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LA LEYENDA

43

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Donde la herida se convierte en relámpago

No toda claridad llega con calma. A veces la luz irrumpe como un estallido, como un trueno que parte la memoria en dos y nos obliga a mirar lo que siempre evitamos. Esta columna nace desde ese instante en que el dolor deja de ser un murmullo y se vuelve relámpago: fugaz, ardiente, imposible de ignorar.

La Leyenda 43 no busca respuestas dóciles. Viene a interrumpir la comodidad de lo cotidiano, a recordarnos que la vida también se nombra con grietas y con fuego. Aquí las palabras no acarician: arden. Aquí la ternura no es refugio, es un arma contra el olvido.

Hay heridas que no se cierran porque no deben cerrarse.
Hay silencios que no esperan consuelo, sino testigos.
Hay recuerdos que vuelven, no para lastimar, sino para mantenernos despiertos.

En estas líneas no hay manual de redención, pero sí una certeza: la oscuridad no nos pertenece por completo mientras alguien tenga el coraje de escribir su resplandor.
Porque aun en la derrota más honda, existe un gesto mínimo —una palabra, una mirada, un abrazo— que nos rescata del abismo.

Y esa es la obstinación de La Leyenda 43: ser relámpago en medio de la tormenta, ser herida que ilumina, ser voz que se atreve a romper la costra del silencio.

Soy Wintilo Vega Murillo.
Y estas páginas no las entrego para explicar el mundo, sino para encenderlo. Para recordarnos que lo frágil también puede ser volcán, que lo pequeño también sabe rugir, que lo invisible también es capaz de abrirse paso como un rayo.


La Leyenda 43 es para quienes han entendido que la claridad duele, pero vale la pena. Para quienes saben que lo roto también alumbra. Para quienes, en medio de la tormenta, descubren que la herida —cuando se nombra— se convierte en relámpago.

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Índice de Contenido

-Bienvenida.

 

/… Bienvenida a La Leyenda 43

El eco que incendia la sombra

 

(By Notas de Libertad).

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-Pláticas con el Licenciado 1

/… La trinca fresera: historia de una pasión

Del latido de la tierra fresera a las tardes eternas de domingo

(By operación W).

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-Agenda del Poder:

 

/… Alito vs. Noroña: la vergüenza hecha política

De la tribuna al ring: gritos, golpes y la caída moral del Congreso

/… Patrullas rentadas, confianza hipotecada

Irapuato atrapado entre la inseguridad y los contratos

/…  Guanajuato: los cruzados del pasado

Dogmas viejos en un escenario nuevo

 

/… El PAN de San Pancho y su apuesta por la unidad

Lucy Díaz y Toño Navarro: entre la foto de unidad y la compleja batalla por venir

 

/…  El comité de la feria en Purísima bajo la lupa

El regidor del Verde interpone recurso y exhibe fracturas en el cabildo

 

(By Operación W).

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-Alimento para el alma.  

 

“Que suerte he tenido de nacer”

Alberto Cortez

 

Sobre el poema.

La celebración de existir

Un canto a la vida desde la gratitud de Alberto Cortez

 

Sobre el autor.

Alberto Cortez: el trovador de lo cotidiano

La vida y el legado de un poeta que convirtió la canción en filosofía

 

Si quieres escucharlo en la voz de: Alberto Cortez

 

(By Notas de Libertad).

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 -“Rincones y Sabores: La guía completa para el alma, el paladar y la vida”

 

/… EL VIAJE DE LA FE Y EL ALMA

Siete santuarios que narran a México entre plegarias, montañas y promesas

(By Notas de Libertad).

 

/… BASÍLICA DE SANTA MARÍA DE GUADALUPE (Ciudad de Mexico).

La casa del milagro y la promesa de un pueblo en marcha.

(By Notas de Libertad).

 

/…SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE SAN JUAN DE LOS LAGOS (Jalisco)

Del milagro de una niña al latido incesante de un país

(By Notas de Libertad).

 

/… SANTUARIO DEL SEÑOR DE CHALMA (Estado de México)

Del árbol sagrado al Cristo venerado por millones

(By Notas de Libertad).

 

/… BASÍLICA DE NUESTRA SEÑORA DE ZAPOPAN (Jalisco)

La Generala, protectora de Guadalajara y emblema de resistencia espiritual

(By Notas de Libertad).

 

/… SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE JUQUILA (Oaxaca)

La Virgen de la Sierra, refugio de los caminos y esperanza de los humildes

(By Notas de Libertad).

 

/… SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO DE TALPA (Jalisco)

El destino festivo de la fe: Talpa, donde el peregrino encuentra alegría en el cansancio

(By Notas de Libertad).

 

/… SANTUARIO DE CRISTO REY DEL CUBILETE (Guanajuato)

El monumento que corona México: símbolo de fe, resistencia y unidad nacional

(By Notas de Libertad).

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-Del Cielo a la Historia, Los Ecos del Calendario.

 

La memoria que nunca calla

 

El calendario como herida

El calendario no es un simple conteo de días: es la respiración de la memoria. Cada fecha es un umbral donde el pasado se asoma y nos recuerda que la historia nunca está dormida.

 

Del domingo 31 de agosto al sábado 6 de septiembre.

 

-Santoral.

-Efemérides Nacionales e Internacionales.

-Conmemoración de Días Nacionales e Internacionales.

 

(By Notas de Libertad).

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-Al Ritmo del Corazón: Música para recordar el ayer.

 

/… Alondra de la Parra: la batuta que abrió caminos en el mundo

Una mexicana que convirtió la música clásica en un puente entre culturas

 

*Con un click escucha: Lo Mejor de Alondra de La Parra (Playlist).

(By Notas de Libertad).

 

/… Kenny Rogers: la voz que unió al country con el corazón del mundo

El juglar texano que transformó el country en un himno universal de historias y emociones

 

*Con un click escucha: Kenny Rogers 20 Greatest Hits.

(By Notas de Libertad).

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- ¿Qué leer esta semana?

 

“Sangre y arena”

De: Vicente Blasco Ibáñez

 

Resumen.

Sangre y arena: la gloria y la condena de un torero

La vida de Juan Gallardo como espejo de la pasión, el deseo y la muerte en la arena

 

Sobre el autor.

Vicente Blasco Ibáñez: un novelista entre la pasión y la política

La vida de un escritor que hizo de la literatura y la acción social una misma trinchera

 

(By Notas de Libertad).

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-Pláticas con el Licenciado 2.

 

/… El Rey David: la vida luminosa y dolorosa de Silveti

“Crónica íntima de un torero que convirtió la herencia en destino, la valentía en estilo y el dolor en silencio.”
(By operación W).

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Bienvenida a La Leyenda 43

El eco que incendia la sombra

El umbral de la voz

No todo lo humano nace en la claridad; a veces surge en la penumbra, donde las palabras tiemblan antes de pronunciarse. Esta columna abre sus páginas como quien abre un secreto que ya no puede callarse.
Hay silencios que pesan como montañas.
Y sin embargo, basta una grieta para que entre la voz.

 

La intemperie como verdad

El mundo celebra la dureza, pero aquí elegimos la fragilidad como escudo. No es rendición, es resistencia: sostener la vulnerabilidad como bandera.
Lo frágil no es ruina, es raíz.
Nombrar la intemperie es aprender a caminar descalzos sobre la herida.

 

La ternura como rebelión

En tiempos de ruido y furia, esta columna se atreve a ofrecer un gesto mínimo: un abrazo, un susurro, un destello.
Resistir también es saber abrazar.

Porque la ternura que sobrevive al fuego es la fuerza más indomable que existe.

 

La herida como luz

Lo roto no es final: es inicio. Cada cicatriz es una lámpara encendida en mitad de la noche.
La herida, cuando se comparte, deja de ser cárcel.
Aquí no venimos a esconder el dolor, sino a alumbrar con él el camino de los otros.

 

Soy Wintilo Vega Murillo.
No escribo para explicar, sino para acompañar. Porque la esperanza no siempre grita; a veces llega como un eco tenue que incendia la sombra. Y esa llama, aunque pequeña, basta para recordar que seguimos vivos.

 

(By Notas de Libertad).

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La trinca fresera: historia de una pasión

Del latido de la tierra fresera a las tardes eternas de domingo

 

La semilla y el latido (1911–1954)

 

El balón que germinó en tierra fresera

El origen del Irapuato no se explica solo en fechas; se explica en el pulso de una ciudad que aprendió a mirarse en un balón de cuero. Allá por 1911 rodaron las primeras pelotas en canchas improvisadas, mientras las familias freseras descubrían que el fútbol era una manera de aliviar las tensiones de la vida diaria. Los primeros equipos no tenían uniforme, pero tenían un fuego interno que les sobraba. El fútbol se volvió el idioma secreto de los barrios, donde la amistad y la rivalidad se resolvían en 90 minutos improvisados.

El fútbol llegó a Irapuato como semilla, no como moda: echó raíces en la tierra de surcos y fresales.

En esas primeras décadas, la ciudad aún era pequeña, pero cada partido reunía a decenas de curiosos. Las porterías se armaban con piedras y ramas, el silbato era a veces un grito, y el balón podía ser de cuero gastado o de trapo, pero el espíritu era el mismo: competir, divertirse, y sobre todo, sentirse parte de algo mayor. Los relatos cuentan que los barrios se disputaban no solo la victoria, sino también el orgullo.

Los muchachos jugaban descalzos, con porterías hechas de piedras, y aun así cada gol era celebrado como si se tratara de un campeonato mundial.

Con el paso del tiempo, figuras como Pedro Parnu y Diego Mosqueda destacaron como organizadores y promotores de aquellos partidos iniciales. Mosqueda incluso migró a León para fundar allá un club, sin saber que estaba dando origen a la que sería la rivalidad más entrañable de la región. Lo cierto es que Irapuato ya respiraba fútbol, y aunque no había actas oficiales ni ligas formales, el latido del balón estaba allí, creciendo con cada generación.

En esas canchas de tierra no se medían sueldos ni contratos: se medía el orgullo del barrio y la fuerza de la amistad.

Los abuelos narraban que las mujeres y los niños se acercaban a ver, llevando agua o fruta a los jugadores en descanso. Era un ritual sencillo, pero cargado de sentido comunitario. Los partidos servían también para que la gente se conociera mejor, para que las noticias corrieran, y para que la ciudad entendiera que el balón podía unir lo que la política o la economía dividían.

Cada domingo que rodaba la pelota se repetía un milagro: Irapuato aprendía a encontrarse en once camisetas improvisadas.

 

La primera cancha, la primera multitud

La necesidad de un campo adecuado se hizo evidente pronto. En 1929, con el impulso del general Jaime Carrillo, nació el Estadio Álvaro Obregón. Aunque pequeño, de madera y con tribunas modestas, fue recibido como un palacio. Para la gente representaba un símbolo de identidad, un lugar donde cabían sueños más grandes que el barrio.

Aquel estadio de madera fue para Irapuato lo que una primera iglesia es para un pueblo: un lugar de comunión.

Las familias llegaban desde temprano, llevando lonche, refrescos en botellas de vidrio y sombrillas para mitigar el sol. El ambiente era festivo: los hombres discutían alineaciones, los jóvenes ensayaban cánticos espontáneos, y los niños imitaban a los jugadores en el pasto seco detrás de la portería. Era la primera vez que el fútbol se vivía como evento colectivo formal.

Las familias llegaban temprano con lonche y sombrilla, dispuestas a vivir el fútbol como fiesta comunitaria.

El partido inaugural, frente a un equipo húngaro, no se ganó, pero se ganó algo más: la certeza de que Irapuato podía medirse contra el mundo. Ese debut internacional quedó como huella profunda en la memoria. No era un simple amistoso: era la prueba de que desde esta ciudad agrícola se podía competir a otro nivel.

La gente no solo iba a ver un partido: iba a reconocerse como parte de algo mayor, algo que estaba naciendo.

Con el estadio nuevo, los equipos capitalinos comenzaron a visitar: América, Necaxa, Asturias, España. Cada visita era una fiesta y un desafío. Los jugadores freseros sentían que el mundo los miraba, y respondían con coraje. La tribuna, modesta pero ruidosa, empezó a reconocerse como la voz indispensable del equipo.

Cada visitante que pisaba la cancha era un espejo donde Irapuato confirmaba su propia valía.

 

Nace la costumbre de los domingos a las cuatro

Fue en esos años cuando se fijó el horario que nos marcaría de por vida: domingo a las cuatro de la tarde. No fue casualidad: era la hora perfecta después de la misa y la comida familiar. La ciudad, sin saberlo, se programó en torno al futbol. Ese silbatazo inicial de las cuatro era un himno no escrito.

A las cuatro en punto, Irapuato dejó de ser un conjunto de barrios dispersos y se volvió un solo corazón.

La vida de la ciudad se ordenaba en función de esa rutina. Quien trabajaba de más, pedía permiso para salir antes. Los comercios cerraban con anticipación. El domingo, que era ya día de descanso, se volvió también día de comunión futbolera.

El silbatazo inicial era tan esperado como las campanas de la parroquia; ambos ordenaban el día.

El rito no competía con la fe religiosa: convivía. Se desayunaba con rezos, se almorzaba en familia, y se merendaba con goles. Así nació la costumbre que aún hoy, cuando uno recuerda la infancia, viene a la memoria: el sol cayendo de frente y la tribuna vibrando.

El fútbol no competía con la religión: se volvía un segundo rito, igual de serio, igual de imprescindible.

La voz de los cronistas locales reforzó esa costumbre. Narraban en radio cada partido con tono solemne, como si fuera una misa laica. Cada narración terminaba marcando la memoria colectiva: goles, jugadas y hasta pleitos se recordaban como si fueran versículos.

Así nació la liturgia fresera: la certeza de que el domingo, a las cuatro, el alma se afinaba al ritmo del balón.

 

La identidad de la fresa como escudo

Mientras tanto, la economía agrícola se consolidaba. Las fresas se volvieron símbolo nacional, y era natural que la identidad fresera se fundiera con el club. La camiseta azulgrana representaba al equipo, pero la fresa representaba a la ciudad misma. No se trataba de un mote casual: se trataba de la esencia de un pueblo.

La camiseta azulgrana se volvió un estandarte, y la fresa un símbolo de resistencia y dulzura al mismo tiempo.

Los jugadores sabían que cada gol llevaba el peso de miles de jornaleros. Era imposible no sentir esa responsabilidad. La tribuna coreaba con más fuerza porque entendía que lo que estaba en juego era más que un marcador: era la dignidad colectiva.

Los jugadores entendían que no solo representaban a un equipo: representaban a las familias que cada día cultivaban la tierra.

Con el tiempo, ese apodo dejó de ser circunstancial y se volvió identidad. “Freseros” sonaba en cada crónica, en cada charla de café, en cada niño que soñaba con portar la camiseta. Ser fresero era pertenecer a algo eterno.

El gol era más que estadística: era un tributo al esfuerzo de los surcos, un eco de la jornada agrícola.

Los rivales aprendieron pronto que jugar contra Irapuato no era solo enfrentar a once en la cancha: era enfrentar a toda una comunidad. Y esa comunidad, orgullosa, gritaba “¡somos freseros!” como declaración de guerra y de amor a la vez.

Desde entonces, Irapuato no se entendió sin sus fresas ni sus freseros, dentro y fuera de la cancha.

 

El salto al profesionalismo

A finales de los cuarenta, llegó la decisión crucial: consolidar un solo club profesional. Fue un acto de madurez deportiva. Los dirigentes, encabezados por figuras como Óscar Bonfilio y Jesús Vaca Gaona, apostaron por la formalidad. No bastaba ya con el entusiasmo; había que organizarse y competir a la altura nacional.

