexicana.

Las parejas buscaban el asiento más oscuro, mientras las familias compartían risas y sobresaltos por igual.

El cine fue escuela de emociones colectivas.

Los cines de barrio se convirtieron en referencia sentimental, mucho más que edificios: eran parte del mapa de recuerdos.

Cada marquesina fue también calendario de memorias.

 

La música en vivo

Los bares y foros pequeños ofrecían música en vivo, desde tríos con guitarras hasta bandas de jazz incipientes. La guitarra y el requinto eran protagonistas de serenatas improvisadas en mesas con tequila.

La música en vivo fue himno compartido de la bohemia.

Los artistas emergentes encontraban allí su primera oportunidad de ser escuchados, de sentir aplausos aunque fueran modestos.

Cada canción interpretada era una carta abierta al público.

Los asistentes recordaban más la emoción que la perfección técnica; lo importante era estar presentes en ese instante único.

El escenario fue también confesionario musical.

El contacto cercano entre músicos y público consolidaba la intimidad de la noche.

La bohemia convirtió bares en templos de autenticidad.

 

El encanto de las plazas nocturnas

Las plazas, iluminadas por faroles, eran también escenarios nocturnos. Allí se encontraban las familias para pasear, los novios para conversar, y los niños para correr hasta que el sueño los vencía.

La plaza fue el espectáculo gratuito de todos los días.

El olor a café, helados o fritangas acompañaba la música de bandas locales que tocaban en kioscos, alegrando la velada.

La música de kiosco fue banda sonora de los paseos.

El murmullo de la gente, mezclado con la brisa nocturna, creaba una atmósfera imposible de replicar en otro sitio.

Cada plaza fue refugio de memorias afectivas.

Así, las noches mexicanas eran una mezcla de lujo en salones, magia en plazas y convivencia en bares y cines.

La noche fue el otro rostro alegre de la nación.

 

 

Cuando la memoria se vuelve patria

Una despedida que es también un regreso

Hay épocas que no se miden en años, sino en latidos. Los sesenta y setenta en México fueron eso: un pulso colectivo, un murmullo de calles que aún resuena en nuestras voces. Entre anuncios de televisión, panaderías humeantes, camiones de segunda, discotecas iluminadas y plazas con kiosco, el país aprendió a reconocerse en lo sencillo.

La nostalgia no es un museo: es la brújula de lo que todavía somos.

Cada refresco de vidrio compartido, cada bicicleta heredada, cada disco girando en la consola familiar fue semilla de un país que soñaba con futuro y lo practicaba en presente. La vida no era perfecta, pero estaba llena de ritos cotidianos que nos hicieron comunidad.

México se vestía con dignidad, se movía con esperanza y se reunía en la sobremesa del afecto.

Hoy, al mirar atrás, no evocamos solo objetos o lugares: evocamos la certeza de que lo ordinario podía ser extraordinario. Que una canción en la radio, un pan con cajeta, un boleto de cine o un brindis en la plaza podían sostener el alma entera de una nación.

Ese México sigue vivo en nosotros, porque la memoria no caduca: se reinventa cada vez que cerramos los ojos y dejamos que el corazón recuerde.

 

 

 

(By Notas de Libertad).

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