Profesionalizarse fue como pasar de la infancia a la adultez: significó asumir responsabilidades y sueños mayores.

La gente lo entendió: no era solo un trámite burocrático, era un salto de fe. Se recaudó dinero, se sumaron esfuerzos, y en 1948 nació oficialmente el Club Deportivo Irapuato A.C. Era el primer paso serio hacia la Primera División.

La afición entendió que la ciudad estaba lista para un reto mayor, y la acompañó con fe ciega.

La meta se logró en 1953, con el ascenso consumado tras vencer a Zamora en duelo decisivo. Ese día la ciudad entera se volcó a la calle. No había distinción entre ricos y pobres, entre colonias: todos eran freseros, todos eran campeones.

Cada domingo, la tribuna ya no esperaba solo un partido: esperaba ver nacer una historia que se contaría por generaciones.

El debut en Primera al año siguiente marcó el inicio de una era dorada. El club estaba donde siempre soñó estar, y la ciudad lo celebraba con lágrimas y cantos. Fue la confirmación de que el esfuerzo había valido la pena.

En 1953, con el ascenso consumado, Irapuato escribió el prólogo de su leyenda: la Trinca ya era parte del mapa nacional.

 

Diecinueve inviernos en la cima (1954–1972)

 

El debut en Primera División

El ascenso de 1953 había desatado una euforia pocas veces vista. El debut en Primera División, en 1954, no fue solo un partido: fue el despertar de una ciudad entera que se asumía parte del mapa futbolero nacional. A partir de ese día, cada domingo a las cuatro era un compromiso irrenunciable.

El debut significó mucho más que un marcador: fue la confirmación de que Irapuato tenía derecho a soñar grande.

El primer triunfo, un 4-0 contra Puebla, se volvió mito fundacional. Las crónicas lo recuerdan como la tarde en que la Trinca demostró que no había ascendido por accidente. El estadio, modesto pero lleno, celebró cada gol como si fuera el título mismo.

Cada gol de aquel debut se gritó con la garganta de toda la ciudad, como si fuera la primera palabra de un nuevo idioma.

Los jugadores, conscientes del peso de la camiseta, entraron a la cancha con un orgullo que se transmitió desde la tribuna. Ese debut fue un aviso a los poderosos: Irapuato estaba aquí y no se iría fácilmente.

El debut en Primera no fue un ensayo: fue una declaración de permanencia.

Desde esa tarde, el fútbol dejó de ser ilusión para convertirse en certeza. Los niños comenzaron a soñar con vestir la camiseta, y los cronistas locales sabían que debían narrar con un tono más solemne: la historia ya estaba en curso.

Cada domingo a las cuatro se convirtió en la firma de identidad de una ciudad que había encontrado su voz.

 

Los años de media tabla con alma obrera

Durante casi dos décadas, el Irapuato habitó la mitad de la tabla. No era el más rico ni el más brillante, pero siempre fue incómodo, siempre aguerrido. Los poderosos venían confiados y se encontraban con un equipo que no regalaba nada.

La Trinca no ganaba títulos, pero ganaba respeto: era el equipo que nunca dejaba de pelear.

Esos años fueron una escuela de humildad y orgullo. El aficionado entendió que el fútbol no es solo levantar copas, sino sostener la dignidad jornada tras jornada. Ser de media tabla no era mediocridad: era resistencia.

La ciudad aprendió que el mérito no siempre está en la cima, sino en la constancia de no dejarse vencer.

La afición fresera convirtió esas campañas en celebraciones íntimas. Cada punto rescatado, cada empate logrado en campos hostiles, era motivo de festejo. El equipo enseñaba que la lucha es tan valiosa como la victoria.

El Irapuato era un obrero del fútbol, con botas polvorientas pero corazón gigante.

Las temporadas podían ser largas y desgastantes, pero la fe nunca se rompió. En cada torneo había un par de triunfos memorables que reavivaban la esperanza y justificaban la fidelidad.

El fútbol fresero era un recordatorio: no siempre se gana, pero siempre se pertenece.

 

Ídolos que se volvieron leyenda: Belmonte y compañía

El paso por Primera División nos regaló ídolos inolvidables. Ninguno más grande que Jaime "El Flaco" Belmonte, el héroe de Solna en el Mundial de 1958, que aquí ya era ídolo antes de ser leyenda nacional.

Belmonte fue mucho más que un delantero: fue el espejo donde Irapuato aprendió a reconocerse valiente.

Sus goles eran poesía sencilla: remates de cabeza, definiciones sobrias, gritos de gol que hacían temblar el estadio. Alrededor de él crecieron otros nombres queridos: Ligorio López, Etcheverry, Salvador Ruiz.

Cada ídolo fresero enseñó que la grandeza no se mide por fama nacional, sino por la huella en su gente.

Los niños imitaban sus festejos en las calles, las crónicas exaltaban su entrega, y la ciudad lo adoptó como símbolo de resistencia. Belmonte encarnaba el sueño de que desde Irapuato se podía llegar al mundo.

Un gol de Belmonte valía doble: uno en el marcador y otro en el corazón de la tribuna.

La generación de los sesenta fue testigo de cómo esos hombres pusieron el nombre de la ciudad en los periódicos de todo el país. Y aunque a veces los grandes clubes se llevaban a nuestras figuras, el orgullo quedaba intacto.

El ídolo que se va no se pierde: se convierte en mito y multiplica la fe.

El Estadio Sergio León Chávez como catedral

En 1969 se inauguró el Estadio Irapuato, después llamado Sergio León Chávez. Fue más que cemento y gradas: fue el nuevo corazón de la ciudad. Desde su apertura, cada domingo a las cuatro cobró mayor solemnidad.

El estadio no solo albergó partidos: albergó la identidad colectiva de un pueblo entero.

Allí se vivieron partidos internacionales, amistosos contra equipos grandes, y hasta partidos mundialistas en 1986. El pasto de ese estadio vio a figuras históricas y a jugadores locales dejar el alma en cada jugada.

Cada tribuna del Sergio León Chávez guarda un recuerdo distinto, pero todas laten al mismo ritmo.

El estadio no era lujo, era pertenencia. Cada ladrillo construido hablaba de un esfuerzo colectivo, y cada butaca ocupada era un testimonio de fidelidad.

No había domingo sin estadio, ni estadio sin la fe de la afición fresera.

El inmueble se volvió altar: allí se celebraban triunfos y se lloraban derrotas, siempre en comunión. El fútbol encontró casa, y la ciudad encontró voz.

El Sergio León Chávez es mucho más que cemento: es la memoria viva de la Trinca Fresera.

 

El descenso que dolió como entierro

La temporada 1971-72 fue la más cruel. Una racha de veinte partidos sin victoria nos empujó al abismo. El partido decisivo contra Torreón, con aquel penal fallado, se convirtió en una herida abierta en la memoria colectiva.

El descenso no fue solo deportivo: fue emocional, fue un duelo que la ciudad entera tuvo que atravesar.

Las lágrimas corrieron en las calles, los cronistas guardaron silencios incómodos, y la afición sintió que le habían arrancado un pedazo de alma. No era solo fútbol, era el espejo de nuestra dignidad quebrándose.

Cada derrota de aquella temporada se sintió como una puñalada a la esperanza.

Los jugadores vivieron el estigma, algunos perseguidos injustamente por la frustración popular. El pueblo sufrió, pero también juró volver. Ese juramento se volvería canto en cada partido de segunda: volveríamos, no importaba cuándo ni cómo.

El dolor se convirtió en promesa: la Trinca renacería.

El descenso no fue final, fue herida que cicatrizó en resistencia. La ciudad aprendió que incluso en el luto, el estadio seguiría abriendo sus puertas.

El fútbol nos enseñó que las caídas son inevitables, pero la fe es indestructible.

 

 

Trece años de piedra (1972–1985)

 

La herida que no cerraba

El descenso de 1972 dejó a la ciudad enlutada. No era solo una categoría perdida, era un golpe al orgullo fresero. Por primera vez, los domingos a las cuatro de la tarde ya no eran cita en la máxima división, sino un peregrinar en Segunda.

El descenso no fue olvido: fue una cicatriz que se abría cada domingo en las tribunas.

El estadio no perdió su voz, pero la entonación cambió. El grito de gol se mezclaba con la nostalgia de lo que había sido. El pueblo, sin embargo, se aferró a su equipo: sabía que la dignidad se mide en la constancia, no solo en los triunfos.

Cada derrota en Segunda recordaba que alguna vez se había tocado el cielo de Primera.

Los jugadores que llegaron en esa etapa sabían que no había margen para la tibieza: la camiseta azulgrana pesaba más que nunca. La ciudad exigía entrega, aun cuando las victorias fueran escasas. Irapuato se transformó en un club que jugaba con orgullo herido.

El dolor se volvió combustible: cada partido era un intento de recuperar el honor perdido.

Treinta mil gargantas podían cantar victoria o llorar frustración, pero lo cierto es que la herida seguía abierta. El fútbol, lejos de alejar, mantuvo a la gente unida en torno al mismo anhelo: volver.

La herida del 72 no se cerró: se convirtió en un juramento colectivo de regreso.

 

El intento fallido de 1973

Apenas un año después del descenso, la Trinca tuvo su primera oportunidad de regresar. La final contra Ciudad Madero prometía ser el camino de vuelta a Primera. La ida fue esperanzadora: triunfo de visitante. Todo parecía alineado para la fiesta en casa.

La ilusión llenó cada asiento: se respiraba ascenso, se palpitaba el regreso.

La vuelta, sin embargo, fue tragedia. Ciudad Madero volteó el marcador en nuestra propia cancha, y la esperanza se convirtió en amargura. El estadio estalló en frustración; algunos hinchas, desbordados, invadieron el campo. No fue la mejor cara de la afición, pero fue la más humana.

La derrota en casa fue más amarga que cualquier goleada: dolió como traición del destino.

Se habló por años de aquel penal que no se marcó, de aquel remate que pegó en el poste, de la suerte que nunca estuvo de nuestro lado. Lo cierto es que esa final perdida se volvió símbolo del largo viacrucis que estaba por venir.

Cada recuerdo del 73 era un aguijón que mantenía viva la exigencia de volver.

El club aprendió que no bastaba con soñar; había que persistir. La ciudad aprendió que no bastaba con llenar el estadio una vez; había que sostener la fidelidad durante años de espera.

El intento fallido de 1973 fue el primer recordatorio de que nada se nos daría fácil.

 

Años de liguillas y esperas eternas

Los años setenta y parte de los ochenta estuvieron llenos de esfuerzos cercanos y finales dolorosos. Irapuato era protagonista en Segunda, pero siempre se quedaba corto. Semifinales, finales, repechajes: la historia parecía ensañarse con nosotros.

La Trinca siempre rozaba el cielo, pero el ascenso se desvanecía entre los dedos.

Cada torneo alimentaba la esperanza con buenas rachas, pero en las liguillas llegaban los tropiezos. Era como una maldición: el equipo parecía condenado al 'ya merito'. La afición se acostumbró a vivir al filo de la ilusión y la decepción.

El 'ya merito' se volvió una frase tatuada en la piel de cada aficionado.

Los cronistas hablaban de mala suerte, de errores arbitrales, de nerviosismo en los momentos clave. Pero más allá de las explicaciones, lo cierto era que Irapuato se volvía especialista en quedarse cerca. Ese 'casi' dolía más que cualquier goleada.

Cada eliminación era un golpe al corazón, pero también un ladrillo en la fortaleza de la afición.

Hubo jugadores que dejaron huella en esa época: hombres de entrega absoluta que, aunque no lograron el ascenso, se ganaron el cariño eterno. La afición les agradecía porque entendía que el esfuerzo era real, aunque el premio no llegara.

La espera larga enseñó paciencia, y la paciencia, fe inquebrantable.

 

La ciudad que nunca dejó sola a la Trinca

Si algo distinguió a Irapuato en esos trece años fue la lealtad de su afición. Pese a derrotas y fracasos, el estadio seguía lleno. El fútbol no era un entretenimiento pasajero: era identidad. La ciudad entera se reunía cada domingo a las cuatro.

La fidelidad de la afición fue la verdadera victoria en tiempos de sequía.

No había televisión que compitiera, no había distracción que reemplazara el ritual. La gente prefería gastar en la entrada al estadio que en cualquier otro lujo. El fútbol era el corazón comunitario.

El estadio no estaba lleno de curiosos: estaba lleno de creyentes.

Las marchas, las caravanas, los cánticos espontáneos mostraban que la Trinca era mucho más que un club. Era un emblema cívico, un motivo de unión en tiempos difíciles. El equipo reflejaba el temple de la ciudad.

El fútbol fue la columna vertebral de la identidad fresera.

En cada derrota, los jugadores recibían aplausos de aliento. El mensaje era claro: no se exigía perfección, se exigía entrega. Eso convirtió a la relación afición-equipo en un pacto indestructible.

La ciudad nunca abandonó a la Trinca, porque la Trinca era la ciudad misma.

 

El ascenso de 1985: un Ave Fénix

Después de trece años de frustraciones, llegó el milagro. La temporada 1984-85 culminó en la ansiada final contra Pachuca. El equipo fresero, dirigido por Diego Malta, mostró carácter y fútbol para imponerse. Irapuato, al fin, regresaba a Primera.

El ascenso del 85 fue la resurrección más esperada: un Ave Fénix renaciendo de sus cenizas.

Las calles se llenaron de caravanas, los balcones ondearon banderas, la plaza principal se convirtió en escenario de fiesta. No había familia que no celebrara. Era la revancha contra la historia, el final feliz de un largo viacrucis.

El júbilo fue tan grande que borró, aunque fuera por un instante, trece años de heridas.

Los héroes de ese ascenso quedaron inmortalizados: Anselmo Romero, Rafael Lira, Jesús Montes, entre otros. Hombres que se ganaron un lugar eterno en la memoria fresera. El regreso no fue casual: fue fruto de fe, sudor y persistencia.

Cada nombre de aquel plantel es recordado como si fueran parte de la familia fresera.

Ese 1985 enseñó que la perseverancia siempre tiene recompensa. El estadio rugió como nunca, y la ciudad volvió a creer en la magia del fútbol. La Trinca estaba de regreso en la élite, y con ella, la dignidad de Irapuato.

El ascenso del 85 no fue solo deportivo: fue la reafirmación de la fe de un pueblo.

 

 

Sobrevivir en Primera y llorar otra vez (1985–1991)

 

El retorno en el Prode 85

El regreso a Primera División en 1985 se vivió como una resurrección. Después de trece años de ausencia, la ciudad volvió a sentir el cosquilleo de estar en la máxima categoría. El Prode 85, torneo especial previo al Mundial, fue la primera prueba de la nueva Trinca.

El retorno a Primera fue un abrazo de reconciliación entre la ciudad y su equipo.

El primer triunfo no tardó: un memorable 2-0 sobre Guadalajara en el Jalisco demostró que Irapuato podía competir. No fue un golpe de suerte: fue una declaración de que el equipo estaba dispuesto a dar batalla.

Cada victoria era más que tres puntos: era un recordatorio de que la fe no había sido en vano.

Aunque el torneo terminó con dificultades, la gente no se desanimó. La emoción de ver la camiseta fresera de nuevo contra los grandes era suficiente para llenar el estadio domingo tras domingo.

El Prode 85 marcó el inicio de una etapa de supervivencia que sería heroica y dolorosa a la vez.

La ciudad aprendió que regresar no era suficiente: había que sostenerse. Y sostenerse sería una misión titánica.

Cada partido era prueba de fuego, pero también reafirmación de pertenencia.

 

Una década de lucha contra el descenso

Los siguientes torneos confirmaron que la Trinca estaba destinada a luchar contra la tabla porcentual. No había grandes presupuestos, ni plantillas llenas de estrellas; lo que había era entrega y corazón. Y eso bastaba para resistir.

Irapuato se convirtió en sinónimo de lucha: cada punto era conquistado como si fuera oro.

El margen de error era mínimo. Una derrota pesaba el doble, un empate sabía a victoria. Así vivíamos cada temporada, con la angustia permanente de caer otra vez.

Los aficionados aprendimos a vivir con el corazón en la mano cada domingo a las cuatro.

A pesar de las limitaciones, hubo campañas decorosas: empates contra los grandes, victorias sorpresivas en plazas difíciles. El equipo nunca se rindió, y eso sostuvo la esperanza.

La dignidad fresera no se negoció: se defendió con cada barrida, con cada atajada.

La década se convirtió en una lección: sobrevivir también es una forma de victoria.

Ser de la Trinca era entender que el sufrimiento también construye identidad.

 

Las tragedias que marcaron la cancha

En medio de esa batalla por sobrevivir, hubo episodios que dejaron cicatrices más hondas que una derrota. La muerte de Fernando “La Guayaba” Garduño en un accidente automovilístico en 1987 fue una de ellas.

La tragedia nos recordó que detrás de la camiseta hay vidas que también arriesgan todo.

El homenaje en el estadio fue conmovedor: una multitud en silencio, lágrimas en los ojos y aplausos que duraron eternamente. El fútbol se volvió duelo, pero también celebración de una vida entregada al equipo.

Cada ausencia dolorosa se convirtió en bandera de resistencia para la afición.

Los hinchas entendieron que apoyar en esos momentos era más importante que nunca. El estadio se volvió un lugar de consuelo colectivo.

El luto se transformó en unidad: todos éramos familia fresera.

La pérdida de Garduño se convirtió en símbolo de entrega y de memoria. Su nombre sigue presente en cada conversación sobre ídolos caídos.

En cada tragedia, la afición reafirmó su promesa: nunca abandonar a la Trinca.

 

Los héroes que sostuvieron la esperanza

En ese tiempo aparecieron figuras que, aunque lejos de los reflectores nacionales, fueron gigantes para nosotros. Hombres como Jorge Gabrich, que en 1989-90 marcó más de veinte goles, sostuvieron con su talento la ilusión.

Los héroes freseros no siempre salen en portadas, pero viven en la memoria de su pueblo.

Cada tanto de Gabrich, cada salvada de Briones, cada barrida de Orozco eran celebrados como gestas épicas. El estadio se estremecía porque sabía que esos momentos podían significar la permanencia.

Un gol en esos años valía como un campeonato: era victoria sobre el miedo al descenso.

Los hinchas coreaban nombres que quizás la capital no recordaría, pero aquí eran eternos. El mérito de ellos fue mantener viva la llama cuando todo parecía hundirse.

El héroe fresero es el que sostiene la fe cuando la lógica dice que no hay esperanza.

Esa década nos enseñó a aplaudir más el esfuerzo que la fama. Y en esa pedagogía nacieron leyendas locales.

El futbolista fresero de esos años fue sinónimo de coraje anónimo.

El adiós amargo de 1991

La temporada 1990-91 nos llevó al límite. La tabla porcentual nos condenaba, y en el último partido la esperanza se apagó. El descenso volvió a ser realidad. Otra vez, la ciudad entera sintió el vacío de caer.

El descenso de 1991 fue un entierro colectivo: lágrimas, rabia y silencio compartido.

El último pitazo fue como un disparo en el alma. Los jugadores se desplomaron en la cancha, los hinchas en la tribuna. No era solo un resultado: era un nuevo golpe a la identidad fresera.

Cada aficionado salió del estadio como quien abandona un velorio.

Las calles estuvieron enmudecidas esa noche. El júbilo del 85 parecía un recuerdo lejano, casi irreal. Otra vez, tocaba empezar desde abajo.

El fútbol nos recordó su crueldad: todo esfuerzo puede caer en segundos.

La ciudad, no obstante, no renunció. Como en 1972, se juró volver. Esa promesa, repetida generación tras generación, es el verdadero escudo de la Trinca.

El adiós amargo de 1991 fue también el prólogo de un nuevo intento de resurrección.

 

 

Los noventa y el Bicampeonato (1991–2001)

 

Ser filial del Atlante: orgullo herido

Tras el descenso de 1991, Irapuato se vio obligado a reinventarse. La década inició con un golpe de dignidad: convertirse en filial del Atlante. El orgullo local sufrió. La ciudad sentía que había pasado de ser protagonista a actor secundario.

Ser filial fue una herida abierta: significaba jugar con identidad prestada.

El Atlante enviaba jugadores jóvenes y veteranos en declive. El público miraba con desconfianza, sabiendo que su equipo ya no era del todo suyo. La camiseta se mantenía azulgrana, pero el alma parecía desdibujarse.

La identidad se tambaleaba, pero la afición resistía.

A pesar de la incomodidad, la afición no abandonó. Cada domingo, las gradas se llenaban como acto de fe. El mensaje era claro: aunque nos trataran como satélite, seguiríamos siendo freseros.

El orgullo herido se convirtió en combustible para mantener la fidelidad.

La década empezó cuesta arriba, pero la resistencia se transformó en esperanza. La ciudad aguardaba un renacimiento propio.

La fidelidad no se mide en títulos: se mide en no soltar la mano del equipo cuando más lo necesita.

 

La primera 'A' y el camino largo

Con la creación de la Primera 'A' en 1994, el Irapuato encontró nuevo escenario. Era la antesala de la máxima división, pero también un laberinto difícil. Ascender requería más que voluntad: requería campeonatos en fila.

La Primera 'A' se volvió un túnel donde cada luz parecía lejana.

Los primeros torneos fueron irregulares. Buenas fases regulares terminaban en liguillas crueles. Una y otra vez, la Trinca quedaba en la orilla.

El 'ya merito' se volvió rutina dolorosa.

La afición entendió que el camino sería largo. Aprendió a valorar cada semifinal, cada intento fallido como parte de una resistencia necesaria.

En cada intento fallido se fortalecía la convicción de volver.

Los años noventa fueron una escuela de paciencia. La ciudad aprendió a sostener el sueño aunque la recompensa se retrasara.

El largo camino en la 'A' enseñó que la fe es más fuerte cuando la gloria se demora.

 

Invierno 99: la primera corona

El año 1999 cambió la historia. Tras muchos intentos, la Trinca armó un plantel sólido con figuras como José Enrique 'Cotuto' García, Christian Morales y Samuel Mañez. El torneo Invierno 99 fue el escenario de la revancha.

El campeonato del Invierno 99 fue la confirmación de que la espera no había sido en vano.

La final contra Zacatepec encendió pasiones. En la ida, un 3-1 en casa llenó de ilusión a la ciudad. La vuelta fue sufrida, pero el empate 2-2 nos coronó campeones. Irapuato levantaba su primer título de la Primera 'A'. 

Cada gol de esa final se gritó como el regreso anticipado a la élite.

El Sergio León Chávez vibró con una intensidad inédita. No era solo un campeonato: era la confirmación de que el sueño estaba al alcance de la mano.

El título fue bálsamo: cicatrizó años de frustración.

La ciudad entera salió a festejar. Los balcones ondeaban banderas, las caravanas llenaban avenidas, la identidad fresera recuperaba fuerza.

El campeonato fue un recordatorio: los freseros nunca se rinden.

 

Verano 2000: bicampeón y ascenso

La continuidad del proyecto fue clave. En el Verano 2000, Irapuato repitió protagonismo. Otra vez liguilla, otra vez final. El rival: Cruz Azul Hidalgo. La ciudad sabía que era el momento definitivo.

El Verano 2000 fue la segunda parte de una misma hazaña.

La ida en Hidalgo terminó 2-2, con sufrimiento y goles de garra. La vuelta en Irapuato fue apoteósica: empate 2-2 en tiempo regular, tensión máxima y definición por penales.

Cada penal fue una súplica colectiva al cielo.

La Trinca no falló: triunfo 4-2 en la tanda y el ascenso consumado. Irapuato se coronaba bicampeón y regresaba a Primera División.

El ascenso fue el premio a una década de paciencia y fidelidad.

La fiesta en la ciudad fue interminable. El regreso a Primera no era un regalo: era el fruto de resistencia inquebrantable.

Ese bicampeonato no solo devolvió la categoría: devolvió la dignidad.

 

Liguilla de Primera y la traición de Pegaso

El regreso en Invierno 2000 fue sorprendente. La Trinca no solo cumplió: se metió a liguilla. Morelia fue el rival en repechaje. La ida en Irapuato fue victoria 1-0, la vuelta en Morelia fue tormenta: un 7-2 que nos eliminó con dureza.

La primera liguilla en Primera fue efímera, pero inolvidable.

La ciudad vivió esa clasificación como un sueño cumplido. Pero la realidad empresarial empezó a ensombrecer el horizonte.

Mientras la afición soñaba, los dueños ya planeaban la traición.

Grupo Pegaso, propietario del club, decidió trasladar la franquicia a Veracruz en 2001. Argumentaron falta de apoyo, pero la verdad era un negocio de intereses ajenos a la afición.

La traición de Pegaso dolió más que un descenso: fue robo de identidad.

La ciudad se quedó sin equipo de un día para otro. Los jugadores partieron, la franquicia cambió de sede, y el estadio quedó vacío.

La afición comprendió que podía soportar derrotas, pero no despojos.

Campeón y desaparecido (2003–2004)

 

Renace el Real Irapuato

Tras la traición de Pegaso y la mudanza a Veracruz, Irapuato parecía condenado al silencio. Pero el fútbol en esta ciudad es testarudo: siempre encuentra cómo volver. En 2002, una franquicia fue traída y renombrada Real Irapuato. Era un renacer, aunque con cicatrices visibles.

Renacer con otro nombre fue recordatorio de que la pasión estaba por encima de las decisiones empresariales.

La afición regresó al estadio con cautela, pero también con hambre. Sabía que tenía ante sí otra oportunidad de ver fútbol profesional. Ese regreso fue una mezcla de nostalgia y esperanza. 

La fidelidad se puso a prueba y volvió a superar la adversidad.

La directiva armó un plantel competitivo con figuras como Josías Ferreira, cuyo triplete en el debut encendió de nuevo la chispa. Era el inicio de una etapa corta pero intensa.

La ciudad aprendió que ningún despojo puede apagar el instinto de volver al estadio.

El nombre Real Irapuato sonaba extraño, pero el corazón de la Trinca estaba intacto. Y la gente lo adoptó como suyo.

El nombre cambió, pero la esencia fresera permaneció.

 

El Apertura 2002 y la final contra La Piedad

El Apertura 2002 fue la prueba de que la Trinca estaba viva. El equipo mostró garra desde el primer torneo. En liguilla eliminó a Oaxaca y al Tapatío con actuaciones heroicas, destacando Josías Ferreira como goleador.

El Apertura 2002 confirmó que Irapuato no había vuelto para ser espectador: había vuelto para pelear.

La final contra La Piedad fue de infarto. Ida y vuelta terminaron 0-0, con defensas férreas y nervios en cada jugada. La serie se definió en penales.

Los penales fueron súplica colectiva: cada tiro era un latido de miles de corazones.

El Irapuato se impuso 5-4 en la tanda y se proclamó campeón del Apertura 2002. Medio boleto al ascenso estaba asegurado.

El título fue bálsamo inmediato para una afición que había sido despojada poco antes.

El estadio vibró con una intensidad que recordaba a las mejores épocas. El regreso a la cima parecía posible.

El Apertura 2002 devolvió la confianza: la Trinca estaba lista para grandes batallas.

 

Junio 2003: la final contra León

El Clausura 2003 llevó al Irapuato a la final por el ascenso. Y el destino quiso que el rival fuera León, el acérrimo enemigo. La ida en el Nou Camp terminó 2-1 a favor de Irapuato, encendiendo la ilusión.

La rivalidad contra León convirtió la final en un duelo que trascendía lo deportivo.

La vuelta en el Sergio León Chávez estuvo marcada por un episodio insólito: un comando armado irrumpió en el estadio. La afición respondió con valentía y recuperó el recinto.

El pueblo fresero defendió su casa con la misma pasión con la que defiende a su equipo.

El partido se jugó esa tarde con un estadio teñido de rojo y azul. Al minuto 79, Josías Ferreira marcó el gol que selló el ascenso.

El gol de Josías fue un grito que liberó años de frustración acumulada.

El triunfo 3-1 en el global significó el regreso a Primera División. La ciudad vivió quizá la celebración más grande de su historia deportiva.

La final del 2003 fue la gloria pura: vencer al León y volver a Primera.

 

Un año fugaz en el cielo

La temporada 2003-2004 fue un espejismo. En el Apertura, el Irapuato llegó a ser líder general por un instante. Pero la irregularidad lo llevó a terminar en media tabla.

El fugaz liderazgo fue un destello de lo que pudo ser.

El Clausura 2004 trajo refuerzos internacionales como Édison Méndez, pero también polémicas: la venta de Ariel González al América enfureció a la afición.

La venta de figuras mostró que los intereses ajenos estaban por encima del sentir de la afición.

A pesar de todo, el equipo sumó 26 puntos y estuvo cerca de la liguilla. Un 2-1 al América en casa, con Virginia Tovar como árbitra histórica, fue la joya del torneo.

Cada victoria importante era un recordatorio de que la Trinca podía competir con cualquiera.

Pero la sombra de la Federación se cernía. Rumores sobre reducción de equipos y vínculos turbios del club llenaban de incertidumbre.

El cielo parecía abrirse, pero las nubes oscuras se acercaban rápidamente.

 

La desaparición del 2004

En junio de 2004, la FMF anunció que Irapuato sería desafiliado. Oficialmente, por reducción de equipos; en realidad, por vínculos con dueños incómodos. El golpe fue brutal: se nos arrancaba el equipo otra vez.

La desaparición del 2004 fue traición de escritorio: la derrota más amarga no fue en la cancha.

La afición protestó en marchas, pintó mantas, elevó su voz. Pero nada cambió. El equipo dejó de existir por decreto.

El dolor no fue solo deportivo: fue robo de identidad.

Las calles quedaron en silencio. El Sergio León Chávez se volvió un gigante dormido. La ciudad entera vivió un luto sin partido que lo consolara.

El estadio vacío fue símbolo de la herida más honda.

La gente entendió que podía aceptar derrotas, pero no desapariciones. La Trinca era más que un club: era un pedazo del alma fresera.

El 2004 marcó el inicio de un nuevo juramento: volveríamos, una vez más.

 

Renacimientos y promesa renovada (2005–2025)

 

Ascensos frustrados y la era de Cuauhtémoc Blanco

Después de la desaparición de 2004, Irapuato volvió a intentarlo una y otra vez. Los campeonatos en la Liga de Ascenso se convirtieron en terreno familiar, pero el ascenso a Primera nunca se concretó.

Los 'ya merito' se convirtieron en tatuajes de la afición: cada final perdida dolía como cicatriz nueva.

En 2010 llegó un refuerzo inesperado: Cuauhtémoc Blanco. Su sola presencia devolvió brillo y esperanza a la tribuna.

La llegada de Cuauhtémoc fue una inyección de fe en medio de tanta incertidumbre.

Blanco, con su carisma y jerarquía, levantó al equipo en liguillas, pero ni su magia alcanzó para lograr el ansiado ascenso.

Un gol suyo valía más que puntos: era símbolo de que aún podíamos soñar.

Esa etapa, aunque corta, mostró que la Trinca seguía viva en el corazón del país futbolero.

La era de Blanco dejó claro que Irapuato podía atraer figuras y seguir siendo relevante.

 

Las mudanzas a Zacatepec y el vacío del 2013

En 2013 la historia volvió a ser cruel: la franquicia fue trasladada a Zacatepec. Irapuato se quedó sin futbol profesional otra vez. Fue un despojo que caló profundo, porque la ciudad había invertido todo su aliento en sostener al club.

El traslado a Zacatepec fue vivido como un destierro.

La ciudad pasó dos años sin futbol, con el estadio en silencio. La herida fue aún más amarga porque había ilusión de consolidarse en Ascenso.

El silencio del estadio fue la imagen más dolorosa de esos años.

Las nuevas generaciones crecieron sin equipo que defender, y los viejos aficionados sintieron que el alma se les escapaba.

El 2013 marcó un vacío generacional en la pasión fresera.

Fue una de las etapas más oscuras, pero también forjó una certeza: cada vez que nos arrebaten el equipo, volveremos a construirlo.

El vacío se convirtió en promesa: la Trinca no moriría en el recuerdo.

 

Regresos efímeros en 2014–2017

En 2014 volvió el futbol con la mudanza de Ballenas Galeana a Irapuato. El regreso fue breve y en 2015 la franquicia emigró a Los Mochis. Un año duró la ilusión.

El regreso de 2014 fue esperanza fugaz: apenas un destello antes de la oscuridad.

Después, el equipo sobrevivió como filial en Liga Premier, jugando finales contra Tlaxcala. La gente llenaba el estadio, pero el premio nunca llegaba.

Cada final perdida era un recordatorio de que la fidelidad siempre estaba a prueba.

En 2017, otra ruptura: el comodato del nombre terminó y el club quedó sin equipo profesional. Era otro golpe al alma fresera.

El 2017 dejó claro que la inestabilidad era ya parte de la historia.

Esos años fueron un sube y baja: pequeñas alegrías y grandes frustraciones. Pero la gente siguió asistiendo.

La afición fresera demostró que, aunque efímero, todo regreso vale la pena vivirlo.

 

La batalla con la Federación en 2021

El campeonato de la Liga Premier en 2021 debía significar ascenso a Expansión. La Trinca había ganado en la cancha el derecho de volver a una división mayor.

El título del 2021 fue un grito de victoria ahogado en la mesa de la Federación.

La FMF negó la certificación, argumentando dudas administrativas. La ciudad estalló de indignación: no era un fracaso deportivo, era una injusticia burocrática.

El futbol nos recordó que a veces los enemigos no están en la cancha, sino en los escritorios.

El estadio vibró con protestas y pancartas. La gente entendió que la lucha por la Trinca era también lucha por respeto a la afición.

La batalla del 2021 fue un ejemplo de dignidad: la ciudad no se quedó callada.

Aunque el equipo fue desafiliado otra vez, el juramento de volver quedó más fuerte que nunca.

La derrota en la mesa se transformó en nueva promesa de resistencia.

 

El regreso a Expansión en 2025

Después de dos años sin futbol, en 2023 regresó el equipo en Serie A. La reconstrucción fue lenta, pero en 2025 llegó la noticia más esperada: la invitación formal a la Liga de Expansión MX.

El anuncio de 2025 fue como escuchar de nuevo el silbatazo inicial tras un largo silencio.

La ciudad celebró con caravanas y banderas. Después de tantas heridas, era el bálsamo que se necesitaba.

La fiesta en las calles confirmó que la pasión fresera sigue intacta.

El acuerdo fue frágil, con condiciones temporales, pero suficiente para devolver la ilusión. El estadio volvió a prepararse para tardes históricas.

El regreso a Expansión no es final: es un nuevo comienzo.

Hoy, Irapuato vive con esperanza renovada. La Trinca está de pie y, con ella, el corazón de su gente.

La historia fresera enseña que la pasión puede renacer todas las veces que sea necesario.

 

Agradecimiento:

Esta crónica no sería la misma sin la voz generosa de quienes la acompañaron. Agradezco profundamente la estupenda charla con el licenciado Óscar “Gato” Negrete, cuya memoria futbolera y sensibilidad para contar historias ayudaron a rescatar detalles que de otra manera se habrían quedado en el olvido. Su mirada, cargada de anécdotas y de pasión por la Trinca, fue un faro para ordenar pasajes y revivir emociones que siguen latiendo en la ciudad.

Del mismo modo, reconozco el aporte invaluable del Maestro Win Vega Velerio, quien con su perspectiva crítica y su capacidad para tejer reflexiones más allá de la cancha, dio forma al pulso narrativo de esta historia. Gracias a él, el relato no se limita al fútbol, sino que se expande hacia lo cultural y lo social, donde el Irapuato se convierte en espejo de toda una comunidad.

El “Gato” y el Maestro, cada uno con su estilo, aportaron chispas de memoria y claridades de pensamiento que hicieron posible dar cuerpo y alma a esta crónica.

Por eso, más que colaboradores, los considero cómplices en esta tarea de volver a contar la historia de la Trinca Fresera. A ambos, mi gratitud sincera.

 

 

(By operación W).

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Alito vs. Noroña: la vergüenza hecha política

De la tribuna al ring: gritos, golpes y la caída moral del Congreso

 

El Congreso convertido en un ring

La escena fue tan grotesca que parecía sacada de una arena de barrio: gritos, empujones, manotazos, insultos y hasta amenazas de muerte. Alejandro “Alito” Moreno y Gerardo Fernández Noroña se enfrascaron en un pleito que borró de un plumazo cualquier vestigio de debate. La política, en lugar de argumentos, ofreció espectáculo; en vez de razones, presentó golpes.

El país necesitaba diálogo, y sus legisladores entregaron un pleito de callejón.

Lo ocurrido no es una anécdota aislada, es la síntesis brutal de lo que nuestra política se ha convertido: un ring donde los egos pesan más que los proyectos y donde la violencia reemplaza a las ideas.

 

Noroña: la bravura selectiva

Gerardo Fernández Noroña lleva años construyendo la imagen de tribuno temible, del hombre que insulta sin temblar y que grita hasta romper el micrófono. Pero en este episodio se mostró algo distinto: su bravura es selectiva. Se crece cuando ataca a mujeres como Lilly Téllez, pero frente a un operador priista con colmillo como Moreno, su voz se encogió, su cuerpo retrocedió y la ferocidad se desinfló.

La valentía no se mide en el tono de los gritos, sino en la coherencia del carácter. Y Noroña, frente a Alito, quedó reducido a un eco tembloroso.

Lo que presumía como radicalismo terminó exhibiéndose como simple aspaviento. El senador que jura defender la dignidad popular terminó recibiendo empellones sin capacidad de respuesta.

 

Alito: sobrevivir a cualquier costo

Alejandro Moreno no salió mejor parado. Su estilo siempre ha sido el de sobrevivir: adaptarse, negociar, cambiar de disfraz político según convenga. Pero lo del pleito no lo convirtió en un líder firme, sino en un dirigente desesperado. Golpear a adversarios y camarógrafos no es estrategia, es pérdida de control.

El PRI ya estaba en ruinas; con esta escena su dirigente terminó de confirmarlo. Un partido que fue capaz de sostener gobiernos enteros hoy aparece en las noticias no por propuestas, sino porque su presidente reparte manotazos en la sede legislativa.

La decadencia no se explica en discursos, se muestra en imágenes: un dirigente forcejeando como cualquiera en una riña de cantina.

 

La niebla de la vergüenza

El saldo de esta confrontación fue el peor posible: denuncias cruzadas, amenazas de demandas, insultos repetidos y, sobre todo, una vergüenza nacional. Ninguno ganó. El país entero observó cómo los supuestos representantes se reducían a un espectáculo bochornoso que en nada refleja la altura del cargo que ostentan.

Las cámaras captaron lo esencial: no se estaban discutiendo reformas ni presupuestos, sino empujando cuerpos, gritando improperios y lanzando amenazas de muerte. Ese es el nivel al que ha descendido la política: ya no convence, golpea.

El Congreso quedó cubierto por una neblina de vergüenza que tardará años en disiparse.

 

El símbolo de la decadencia

Lo más doloroso es que este pleito es metáfora de la política mexicana: un campo donde los egos dominan, las propuestas escasean y la violencia se normaliza. Moreno y Noroña se necesitan mutuamente: uno presume dureza para sobrevivir; el otro grita para no ser olvidado. Pero en el fondo son lo mismo: ruido, escándalo y vacío.

Ambos terminaron en la lona moral, arrastrando consigo la dignidad del Congreso. La política no se libra con puños ni con insultos, se libra con ideas y con propuestas. Y ahí, los dos quedaron desarmados.

México merece líderes, no peleoneros de mercado.

 

Finalmente

El pleito entre Alito y Noroña será recordado no como un episodio anecdótico, sino como el retrato de un sistema que se descompuso. Nadie hablará de proyectos, de visiones o de reformas; todos recordarán las imágenes de empujones, golpes y amenazas. Ese es el legado que dejaron: la confirmación de que la política mexicana tocó fondo.

Porque la historia no premia a quienes se golpean en público, sino a quienes construyen en silencio. Y en esa historia, tanto Moreno como Noroña ya perdieron.

 

(By operación W).

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"Que suerte he tenido de nacer"

De: Alberto Cortez

Qué suerte he tenido de nacer
 Sí, qué suerte he tenido de nacer
 Para estrechar la mano de un amigo
 Y poder asistir como testigo
 Al milagro de cada amanecer   Qué suerte he tenido de nacer
 Para tener la opción de la balanza
 Sopesar la derrota y la esperanza
 Con la gloria y el miedo de caer   Qué suerte he tenido de nacer
 Para entender que el honesto y el perverso
 Son dueños por igual del universo
 Aunque tengan distinto parecer   Qué suerte he tenido de nacer
 Para callar cuando habla el que más sabe
 Aprender a escuchar, ésa es la clave
 Si se tiene intenciones de saber   Qué suerte he tenido de nacer
 Y lo digo sin falsos triunfalismos
 La victoria total, la de mi mismo
 Se concreta en el ser y en el no ser   Qué suerte he tenido de nacer
 Para cantarle a la gente y a la rosa
 Y al perro y al amor y a cualquier cosa
 Que pueda el sentimiento recoger   Qué suerte he tenido de nacer
 Para tener acceso a la fortuna
De ser río en lugar de ser laguna
 De ser lluvia en lugar de ver llover Qué suerte he tenido de nacer
 Para comer a conciencia la manzana
 Sin el miedo ancestral a la sotana
 O a la venganza final de Lucifer   Sí, qué suerte he tenido de nacer
 Pero sé, bien que sé...
 Que algún día también me moriré   Y si ahora vivo contento con mi suerte
 Sabe Dios, qué pensaré cuando mi muerte
 Cuál será en la agonía mi balance, no lo sé
 Nunca estuve en ese trance   Pero sé, bien que sé...
 Que en el viaje final escucharé
 El ambiguo tañir de las campanas
 Saludando mi adiós, y otra mañana   Y otra voz, como yo, con otro acento
 Cantará a los cuatro vientos
Qué suerte...
 Qué suerte he tenido de nacer   des cotidianos 
 te quiero porque tus manos 
 trabajan por la justicia 

 si te quiero es porque sos 
 mi amor mi cómplice y todo 
 y en la calle codo a codo 
 somos mucho más que dos  tus ojos son mi conjuro 
 contra la mala jornada 
 te quiero por tu mirada 
 que mira y siembra futuro 

 tu boca que es tuya y mía 
 tu boca no se equivoca 
 te quiero porque tu boca 
 sabe gritar rebeldía 

 si te quiero es porque sos 
 mi amor mi cómplice y todo 
 y en la calle codo a codo 
 somos mucho más que dos 

 y por tu rostro sincero 
 y tu paso vagabundo 
 y tu llanto por el mundo 
 porque sos pueblo te quiero 

 y porque amor no es aureola 
 ni cándida moraleja 
 y porque somos pareja 
 que sabe que no está sola 

 te quiero en mi paraíso 
 es decir que en mi país 
 la gente viva feliz 
 aunque no tenga permiso 

 si te quiero es porque sos 
 mi amor mi cómplice y todo 
 y en la calle codo a codo 
 somos mucho más que dos.

Si quieres escucharlo en la voz de: Alberto Cortez

Sobre el poema.

La celebración de existir

Un canto a la vida desde la gratitud de Alberto Cortez

 

La voz que convierte lo cotidiano en milagro

Alberto Cortez no escribió “Qué suerte he tenido de nacer” como una confesión íntima para guardar silencio: lo lanzó al viento, como quien agradece en voz alta lo que otros callan. El poema convierte el mero hecho de vivir en un motivo de celebración. No hay aquí una exaltación grandilocuente, sino la mirada de un hombre que se reconoce en lo simple: 

estrechar la mano de un amigo, escuchar al que sabe, probar una fruta sin miedo ni culpa.

El poema nos recuerda que la vida no está en las victorias que se escriben en bronce, sino en los instantes que pasan desapercibidos.

Cortez muestra que la grandeza del ser humano radica en agradecer lo mínimo, porque en lo pequeño está la verdadera eternidad.

La ética de elegir y aprender

Uno de los hilos más poderosos del poema es la conciencia de la elección. “Para tener la opción de la balanza”, dice el autor, y con ello abre la puerta a la libertad interior. La vida es entendida como un campo de decisiones: entre esperanza y derrota, entre escuchar y hablar, entre saberse río o permanecer estancado.

La enseñanza central es que la suerte no está en lo que se nos da, sino en la posibilidad de decidir qué hacer con lo recibido.

El poema también reconoce la importancia del aprendizaje silencioso. No hay arrogancia, sino humildad: callar frente al que más sabe se vuelve un acto de sabiduría. En ese gesto, Cortez nos coloca frente al espejo de nuestra propia soberbia y nos invita a un respeto profundo por el conocimiento.

 

La rebeldía de la conciencia

Cortez se atreve a romper con el miedo heredado por siglos: el temor a los dogmas, a las sotanas y al infierno. La manzana, símbolo de la culpa ancestral, se convierte aquí en fruto legítimo del disfrute humano.

El poeta defiende el derecho de cada ser a vivir sin cadenas espirituales ni amenazas eternas.

Ese gesto es profundamente liberador, porque reivindica la espiritualidad desde la conciencia, no desde el temor. El poema se convierte entonces en una declaración de independencia frente a las ataduras morales impuestas.

La suerte de nacer, nos dice, no está en obedecer, sino en atreverse a ser libres.

 

La muerte como último escenario

El texto culmina con un giro inevitable: el recordatorio de la muerte. Cortez no se engaña con promesas de inmortalidad. Reconoce que llegará ese instante en el que las campanas ambiguas despedirán su voz. Y, sin embargo, no hay angustia: hay serenidad.

La muerte aparece no como derrota, sino como continuidad. Alguien más nacerá, alguien más cantará, y en esa cadena de voces se extiende el verdadero milagro.

El poema enseña que la vida vale porque es finita, y que la muerte no cancela la existencia, sino que abre paso a otra voz, a otro acento, a otro canto.

 

Balance final

“Qué suerte he tenido de nacer” es más que un poema: es una filosofía de vida. Nos recuerda que el gozo de existir no depende de conquistas materiales ni de victorias históricas, sino de saber mirar lo cotidiano con ojos de gratitud.

Cortez logra que lo efímero se vuelva eterno, porque convierte cada amanecer en milagro y cada despedida en promesa.

En tiempos donde se confunde vivir con acumular, su poema es un recordatorio esencial: la verdadera riqueza está en haber nacido y en saber agradecerlo.

 

Sobre el autor.

Alberto Cortez: el trovador de lo cotidiano

La vida y el legado de un poeta que convirtió la canción en filosofía

 

Los orígenes de una voz

Alberto Cortez nació en 1940 en Rancul, un pequeño pueblo de La Pampa, Argentina. Su nombre real era José Alberto García Gallo, pero desde muy joven adoptó el seudónimo con el que alcanzaría fama internacional. En aquel entorno rural forjó su sensibilidad: la música de su infancia se mezclaba con el canto de los pájaros y las historias contadas al calor del hogar.

La raíz de su obra se encuentra en ese contacto temprano con la naturaleza y con la vida sencilla de la provincia.

A los doce años ya componía melodías, y a los diecisiete decidió partir a Buenos Aires para estudiar y abrirse camino en el mundo de la música.

 

El salto hacia Europa

Con apenas veinte años viajó a Europa, primero a Bélgica y luego a España, donde comenzaría una carrera que lo consagraría como cantautor. Su voz, grave y profunda, encontró eco en un continente que buscaba poesía en medio de la modernidad.

El inicio no fue fácil, pero su talento y la autenticidad de su palabra pronto lo distinguieron del resto.

En Madrid halló el escenario perfecto para transformar sus versos en himnos que conectaban lo personal con lo universal.

 

El poeta de la canción

Cortez no fue un cantante más: fue un cronista del alma. Obras como “Cuando un amigo se va”, “Castillos en el aire” o “Qué suerte he tenido de nacer” lo colocaron en la memoria colectiva de millones.

Su estilo se caracterizó por unir lo cotidiano con lo trascendente, logrando que cada canción sonara como un poema con música.

En sus letras convivían la nostalgia, la gratitud, la reflexión y la ironía, siempre con un tinte profundamente humano.

 

Éxitos y reconocimientos

A lo largo de más de cinco décadas, Cortez grabó más de cuarenta discos y realizó innumerables giras por América y Europa. Fue reconocido con premios internacionales, pero sobre todo con el cariño de su público.

El mayor triunfo de Cortez fue haber convertido su vida en una escuela de sensibilidad y autenticidad.

Cada escenario se volvió para él un confesionario abierto, donde compartía su verdad con humildad y cercanía.

 

El legado eterno

Alberto Cortez falleció en 2019 en Madrid, dejando un vacío profundo en la música iberoamericana. Su muerte no significó silencio, sino continuidad: sus canciones siguen vivas en quienes las escuchan.

Cortez nos enseñó que la verdadera suerte no es alcanzar la fama, sino haber vivido con plenitud y haber compartido esa plenitud en palabras y melodías.

Su obra permanece como un recordatorio de que la poesía puede habitar en lo más simple: un amanecer, un amigo, una fruta, un instante de silencio.

​(ByNotas de Libertad).

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EL VIAJE DE LA FE Y EL ALMA

Siete santuarios que narran a México entre plegarias, montañas y promesas

 

México peregrino: la nación que camina

México se entiende mejor cuando se camina. Cada paso hacia un santuario es más que geografía: es un lenguaje compartido. Los caminos hacia Guadalupe, San Juan, Chalma, Zapopan, Juquila, Talpa y el Cubilete son la escritura viva de una nación que aprendió a unir fe y cultura en un mismo trayecto.

Allí se cruzan historias de campesinos, estudiantes, familias enteras que dejan su cansancio en la vereda para vestirlo de plegaria. En esos caminos, la fe y la cultura se convierten en un mismo pulso.

La fe mexicana es un viaje, no un punto de llegada.

Caminar hacia un santuario es inscribirse en un relato que comenzó hace siglos y que aún hoy sigue escribiéndose con polvo, sudor y esperanza.

Cada sendero se convierte en altar improvisado.

El valle, la montaña, el río o la plaza son parte del templo cuando los pasos del pueblo los consagran.

Los peregrinos hacen de su cuerpo un rosario.

El cansancio se transforma en cuenta y cada kilómetro en oración.

México se descubre en sus caminos de fe.

No sólo se llega al santuario: se llega a la raíz de la identidad compartida.

La peregrinación es la biografía más sincera del pueblo.

 

El corazón que late en siete nombres

Cada santuario es un capítulo de un libro mayor. Guadalupe en el Tepeyac es promesa y origen; San Juan de los Lagos es milagro y continuidad; Chalma es sincretismo y resistencia; Zapopan es bandera y escudo; Juquila es susurro de montaña; Talpa es fiesta desbordada; y el Cubilete es coronación solemne.

Siete nombres que juntos trazan un mapa espiritual de México, donde cada historia local se convierte en memoria nacional.

Guadalupe es madre que convoca a toda la nación.

Su casa en el Tepeyac es más que templo: es raíz de la identidad mexicana.

San Juan de los Lagos es el milagro que nunca se apaga.

Cada peregrino que llega revive el prodigio de la niña que volvió a respirar.

Chalma es danza y cruz en la montaña.

El árbol antiguo se transformó en Cristo y la devoción en peregrinación eterna.

Zapopan es la Generala que defiende a Guadalajara.

La ciudad camina con ella como ejército de fe y música.

Juquila es la voz humilde de la Sierra.

Su pequeña imagen, intacta en el fuego, sigue abrazando a los pobres.

Talpa es carnaval de fe y gratitud.

La penitencia se vuelve júbilo entre mariachis, banda y oraciones.

El Cubilete es altar de la nación.

 

Fiesta, silencio y comunidad

En cada santuario conviven lo solemne y lo popular. La misa solemne se mezcla con la música de banda; el silencio interior con el bullicio de los mercados; la lágrima íntima con la danza colectiva. México aprendió a rezar en plural.

La fe no excluye al que canta ni al que llora: todos encuentran lugar en los atrios y en las plazas. La diversidad es parte del milagro.

La fiesta también es oración.

El mariachi, la danza y el tambor son lenguajes de gratitud.

El silencio es la otra cara de la fiesta.

Quien se detiene frente a la imagen sabe que basta un suspiro para decirlo todo.

La comunidad es el verdadero milagro.

Nadie llega solo: siempre hay manos que acompañan y ojos que alientan.

Cada santuario es también un pueblo en movimiento.

La vida económica, cultural y social se organiza alrededor de la devoción.

La fe mexicana no se guarda: se comparte en voz alta.

 

Rincones y sabores del alma

El viaje a los santuarios no se mide sólo en plegarias: se mide en aromas, colores y sabores. La comida callejera en Guadalupe, el pan dulce en San Juan, el pulque en Chalma, las tortas ahogadas en Zapopan, el café serrano en Juquila, las gorditas en Talpa, y las carnitas en el Bajío rumbo al Cubilete, son parte inseparable de la peregrinación.

Porque la fe también se alimenta en la mesa. Los sabores del camino son memoria que acompaña tanto como una oración.

El cuerpo también necesita consuelo.

Cada platillo compartido en el camino es prolongación del altar.

Los sabores se vuelven memoria.

El café en Juquila o la fruta fresca en Talpa quedan en el recuerdo como plegaria cotidiana.

La hospitalidad mexicana se sirve en plato hondo.

Nadie se queda sin agua, pan o un rincón donde dormir.

La fe se sazona con tradición culinaria.

Cada región aporta su sazón al gran banquete espiritual.

El alma se nutre con plegarias; el cuerpo con el pan del camino.

 

Un mapa de identidad

Estos siete santuarios no son sólo destinos de fe: son capítulos de la historia de México. Son memoria de resistencia, de unidad, de sincretismo, de cultura popular. Son espacios donde la patria se reconoce en plegaria y se redescubre en fiesta.

Hablar de ellos es hablar de México entero: de su dolor, de su esperanza y de su alegría. Cada uno narra una parte de lo que somos, y juntos forman un mapa de identidad que no necesita tinta porque está escrito en los pasos de millones.

Cada santuario es espejo de la nación.

En sus muros se reflejan siglos de historia y sueños de futuro.

La fe mexicana es colectiva.

Nace en el individuo, pero sólo florece en comunidad.

Los siete santuarios son brújula y raíz.

Guían al peregrino y al mismo tiempo lo recuerdan a qué pueblo pertenece.

La devoción es también construcción de identidad.

México se reconoce en sus procesiones tanto como en sus constituciones.

Caminar estos rincones es descubrir el alma de un país.

 

 

(By Notas de Libertad).

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La memoria que nunca calla

 

El calendario como herida

El calendario no es un simple conteo de días: es la respiración de la memoria. Cada fecha es un umbral donde el pasado se asoma y nos recuerda que la historia nunca está dormida. Lo que ayer se escribió con sangre, esperanza o silencio, hoy late de nuevo en las páginas que recorremos.

No hay día vacío, solo hay días que olvidamos mirar.

 

La voz de los pueblos

Aquí, en estos ecos, el tiempo se desnuda con nombres y batallas, con nacimientos y pérdidas, con voces que aún arden. México aparece, con sus victorias y dolores; el mundo resuena, con sus conquistas y derrotas. Todo cabe en este tránsito de horas que nos sostienen, porque el tiempo no es un hilo recto: es un círculo que regresa para exigirnos memoria.

Cada santo, cada efeméride, cada conmemoración es un espejo donde la humanidad se reconoce frágil y, al mismo tiempo, indestructible.

 

Un libro de fuego

Esta sección no pretende llenar un calendario: quiere abrirlo como un libro de fuego. Porque vivir es recordar, y recordar es seguir andando entre los días que nunca terminan de pasar.

Los ecos del calendario son también los ecos de nuestra vida.

Santoral de la Semana
Del 31 de agosto al 6 de septiembre

Domingo 31 de agosto

San Ramón Nonato: Nacido en Cataluña en el siglo XIII, fue mercedario y se dedicó a liberar a cautivos cristianos en tierras musulmanas. Recibió el nombre de 'Nonato' porque nació por cesárea tras la muerte de su madre. Es patrono de las embarazadas y parturientas.

San Aidano de Lindisfarne: Obispo misionero irlandés del siglo VII, evangelizó Northumbria en Inglaterra. Fundó el monasterio de Lindisfarne, que se convirtió en centro espiritual y cultural.

San Aristídes de Atenas: Filósofo y apologista cristiano del siglo II. Presentó una defensa de la fe cristiana al emperador Adriano, siendo uno de los primeros apologistas de la Iglesia.

San Paulino de Tréveris: Obispo del siglo IV que defendió la fe nicena frente al arrianismo. Fue desterrado por su oposición a la herejía, convirtiéndose en símbolo de fidelidad.

Beato Andrés Dotti: Fraile dominico italiano del siglo XIII, conocido por su austeridad y predicación. Colaboró en la expansión de la Orden Dominicana en Italia.

 

Lunes 1 de septiembre

San Egidio (Gil): Ermitaño del siglo VII en la región de Nimes, Francia. Fundó un monasterio que se convirtió en lugar de peregrinación. Es patrono de los discapacitados y mendigos.

San Sixto de Reims: Considerado el primer obispo de Reims, Francia, en el siglo III. Introdujo el cristianismo en esa región, sufriendo persecuciones.

Santa Abigail: Figura del Antiguo Testamento, esposa del rey David. Es recordada como mujer prudente y profetisa que intercedió para evitar la violencia.

San Arturo de Irlanda: Mártir irlandés venerado en la Edad Media, símbolo de resistencia cristiana frente a invasiones y persecuciones.

San Constancio de Aquino: Obispo italiano del siglo VI, reconocido por su labor pastoral en Aquino. Defensor de la ortodoxia cristiana en tiempos de dificultades.

 

Martes 2 de septiembre

Beato Bartolomé Gutiérrez: Nacido en México en 1580, fue sacerdote agustino. Misionó en Japón, donde sufrió martirio en 1632 en Nagasaki por negarse a renunciar a la fe.

San Agrícola de Aviñón: Obispo del siglo VII en Francia, célebre por su caridad y por defender a su pueblo en épocas de calamidades naturales.

San Nonoso: Abad benedictino en el siglo VI en el Lacio, Italia. Conocido por su vida austera y su labor de guía espiritual.

Beata Ingrid Elofsdotter: Noble sueca del siglo XIII que abrazó la vida religiosa. Fundó el primer convento dominico femenino en Escandinavia.

San Zenón de Nicomedia: Mártir del siglo III junto con su familia, víctimas de las persecuciones de Diocleciano en Asia Menor.

 

Miércoles 3 de septiembre

San Gregorio I Magno: Papa entre 590 y 604, reformador litúrgico y gran teólogo. Autor de los 'Diálogos' y promotor del canto gregoriano. Doctor de la Iglesia.

San Aristeo: Obispo y misionero de la Iglesia primitiva, venerado en diversas tradiciones cristianas orientales.

San Aigulfo y compañeros: Monjes mártires del siglo VII en la isla de Lérins, asesinados por piratas por su fe.

Beato Guala de Astino: Monje cisterciense italiano del siglo XII, prior del monasterio de Astino, recordado por su santidad y dedicación.

Santa Basilisa de Nicomedia: Mártir de los primeros siglos, víctima de las persecuciones romanas. Es ejemplo de firmeza en la fe.

 

Jueves 4 de septiembre

San Moisés: Profeta del Antiguo Testamento, liberador del pueblo de Israel de Egipto. Legislador de los Diez Mandamientos en el Sinaí.

San Bonifacio I: Papa entre 418 y 422, defensor de la autoridad papal frente a disputas internas. Promovió la unidad de la Iglesia.

Santa Rosalía de Palermo: Eremita siciliana del siglo XII. Vivió en soledad y penitencia en una cueva del monte Pellegrino. Patronazgo de Palermo tras el fin de la peste en 1624.

San Caletrico de Chartres: Obispo francés del siglo VI, conocido por fortalecer la disciplina eclesiástica en su diócesis.

Santa Ida de Herzfeld: Noble alemana del siglo IX, viuda que dedicó su fortuna a obras de caridad y fundó iglesias. Canonizada por su piedad.

 

Viernes 5 de septiembre

Santa Teresa de Calcuta: Fundadora de las Misioneras de la Caridad en el siglo XX. Premio Nobel de la Paz en 1979. Dedicó su vida a los más pobres en India y el mundo.

San Alperto de Tortona: Abad italiano del siglo XI, fundador del monasterio de Butrio. Destacado por su vida ascética y devoción.

Beata María de los Apóstoles: Religiosa alemana del siglo XIX, fundadora de las Hermanas del Divino Salvador. Consagró su vida a la educación y misión.

San Quinto de Capua: Mártir cristiano de la Antigüedad, venerado en el sur de Italia.

Beato Florencio Dumontet de Cardaillac: Beato francés del siglo XVI, mártir durante las guerras de religión en Francia.

 

Sábado 6 de septiembre

San Zacarías: Profeta menor del Antiguo Testamento, activo en el siglo VI a.C., alentó la reconstrucción del Templo de Jerusalén.

San Cagnoaldo de Laon: Obispo franco del siglo VII, discípulo de San Columbano, promotor de la vida monástica.

Santa Bega de Cumberland: Monja ermita del siglo VII en Inglaterra, venerada como fundadora de un monasterio en Cumbria.

Beato Bertrán de Garrigues: Religioso francés, primer discípulo de Santo Domingo de Guzmán, colaborador en la fundación de la Orden de Predicadores.

San Eleuterio de Spoleto: Mártir del siglo IV en Italia, ejecutado bajo la persecución de Maximiano por negarse a renunciar a su fe.

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Música para recordar el ayer

Alondra de la Parra: la batuta que abrió caminos en el mundo

Una mexicana que convirtió la música clásica en un puente entre culturas

 

Infancia y raíces musicales

Alondra de la Parra nació en Nueva York en 1980, pero su infancia se desarrolló en la Ciudad de México, donde descubrió el poder de la música como lenguaje universal. Hija de un escritor y una crítica de arte, creció rodeada de letras y melodías, en un ambiente que la invitaba a explorar la sensibilidad artística desde temprana edad.

Desde niña mostró un talento innato para el piano y el violonchelo, instrumentos que fueron su primera puerta al universo sonoro. Su disciplina la llevó pronto a destacar entre otros jóvenes intérpretes, pero lo que realmente la distinguía era su capacidad para imaginar la música como una historia que debía contarse con gestos, no solo con notas.

A los diecisiete años decidió que su destino no estaba únicamente en los teclados o en las cuerdas, sino en ese arte mayor que es dirigir una orquesta. Con determinación dejó México para estudiar en Manhattan School of Music, convencida de que la batuta sería su voz.

Esa decisión, arriesgada y temprana, definió su destino: convertir a una mexicana en referente mundial de la dirección orquestal.

Formación y primeras batallas

Nueva York fue el escenario donde su talento floreció. Estudió con maestros que exigían precisión técnica y profundidad interpretativa, cualidades que ella asumió como parte de una búsqueda más amplia: hacer de la música un espacio de diálogo cultural.

Sus primeras presentaciones revelaron una personalidad escénica poderosa, capaz de transmitir energía incluso en los silencios. Mientras otros jóvenes directores buscaban encajar en el molde académico, ella apostó por una presencia magnética que atrapaba al público.

Pronto se convirtió en una figura distinta: mexicana, mujer y joven en un medio dominado por hombres de trayectoria longeva. Esa combinación la obligó a derribar prejuicios, pero también la impulsó a abrir puertas que antes parecían cerradas.

Su nombre comenzó a circular no solo por su técnica, sino por la pasión con que defendía la música latinoamericana. Obras de Revueltas, Chávez y Márquez encontraron en ella una embajadora mundial.

 

Proyección internacional

Con apenas treinta años, Alondra de la Parra ya dirigía a orquestas de prestigio en Europa, América y Asia. Su estilo era claro: precisión en la batuta, dramatismo en la interpretación y una entrega emocional que conectaba con músicos y audiencias por igual.

Su fama se consolidó con la fundación de la Orquesta Filarmónica de las Américas en 2004, un proyecto creado en Nueva York para dar voz a jóvenes talentos y rescatar repertorios latinoamericanos olvidados. Ese gesto la definió como promotora cultural, no solo como intérprete.

Su carrera creció con invitaciones a dirigir en escenarios como Berlín, Londres, París o Sydney. En cada uno de ellos llevó consigo un sello personal: combinar repertorio clásico europeo con compositores latinoamericanos.

Alondra no solo conquistaba podios: conquistaba corazones, mostrando que la música académica podía ser un espacio de encuentro entre tradiciones diversas.

 

Reconocimientos y liderazgo

El reconocimiento no tardó en llegar. En 2017 se convirtió en la primera mujer en ocupar el cargo de directora musical de la Orquesta Sinfónica de Queensland, en Australia. Ese nombramiento no fue solo un logro personal: fue un mensaje de ruptura en un ámbito donde pocas mujeres han alcanzado la cúspide.

Su liderazgo fue reconocido por la crítica como audaz, innovador y sensible, capaz de renovar la energía de una institución centenaria. Bajo su batuta, la orquesta alcanzó públicos más amplios, gracias a su carisma y a su capacidad para acercar la música a nuevas generaciones.

Además de los escenarios, se ha comprometido con causas sociales y educativas, convencida de que la música debe tener un impacto más allá del aplauso. Ha trabajado en programas de formación para niños y jóvenes, y ha hecho de la cultura un instrumento de cohesión social.

La batuta de Alondra no dirige solo notas: dirige esperanzas, sueños y la posibilidad de un mundo más armónico.

 

Legado en construcción

Hoy, Alondra de la Parra es reconocida como una de las directoras más influyentes de su generación. Su nombre aparece junto al de las grandes orquestas del mundo, pero ella insiste en que su verdadera misión es darle a la música un sentido humano, no solo artístico.

Su legado aún se está escribiendo, pero ya se reconoce en ella a una pionera que abrió caminos para las mujeres en la dirección orquestal. Más allá de los premios y los titulares, lo esencial es que ha inspirado a miles de jóvenes a creer que el podio también les pertenece.

Alondra ha demostrado que la música no entiende de fronteras. Desde el clasicismo europeo hasta los ritmos latinoamericanos, su batuta construye puentes y abre horizontes.

Su historia no es solo la de una directora: es la de una mexicana que, con disciplina y pasión, logró transformar su sueño en una realidad compartida.

(By Notas de Libertad).

Huapango de Moncayo.

Bolero de Ravel.

Piensa en Mi.

Kenny Rogers: la voz que unió al country con el corazón del mundo

El juglar texano que transformó el country en un himno universal de historias y emociones

 

Los orígenes de un trovador sureño

Kenny Rogers nació en Houston en 1938, en el seno de una familia numerosa y de raíces humildes. Desde niño aprendió que la música era un refugio y una promesa: en medio de la pobreza encontró en el sonido de una guitarra y en las melodías de los viejos jukebox el inicio de un camino que lo llevaría a convertirse en leyenda.

La niñez de Rogers estuvo marcada por la escasez, pero también por la convicción de que podía aspirar a más que sobrevivir. Esa dualidad lo acompañaría siempre en sus canciones, donde la fragilidad humana se mezclaba con la esperanza.

De adolescente formó parte de pequeños conjuntos escolares, con los que ensayaba baladas y primeros intentos de rock. Su oído privilegiado lo llevó pronto a destacar, pero no fue hasta que integró bandas como The New Christy Minstrels y luego The First Edition cuando su voz áspera y cálida encontró el cauce perfecto.

Con The First Edition demostró que podía moverse entre lo psicodélico y lo folk, sin perder su sello narrativo. Ese paso sería el verdadero trampolín hacia una carrera en solitario que lo convertiría en figura mundial.

 

La voz que convirtió historias en himnos

A mediados de los años setenta, Rogers decidió apostar por sí mismo. El resultado fue fulminante: en 1977, el tema Lucille conquistó al público internacional y lo colocó en la cima de las listas. Aquella canción narraba la tristeza de un hombre abandonado, y lo hacía con una crudeza envuelta en ternura.

Su forma de cantar no era virtuosa en exceso, pero transmitía verdad. Eso lo convirtió en un intérprete único: cada verso parecía confesión, cada estribillo, una cicatriz.

Un año más tarde llegaría The Gambler, quizá su obra maestra. Más que una canción, era un relato: un viejo jugador le entregaba al narrador lecciones de vida en medio de una partida de cartas. Rogers transformó esa historia en un símbolo de sabiduría popular, con un coro que aún hoy resuena como consejo vital.

La magia de Rogers residía en su capacidad de contar cuentos a través de la música, de hacer del country una novela cantada. El público encontró en él no solo a un cantante, sino a un narrador que los acompañaba en su propia ruta incierta.

 

El arte de compartir la voz

Rogers entendía que la música era diálogo. Por eso, sus duetos marcaron época. Con Dolly Parton dio vida a Islands in the Stream, un clásico que aún vibra como testimonio de complicidad y ternura entre dos gigantes. Con Lionel Richie construyó Lady, una balada que desbordaba romanticismo y lo acercó al pop internacional.

Cada colaboración amplió el alcance de su carrera, demostrando que podía habitar géneros diversos sin perder identidad. Su tono grave y aterciopelado era puente entre estilos, uniendo públicos que iban desde el country tradicional hasta el pop más sofisticado.

 A lo largo de los años setenta y ochenta, Rogers no solo fue un ídolo del country: Se convirtió en una estrella global, vendiendo millones de discos y recorriendo escenarios donde su voz era recibida como la de un amigo cercano.

La versatilidad fue su mayor fortaleza: podía cantar un corrido nostálgico, una balada romántica o una canción festiva con la misma credibilidad. Esa habilidad cimentó su estatus como artista universal.

 

Legado y despedida de un gigante

En los noventa y los dos mil, aunque ya no con la fuerza comercial de antes, Kenny Rogers mantuvo su influencia. Se diversificó: actuó en películas, publicó libros de fotografía y fundó su propia cadena de restaurantes, sin dejar nunca de lado la música.

La suya fue una carrera que trascendió el escenario: también fue un hombre de negocios y un artista multifacético. Su nombre quedó ligado tanto a canciones como a proyectos culturales y empresariales.

En 2017 se retiró de los escenarios tras su última gira, con la serenidad de quien había entregado todo. Murió en marzo de 2020, rodeado de su familia, dejando tras de sí un catálogo inmenso que aún hoy acompaña a generaciones.

El legado de Rogers no se mide solo en discos vendidos, sino en la intimidad que construyó con su público. Su música no fue un lujo de críticos: fue un lenguaje común de sentimientos.

Kenny Rogers fue más que un cantante: fue un narrador del alma, un cronista de las derrotas y esperanzas que habitan en cualquier corazón.

 

Cierre

En la historia de la música popular, Kenny Rogers ocupa un lugar único. No fue únicamente un representante del country: fue el artista que logró tender un puente entre géneros, generaciones y culturas. Con su voz áspera, con su mirada de jugador sabio, con sus duetos memorables, hizo de la música un espacio donde las emociones no tenían fronteras.

Aún hoy, escuchar The Gambler, Lucille o Islands in the Stream es volver a la sencillez de las grandes historias bien contadas. Rogers se fue, pero su voz sigue ahí, como un faro que ilumina el camino de quienes buscan en la música una verdad cercana.

(By Notas de Libertad).

The Gambler.

Lady.

Coward Of the County.

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"Sangre y arena"


De: Vicente Blasco Ibáñez

Resumen.

Sangre y arena: la gloria y la condena de un torero

La vida de Juan Gallardo como espejo de la pasión, el deseo y la muerte en la arena

 

El origen humilde y el sueño imposible

Juan Gallardo nació en la pobreza de los barrios de Sevilla, entre callejones donde la esperanza era un lujo reservado para pocos. Desde pequeño, el ruido de los toros y la vibración de las plazas lo llamaban como un destino inevitable. Para él, la fiesta brava no era solo un espectáculo: era la única salida de la miseria, el único camino para alcanzar un nombre que no se apagara en el anonimato.

Desde niño aprendió que el valor podía más que la necesidad, y que un muletazo bien dado podía borrar años de hambre.

Su madre lo veía con miedo y orgullo: temía que lo devorara el toro, pero también que lo condenara la pobreza. Gallardo, con su instinto fiero, comenzó en capeas rurales, arriesgando la vida por monedas y vítores que lo iban empujando a la senda de los elegidos.

El torero no se hace en las escuelas, sino en la sangre derramada de las plazas menores.

A fuerza de triunfos y cornadas, Gallardo se fue ganando un sitio en la memoria del pueblo. El niño pobre se convertía en figura, y con cada aplauso, Sevilla lo reconocía como uno de los suyos, un hijo que se atrevía a desafiar a la bestia.

El hambre fue su primera maestra, la que le enseñó a resistir y a no retroceder jamás.

La gloria, sin embargo, ya lo esperaba. El joven que salió descalzo de las calles oscuras estaba a punto de vestirse de luces para conquistar España.

El destino lo empujaba a la arena con la fuerza de un río que arrastra, sin posibilidad de regreso.

 

La fama y el esplendor del ídolo

El triunfo llegó como un vendaval. Gallardo pronto se convirtió en la gran figura de la tauromaquia, el torero que despertaba pasiones en cada plaza, el héroe de un pueblo que encontraba en él un símbolo de valor y orgullo. La riqueza lo envolvió en lujos que jamás había imaginado, y con ella llegó también el vértigo de la popularidad.

La fama fue su segundo traje de luces: brillante, pero más pesada que el acero.

El joven humilde se transformó en un hombre rodeado de joyas, fiestas y aduladores. En cada gesto se reflejaba la arrogancia del que había conquistado lo imposible. El torero no solo mataba toros: también deslumbraba a la sociedad, que lo trataba como un nuevo aristócrata.

El pueblo olvida pronto al hambriento cuando lo ve sentado en la mesa de los poderosos.

A su lado, Carmen, la esposa piadosa y sencilla, representaba el refugio en medio del torbellino. Ella encarnaba la calma, la ternura y el arraigo que Gallardo necesitaba, aunque no siempre supo valorarla. El contraste entre el amor fiel de Carmen y el mundo ruidoso que lo rodeaba empezaba a marcar la doble vida del torero.

La gloria exige sacrificios que ni el amor más puro alcanza a detener.

Gallardo parecía invencible, pero en lo más íntimo ya comenzaba a sentirse atrapado en una red de vanidades y excesos que lo alejaban de su esencia.

El aplauso de la multitud nunca sacia: es un veneno que pide siempre más.

 

Doña Sol y la pasión destructiva

La aparición de Doña Sol cambió el rumbo de Gallardo. Ella, aristócrata cosmopolita, representaba la tentación, el misterio y la intensidad de lo prohibido. Su relación no fue un simple romance: fue un incendio que consumía todo a su alrededor. La mujer lo atrapó con un magnetismo fatal, llevándolo a experimentar una pasión que se convirtió en condena.

El deseo puede ser más peligroso que el toro que embiste en la plaza.

Gallardo, embriagado por la aventura, se alejó cada vez más de Carmen y de su propio equilibrio. Doña Sol lo arrastró a un mundo de excesos, de noches interminables, de lujos innecesarios que agotaban su cuerpo y su espíritu. Ella no buscaba amor, sino la emoción de dominar al ídolo.

No hay cadena más fuerte que la de una pasión sin futuro.

El torero comenzó a resentir la fatiga en su arte. La muleta ya no era la extensión de su alma, sino un peso que se le caía de las manos. La multitud, exigente y cruel, empezó a notar la decadencia. El héroe, antes aclamado, se veía vulnerable, incapaz de sostener el mito que había construido.

La caída de un ídolo comienza en silencio, cuando el miedo se instala en sus entrañas.

Doña Sol, lejos de salvarlo, lo empujaba más hondo en la espiral de perdición. Gallardo ya no era dueño de sí mismo: era un juguete de la pasión y de la multitud.

El amor verdadero espera, la pasión consume.

La arena como destino final

El desenlace llegó en una tarde fatídica. Gallardo, debilitado y con el espíritu roto, salió a la plaza sabiendo que la multitud lo observaba con una mezcla de expectativa y duda. Los aplausos que alguna vez fueron truenos se habían vuelto murmullos, y en la arena lo esperaba el toro que sellaría su destino.

La plaza es cruel: aplaude la gloria y celebra también la caída.

El torero intentó recuperar la grandeza perdida, pero la fuerza ya no estaba con él. El animal lo embistió con brutalidad, y Gallardo cayó herido de muerte frente a los ojos del público que lo había elevado a lo más alto. El héroe moría en el mismo escenario que le había dado la vida.

El torero vive para la arena, y en la arena encuentra siempre su final.

Carmen lo acompañó hasta el último instante, fiel a su amor, mientras Doña Sol desaparecía como sombra caprichosa. La tragedia se consumaba: el hombre que salió de la pobreza para alcanzar el cielo moría devorado por su ambición y por sus pasiones.

No hay gloria sin riesgo, y en el riesgo late siempre la muerte.

La muerte de Gallardo fue también la lección de Blasco Ibáñez: la fama es un fuego que ilumina, pero que termina quemando al que se atreve a tocarla.

La sangre y la arena se mezclaron para recordar que la vida del torero es un instante de luz condenado a extinguirse.

 

Sobre el autor.

Vicente Blasco Ibáñez: un novelista entre la pasión y la política

La vida de un escritor que hizo de la literatura y la acción social una misma trinchera

 

Infancia y formación en Valencia

Vicente Blasco Ibáñez nació en Valencia en 1867, en el seno de una familia humilde de comerciantes. Desde muy joven mostró inclinación por las letras y por las causas sociales, dos pasiones que marcarían toda su existencia. Su educación estuvo impregnada del ambiente mediterráneo de su tierra natal: el bullicio del puerto, la vida de los huertos y la tensión política que hervía en las calles.

Desde niño comprendió que las palabras podían ser un arma tan poderosa como el acero.

Estudió Derecho en la Universidad de Valencia, aunque su vocación nunca fue ejercer la abogacía. La toga le resultaba estrecha frente a la amplitud de la pluma y la tribuna. Durante sus años universitarios se inclinó hacia las ideas republicanas y anticlericales, convirtiéndose en un militante apasionado de las luchas sociales de su tiempo.

La política fue para él una escuela de fuego donde templó su espíritu combativo.

En las tertulias de cafés valencianos comenzó a escribir y a forjar su carácter de agitador. La juventud lo llevó al periodismo y a la militancia, dos trincheras donde unió la palabra con la acción.

El joven Blasco aprendió que narrar también era una forma de combatir.

Pronto su pluma comenzó a destacar, primero en artículos encendidos y después en narraciones costumbristas que retrataban la vida de los campesinos, los pescadores y los trabajadores de su región.

El Mediterráneo fue su primera gran novela: la que le dio paisajes, personajes y acentos.

 

El político y agitador social

Blasco Ibáñez no fue un escritor de gabinete. Su nombre resonaba tanto en los periódicos como en las plazas públicas. Como político republicano, sufrió persecuciones, encarcelamientos y destierros. Su voz se alzó contra la monarquía, contra la injusticia social y contra la influencia opresora del clero en la vida española.

La cárcel fue su tribuna cuando le negaron la plaza pública.

En el Congreso de los Diputados se destacó por sus discursos vibrantes, donde la pasión desbordaba tanto como en sus novelas. Fue un líder de masas en Valencia, capaz de arrastrar multitudes con sus palabras. Su figura se convirtió en sinónimo de desafío al poder establecido.

Su verbo era tan afilado como su pluma.

Pero al mismo tiempo que incendiaba con discursos, también escribía con disciplina. Su obra literaria crecía paralela a su actividad política, lo que lo convirtió en un intelectual con una presencia pública inusual en su época.

Nunca separó la literatura de la vida: ambas eran parte de su combate.

Aunque alcanzó prestigio como diputado, fue la narrativa la que finalmente lo consolidó como figura universal, llevando su voz más allá de España.

El escritor terminó eclipsando al tribuno, pero sin perder nunca su espíritu rebelde.

 

El novelista de fama internacional

La producción literaria de Blasco Ibáñez fue abundante y diversa. Sus primeras novelas, ambientadas en Valencia, mostraban la dureza de la vida rural y marinera, con un realismo descarnado que le valió la admiración de sus contemporáneos. Obras como La barraca y Cañas y barro se convirtieron en clásicos de la narrativa regional.

La tierra valenciana fue su musa primera y eterna.

Con el tiempo, su ambición lo llevó a escenarios más amplios. En Sangre y arena, exploró el mundo del toreo, un universo de pasiones y tragedias. En Los cuatro jinetes del Apocalipsis, se adentró en la Primera Guerra Mundial y alcanzó fama mundial, sobre todo en Estados Unidos, donde su novela se convirtió en un éxito editorial y cinematográfico.

Su pluma se atrevió a narrar desde la huerta valenciana hasta la guerra mundial.

La fuerza de su estilo residía en la capacidad de combinar descripciones intensas, personajes llenos de vida y una crítica social latente en cada historia. Era un narrador torrencial, incapaz de contener la energía de su prosa.

Cada novela fue una barricada desde la cual desnudaba la condición humana.

Su éxito internacional lo llevó a recorrer Europa y América, donde fue recibido como un gran intelectual. El Mediterráneo y la Guerra Mundial se unieron en su obra para darlo a conocer en el mundo entero.

Blasco Ibáñez se convirtió en un escritor universal sin dejar de ser profundamente valenciano.

 

Últimos años y legado

En sus últimos años, Blasco Ibáñez se instaló en la Riviera francesa, en la villa Fontana Rosa, un lugar que convirtió en refugio y centro cultural. Desde allí continuó escribiendo y recibiendo a intelectuales, aunque su salud comenzó a deteriorarse. Murió en 1928, dejando una obra vasta y una huella indeleble en la literatura española y universal.

La pluma se le cayó de las manos, pero su voz siguió resonando en las páginas.

Su entierro en Valencia fue multitudinario: miles de personas acudieron a despedir al escritor y político que había hecho de la palabra un acto de rebeldía. Para su pueblo, no era solo un novelista: era un símbolo de dignidad, lucha y valentía.

Su nombre se convirtió en bandera para quienes creían en la fuerza de la palabra.

El tiempo lo ha situado como uno de los grandes narradores del realismo español, heredero de Galdós, pero con una pasión social y un temperamento político que lo diferenciaron.

No fue un escritor de biblioteca: fue un hombre que hizo de la calle y de la plaza sus escenarios narrativos.

El legado de Blasco Ibáñez permanece no solo en sus novelas, sino en la idea de que la literatura puede ser un arma de transformación social.

Vicente Blasco Ibáñez vive cada vez que un lector abre sus páginas y escucha el rugido del pueblo en sus palabras.

 

(By Notas de Libertad).

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Nota inicial de agradecimiento

Antes de entrar en la historia del Rey David, quiero detenerme en un gesto de gratitud.

Al licenciado Óscar “Gato” Negrete le debo más de lo que las palabras alcanzan a expresar. No solo me regaló una charla, me abrió la memoria viva de la fiesta brava. En su voz, cada recuerdo sobre David Silveti se volvió presente; cada anécdota, una lección; cada silencio, un eco de lo que significa el toreo.

Hablar con él fue asomarme a la verdad que no está en los libros, sino en el corazón de quienes han respirado la arena y entendido el peso de un apellido como el de los Silveti.

Por eso, esta crónica lleva su huella: porque el Gato no me habló de historia, me habló de vida. Y en cada palabra suya encontré el hilo para tejer este relato que hoy entrego al lector.

Gracias, Gato, por recordarnos que los toreros nunca mueren mientras haya alguien que los nombre con la pasión y la fidelidad con que tú los recuerdas.

 

 

/… “El Rey David: la vida luminosa y dolorosa de Silveti”

“Crónica íntima de un torero que convirtió la herencia en destino, la valentía en estilo y el dolor en silencio.”

 

“Infancia bajo la sombra del tigre”

“Los orígenes de David Silveti en el corazón de una dinastía taurina.”

 

El legado del abuelo y la marca del apellido

Juan Silveti Mañón, el mítico “Tigre de Guanajuato”, fue mucho más que un torero de época. Ese eco llenaba la casa de relatos, fotografías y carteles que hablaban de gloria y de heridas. Para David, su abuelo no era una figura distante, era un mandato silencioso.

La figura del abuelo lo acompañaba como si fuese un guardián invisible, imponiendo respeto en cada sobremesa familiar.

La herencia no le prometía triunfos: le imponía la obligación de honrarla.

Creció viendo cómo el apellido Silveti abría puertas, pero también imponía la exigencia de estar a la altura.

Un apellido en la tauromaquia pesa como una cornada que nunca cicatriza del todo.

Desde niño entendió que el toreo no era afición, era destino.

Desde pequeño supo que cada paso suyo sería comparado con los pasos de quienes lo precedieron.

En su entorno, el “Tigre” era invocado como mito y compromiso.

El apellido era una llave, pero también una armadura que debía aprender a cargar.

 

La voz del padre y la fuerza de la madre

Su padre, Juan Silveti Reynoso, hablaba con la autoridad del que sabe que la plaza no perdona. De él aprendió que la bravura no es accidente, es disciplina. Su madre, Doreen Barry, le dio ternura y otra mirada, la de un mundo que equilibraba dureza con afecto.

Del padre heredó la paciencia: esperar al toro es esperar a la vida misma.

La exigencia en casa lo empujaba a no confiarse jamás en la suerte fácil.

De la madre aprendió que la fortaleza se disfraza a veces de caricia.

Ella lo alentaba con serenidad, dándole respiro cuando el peso era demasiado.

La infancia de David fue un diálogo constante entre rigor y ternura.

Entre la severidad de su padre y la dulzura de su madre, se formó un carácter único.

De esa mezcla nació el temple que después mostraría en la arena.

 

Un niño entre becerradas y relatos de gloria

A los doce años ya estaba frente a becerros. Mientras otros niños corrían tras un balón, él se medía con animales pequeños que exigían respeto. La infancia se convirtió en un aprendizaje adelantado, una escuela sin recreos.

En su casa, las paredes eran una universidad de carteles y fotografías que contaban lecciones de valor.

Su infancia no fue de juegos comunes: fue una escuela de arena.

El miedo nunca desaparecía, pero aprendió a convivir con él como un compañero inevitable.

Cada relato era una clase magistral disfrazada de anécdota.

La memoria familiar le enseñaba que la gloria tenía siempre cicatrices ocultas.

Desde temprano toreaba como quien reza: en silencio, con fe callada.

La seriedad en su rostro sorprendía: no jugaba al torero, ya lo era.

Cada becerrada confirmaba que estaba hecho para algo más grande.

 

La decisión temprana de abrazar el ruedo

No hubo que preguntarle qué quería ser. La respuesta estaba en la forma en que sujetaba el capote, en la seriedad con que entrenaba, en su mirada concentrada. No soñaba con el ruedo: lo habitaba desde entonces.

Su infancia concluyó pronto, sustituida por una convicción adulta en un cuerpo de niño.

La decisión de ser torero llegó antes de la adolescencia.

Cada día reafirmaba su vocación con pasos seguros en la arena.

Para David, el toreo no era futuro: era presente.

Su juventud temprana se volvió entrenamiento constante, sin tregua.

El ruedo no era espectáculo: era camino de vida.

Así nació la certeza que lo acompañaría hasta el final.

Allí empezó a escribirse la historia del Rey David.

 

“La juventud y los primeros capotes”

“Los inicios de David Silveti, entre becerradas, novilladas y el viaje formativo a España.”

 

El despertar del novillero

La adolescencia de David estuvo marcada por la decisión de lanzarse al ruedo más allá del patio familiar. Las becerradas se transformaron en novilladas con público exigente. Cada tarde en la arena era un examen.

El salto de becerrista a novillero fue un bautizo de fuego.

Su nombre empezó a sonar más allá de la dinastía: ya era David por sí mismo.

En cada tarde se jugaba no solo la faena, sino la confianza de quienes lo rodeaban.

La seriedad en su rostro lo distinguía entre otros jóvenes que aún lo tomaban como juego.

El ruedo se volvió el espejo donde se miraba con hambre de grandeza.

La dureza de esas pruebas consolidó su vocación.

La juventud de David fue una forja hecha de sangre, sudor y ovaciones tempranas.

 

Los primeros triunfos y heridas

Las plazas menores fueron su primer escenario de consagración íntima. En cada triunfo se dibujaba el carácter que más tarde lo llevaría a las grandes ligas. Pero también llegaron los golpes y las heridas: la fiesta no perdona, y David lo aprendió pronto.

Las primeras orejas eran trofeos que pesaban más que medallas.

El muchacho sentía cómo esas preseas abrían camino a su apellido y a su nombre propio.

Cada cornada temprana fue cicatriz que hablaba de valentía.

El dolor lo acompañaba, pero también lo fortalecía en su convicción.

El joven torero aprendió que cada herida es un capítulo, no un final.

El cuerpo se marcaba, pero el alma se templaba.

En el sacrificio encontró la primera definición de su estilo.

 

El viaje a España

En 1977 tomó la decisión de cruzar el océano. España era la universidad del toreo, y allí se probó frente a públicos más severos y a novillos de casta más dura. Aquella docena de novilladas le enseñó a medir, a esperar y a resistir la crítica.

El viaje fue un rito de paso hacia la madurez.

En tierras ajenas entendió que la afición mexicana le exigía más que cariño: le pedía grandeza internacional.

España le mostró que el apellido abría puertas, pero que el respeto había que ganarlo.

Cada tarde era escrutinio feroz de un público sin concesiones.

Los tendidos europeos le enseñaron que la verdad del toreo es universal.

El joven David regresó a México con otro temple, más profundo, más consciente.

Ese viaje consolidó al hombre que estaba dejando de ser solo hijo y nieto.

 

El regreso con hambre de alternativa

Cuando volvió de España, David ya no era un muchacho de promesas: era un novillero en plena madurez. El regreso a las plazas mexicanas fue recibido con expectación. Todos sabían que estaba listo para doctorarse.

El regreso fue una proclamación: estaba preparado para la alternativa.

Los públicos lo recibieron con esperanza y exigencia al mismo tiempo.

La alternativa se veía ya en el horizonte cercano.

El joven torero se sabía protagonista de una historia mayor.

La ilusión se mezclaba con la responsabilidad de un destino familiar.

El apellido volvía a pesar, pero ahora el cuerpo y el alma estaban listos.

Cada tarde era ensayo general para el día en que se doctoraría en Irapuato.

 

 

“La alternativa y la consagración mexicana”

“El día de Irapuato, la Plaza México y el inicio de una figura nacional.”

 

El doctorado en Irapuato

El 20 de noviembre de 1977, en la Plaza Revolución de Irapuato, David Silveti se doctoró como matador de toros. Fue un día señalado por la historia: Curro Rivera como padrino, Manolo Arruza como testigo, y el toro 'Catrín' de Mariano Ramírez como testigo mudo. Ese día dejó de ser novillero y se convirtió en matador ante una afición expectante.

El doctorado fue la confirmación de que no era solo un apellido, era un torero hecho.

Las crónicas de la tarde hablaron de temple, valor y naturalidad en su estilo.

Cada pase suyo era una declaración de independencia taurina.

La herencia se transformaba en voz propia.

La plaza de Irapuato fue el escenario del nacimiento de un nuevo Silveti.

A partir de allí, el nombre 'David' comenzó a pesar tanto como el apellido.

El público entendió que había surgido una nueva figura mexicana.

 

El salto a la Plaza México

El 7 de enero de 1979, David confirmó su alternativa en la Plaza México, la más grande del mundo. Manolo Martínez como padrino y Eloy Cavazos como testigo acompañaron la tarde. El público capitalino presenció cómo un joven con estilo sereno enfrentaba el toro con dignidad.

La Plaza México fue su consagración como figura nacional.

Aquella tarde quedó marcada en la memoria de una generación de aficionados.

David se mostró como un torero de clase, de muñecas suaves y mirada firme.

El coso más grande le abrió la puerta a un público que sería suyo para siempre.

La confirmación en la capital mexicana fue su acta de nacimiento simbólica.

Ese día se le reconoció como heredero legítimo de una dinastía legendaria.

La ovación de la Plaza México se convirtió en su nueva carta de identidad.

 

Un estilo que cautivaba

David no era un torero de gestos grandilocuentes. Su arte estaba en la naturalidad, en la forma de pararse frente al toro, en la suavidad de las verónicas, en la manera en que el tiempo parecía detenerse cuando movía el capote. Ese estilo lo convirtió en favorito de la afición mexicana.

Su temple era su mayor arma, más allá de la espada.

Los tendidos lo esperaban porque sabían que ofrecía autenticidad.

David toreaba como quien conversa, sin necesidad de gritar.

El público encontraba en él un torero de verdad, sin adornos innecesarios.

En cada tarde demostraba que el arte podía imponerse al dolor.

El respeto se lo ganó con pureza y no con alardes.

Así nació el mito del Rey David en la mente de la afición.

 

La figura nacional

Con Irapuato y la Plaza México, David se consolidó como figura nacional. El país taurino lo reconocía y lo esperaba en cada cartel. Los jóvenes lo miraban como ejemplo, y los veteranos lo respetaban como a un digno heredero de la estirpe Silveti.

La consagración no fue un instante, fue un camino que iniciaba.

David sabía que la gloria apenas comenzaba y que lo más duro estaba por venir.

El torero se convirtió en bandera de la afición mexicana.

Su nombre era sinónimo de clase, temple y dignidad en el ruedo.

Cada tarde a partir de entonces lo esperaba la responsabilidad de un país.

La afición ya no le permitía una tarde mediocre: debía ser siempre grande.

El Rey David empezaba a escribir su historia como ídolo.

 

“Madrid y la dimensión internacional”

“La confirmación en Las Ventas y el reconocimiento de David Silveti como torero universal.”

 

El viaje definitivo a Europa

En 1987, David Silveti regresó a España para afrontar el reto más grande de su carrera: confirmar su alternativa en la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid. Ese viaje no era una simple gira más, sino el cumplimiento de un destino largamente anunciado. El joven que en 1977 había toreado en una docena de novilladas en tierras españolas volvía ahora como matador consolidado en México, con el deber de demostrar que su arte podía resistir la lupa del público más exigente del mundo taurino.

La Feria de San Isidro era un escenario temido y respetado. No bastaba con lucir temple o valentía; en Madrid se exigía pureza, verdad y la capacidad de sostener la mirada de la crítica. Cada pase sería examinado como si se tratara de un tribunal inflexible.

El viaje a Madrid no era un simple desplazamiento: era el examen final de su carrera.

La expectativa en México era enorme: la prensa seguía sus pasos, los aficionados comentaban cada detalle y la dinastía Silveti esperaba con orgullo y ansiedad.

España era la vara con la que se medía a los grandes.

Para David, cruzar nuevamente el océano era como regresar al inicio, pero con el peso de años de cornadas, operaciones y triunfos.

La cita en San Isidro era un destino ineludible para un Silveti.

Madrid lo esperaba con su dureza característica: un público que no se deja impresionar por apellidos ni por trayectorias previas.

El reto de Las Ventas era consagrarse ante la crítica más rigurosa del mundo taurino.

 

La tarde de la confirmación

El 24 de mayo de 1987, David Silveti se presentó en Las Ventas para confirmar su alternativa. El cartel reunía a Nimeño II como padrino, Tomás Campuzano como testigo, y toros de la ganadería de San Mateo. El ambiente era solemne, casi litúrgico: en Madrid, cada confirmación se vive como un juicio colectivo.

Cuando el paseíllo comenzó, el silencio de la plaza imponía tanto como el rugido de un toro. David saludó con serenidad, consciente de que estaba escribiendo una página definitiva en su historia. Cada movimiento fue observado con lupa: el público madrileño no concede aplausos fáciles.

La confirmación fue un acto solemne de valentía y arte.

Los tendidos de sol y de sombra analizaban cada pase, cada detalle técnico, cada expresión corporal.

Cada pase fue medido como si fuera definitivo.

El estilo de Silveti, basado en la naturalidad y en el temple de muñecas, generó división: algunos lo aplaudieron, otros lo juzgaron frío.

Madrid no aplaude fácil, pero reconoce lo auténtico.

La corrida terminó con respeto: no hubo puertas grandes ni faenas apoteósicas, pero sí la certeza de que el torero había dado la cara con dignidad.

La plaza más dura le dio su lugar como torero internacional.

 

El eco de Madrid en México

La noticia del paso de David por Madrid llegó rápido a México. La prensa taurina relató con detalle la seriedad de su actuación, resaltando que había resistido la prueba sin arredrarse. Los cronistas señalaron que su estilo podía parecer pausado para algunos, pero en esa pausa residía la pureza de su toreo.

En Guanajuato, en León, en las peñas taurinas de todo el país, se habló con orgullo de la confirmación. No se trataba de trofeos ni de números: se trataba de haber estado allí, de haber caminado en Las Ventas con la dignidad de un Silveti.

En México, la afición entendió que David había cruzado la frontera del respeto.

Las reseñas coincidían: el Rey David no buscaba conquistar con gestos grandilocuentes, sino con autenticidad.

El eco madrileño fortaleció su lugar en los carteles mexicanos.

Su figura adquirió un peso simbólico: había enfrentado la vara de medir más dura y había salido ileso en lo esencial.

Cada tarde en México después de Madrid tenía un valor añadido.

El público lo recibía como a un torero probado en la arena universal, y eso cambió su relación con la afición.

El Rey David ya no era solo un ídolo nacional: era un torero de talla internacional.

 

Un torero universal

El paso por Madrid consolidó a David Silveti en la memoria del toreo internacional. No todos los que pisan Las Ventas salen con respeto; muchos quedan olvidados en la severidad de la plaza. David no salió con trofeos, pero salió con un lugar ganado en la conciencia del público. Ese respeto silencioso era, en muchos sentidos, más valioso que cualquier oreja.

En adelante, cada presentación suya llevaba la marca de Madrid. La crítica lo trataba como a un torero que había pasado por la máxima exigencia, y el público mexicano lo admiraba con renovada devoción. El propio David sabía que aquella tarde le había dado una estatura distinta.

Madrid no lo convirtió, lo confirmó.

Su nombre se unió a la lista de los que habían resistido la prueba mayor.

El respeto ganado no se mide en trofeos, se mide en memoria.

La memoria de Las Ventas lo colocó entre los hombres que hicieron del toreo un arte verdadero.

El Rey David se convirtió en símbolo de un toreo que traspasaba fronteras.

Para la afición mexicana, aquello significó orgullo; para él, significó paz momentánea en medio de una vida marcada por el dolor.

Su figura ya no era local ni nacional: era patrimonio de la fiesta brava.

 

“El dolor y la gloria”

“Las cornadas, las cirugías, las rodillas rotas y la obstinación de un torero que convirtió el sufrimiento en estilo.”

 

Las primeras heridas

Desde muy temprano, David Silveti aprendió que el cuerpo sería el precio inevitable de su arte. Las primeras cornadas marcaron su piel y dejaron la advertencia de que la fiesta brava no concede privilegios. Cada herida fue un recordatorio cruel, pero también una reafirmación de su compromiso con el ruedo.

A diferencia de otros toreros que se hundían en el miedo después de una cornada, David regresaba con más entereza, como si la sangre derramada lo acercara más a la esencia del toreo.

Cada cornada era una cicatriz que se volvía medalla invisible.

La afición lo reconocía por esa entereza: por volver una y otra vez, sin lamentos.

El dolor nunca lo detuvo, lo moldeó.

Cada entrada a la enfermería era un recordatorio de que estaba arriesgando la vida por algo que consideraba sagrado.

Las heridas no lo alejaban: lo hacían más fiel al ruedo.

Esa fidelidad era la que lo convertía en ídolo de la afición.

El valor de David no estaba en no sentir miedo, sino en seguir adelante con él.

 

Las rodillas que no se rendían

Si algo caracterizó a David Silveti fueron sus rodillas castigadas. Más de cuarenta operaciones a lo largo de su carrera, catorce de ellas en las rodillas, marcaron su vida como torero. El dolor se convirtió en un compañero constante. A veces salía a torear con vendajes ocultos bajo el traje de luces, fingiendo normalidad.

Los médicos le pedían prudencia, pero David se negaba a abandonar lo que amaba. Cada tarde en la plaza era un desafío a su propio cuerpo, un duelo entre voluntad y limitaciones físicas.

Las rodillas rotas fueron su cruz y su bandera.

La afición veía en él no solo a un torero, sino a un guerrero que luchaba contra sí mismo.

Cada pase con dolor era un acto de fe.

El público comprendía que en cada movimiento se jugaba no solo la estética, sino la resistencia humana.

Su toreo se volvió más sereno porque el dolor lo obligaba a templar.

La serenidad de sus lances estaba dictada por las cicatrices de su cuerpo.

La lucha contra el dolor fue la marca de su estilo.

 

El respeto de la afición

La perseverancia de David frente al sufrimiento lo convirtió en figura de respeto. Los aficionados sabían que estaban presenciando a un hombre que se mantenía de pie más allá de lo razonable. Cada tarde era un acto de entrega absoluta. No había espacio para la mediocridad: o se jugaba la vida, o no era Silveti.

Ese compromiso generaba una conexión única con el público. La gente se ponía de pie no solo por la estética del toreo, sino por el coraje de ver a alguien que no se rendía.

El público admiraba más su resistencia que sus trofeos.

Las orejas podían ser discutibles, pero el valor era indiscutible.

Cada tarde de Silveti era la promesa de que entregaría hasta la última gota de fuerza.

Ese pacto implícito con la afición lo elevó al rango de símbolo.

El respeto que generaba no se mendigaba, se imponía.

El silencio reverente en los tendidos era prueba de ello.

Su legado estaba hecho de dolor compartido con quienes lo veían.

El triunfo entre las cicatrices

A pesar del sufrimiento, David Silveti alcanzó triunfos memorables. Más de quinientas corridas en México, cientos de orejas y varios rabos lo convirtieron en uno de los toreros más importantes de su generación. Pero lo que realmente lo distinguía no era la cantidad de trofeos, sino la forma en que los obtenía: con un cuerpo remendado y un espíritu indomable.

En cada triunfo había detrás una historia de noches de hospital, de rehabilitaciones interminables y de incertidumbres médicas. Sin embargo, en el ruedo no mostraba esas batallas: solo ofrecía arte y verdad.

El triunfo de Silveti fue convertir el dolor en belleza.

La gloria de su carrera no se mide en estadísticas, sino en memorias de faenas que conmovieron.

Cada pase suyo estaba cargado de cicatrices invisibles.

El público intuía que detrás de cada lance había un sacrificio previo.

La gloria era auténtica porque había sido conquistada con sufrimiento.

Esa autenticidad lo convirtió en un ídolo eterno.

El Rey David fue grande porque nunca dejó de luchar.

 

 

“La última gran faena”

“La tarde de ‘Mar de Nubes’ en la Plaza México, la despedida no anunciada y el arte por encima del cuerpo roto.”

 

Un inicio de año distinto

El 12 de enero de 2003, la Plaza México fue testigo de una tarde que con el tiempo se volvería legendaria. La corrida de Fernando de la Mora parecía, en principio, una tarde más de temporada grande. Sin embargo, para David Silveti sería el escenario de su última gran obra, aquella que el destino convirtió en un adiós implícito.

El torero llegaba con su cuerpo desgastado, las rodillas castigadas y las secuelas de años de operaciones. Aun así, su presencia en el paseíllo levantó la expectación de un público que sabía que cada tarde suya podía ser la última.

El ambiente de esa tarde tenía un aire de despedida no pronunciada.

La afición lo miraba con respeto, con la mezcla de cariño y dolor que solo despierta un ídolo en sus últimos actos.

Cada movimiento suyo era seguido con devoción.

El silencio de los tendidos revelaba que todos intuían que algo distinto estaba por ocurrir.

El Rey David no llegó a esa plaza como un hombre sano, sino como un guerrero herido.

Pero ese guerrero aún tenía fuerza para escribir una página más en la historia de la tauromaquia.

El toreo, ese día, se volvió confesión íntima.

 

El toro ‘Mar de Nubes’

El destino quiso que se enfrentara a un toro de nombre poético: ‘Mar de Nubes’. Ese animal de Fernando de la Mora fue mucho más que un oponente: se convirtió en espejo del torero, en interlocutor de su verdad. La faena comenzó con verónicas templadas que parecían dictadas desde el dolor mismo.

David se plantó con serenidad, como si cada movimiento fuese dictado por una fuerza superior. El público entendió de inmediato que aquello no era una faena común: era el alma del torero desnuda frente al toro.

El nombre del toro pareció anticipar el tono lírico de la tarde.

La embestida fue noble, y David la interpretó con cadencia, como si flotara sobre la arena.

Cada pase fue un diálogo entre dolor y arte.

El toro obedecía a la suavidad de sus manos, a la música interior de un torero que estaba dando todo.

La faena se convirtió en confesión frente a miles de testigos.

El silencio era absoluto: la plaza entera contenía la respiración.

‘Mar de Nubes’ fue el compañero de un adiós que no se dijo en palabras.

 

El arte por encima del dolor

Lo asombroso fue que, a pesar de la fragilidad de su cuerpo, David toreó con una frescura artística inusitada. El dolor que lo perseguía desde hacía años parecía transformarse en fuente de inspiración. Cada muletazo tenía la hondura de quien sabe que está toreando contra el tiempo.

El público, consciente del estado físico del torero, respondió con una ovación que parecía abrazarlo. Era una tarde de comunión: el torero y la afición entendían que estaban compartiendo un instante irrepetible.

El dolor dejó de ser límite y se volvió estilo.

En cada pase había cicatrices invisibles que se transformaban en belleza.

La plaza entendió que estaba presenciando una obra mayor.

El toreo de Silveti adquirió esa tarde un aire de eternidad.

El Rey David se elevó por encima de su cuerpo roto.

El hombre sufría, pero el artista volaba.

Cada muletazo fue un canto de despedida.

 

La despedida implícita

Nadie lo sabía en ese momento, pero aquella tarde sería recordada como su última gran faena. El propio David parecía intuirlo: su mirada, sus gestos, el ritmo pausado de su toreo lo delataban. No hubo anuncio de retiro, pero la plaza supo que estaba presenciando algo irrepetible.

La ovación final fue larga, sentida, con lágrimas en muchos rostros. Los aficionados no sabían que sería la última vez que verían a Silveti en plenitud, pero lo intuyeron en el alma.

La despedida no se anunció: se sintió.

La gente comprendió que la historia estaba cerrando un capítulo sin decirlo en voz alta.

La Plaza México se convirtió en templo de memoria.

Cada rincón del coso guardó ese instante como reliquia.

El adiós de David Silveti fue un poema sin palabras.

La faena de ‘Mar de Nubes’ quedó inscrita como una confesión última.

Aquel día el Rey David toreó su propio destino.

 

 

 “El hombre detrás del traje de luces”

“La intimidad de David Silveti: familia, vulnerabilidad y el legado humano de un torero inolvidable.”

 

La familia como refugio

Más allá de la figura pública, David Silveti era esposo y padre. Su matrimonio con Laura del Bosque y la llegada de sus cinco hijos fueron su sostén más profundo. En medio del dolor físico y las exigencias del ruedo, encontraba en su familia un motivo para seguir adelante. Sus hijos eran la continuidad de una dinastía, pero también la razón íntima de sus sonrisas más sinceras.

En las sobremesas hogareñas, lejos del bullicio de las plazas, se dejaba ver un hombre más sereno, un padre atento que sabía reír con ternura.

La familia era la trinchera donde dejaba el capote para ser simplemente David.

Esa doble vida, la del torero y la del padre, lo mantenía en equilibrio.

El torero necesitaba del hogar tanto como del ruedo.

El calor familiar era la única medicina que no encontraba en las enfermerías.

El apellido Silveti seguía, pero en casa era solo papá.

El cariño de sus hijos era un refugio frente a la soledad del héroe.

En los ojos de su familia encontraba la fuerza para seguir.

 

La batalla invisible

Detrás de los aplausos, David libraba una batalla silenciosa contra la depresión y el trastorno bipolar. El peso de las lesiones, las presiones de la carrera y la fragilidad emocional lo sumieron en una lucha íntima y dolorosa. Los médicos lo atendían por el cuerpo, pero la mente quedaba con heridas más difíciles de curar.

En ocasiones, la sonrisa pública contrastaba con los silencios oscuros de la vida privada. La gente veía al ídolo; pocos veían al hombre que cargaba tormentas interiores.

El mayor enemigo de David no fue el toro, fue la tristeza.

Esa lucha se libraba lejos de los reflectores, en la soledad de las habitaciones.

El dolor emocional pesaba tanto como las cornadas.

Los silencios eran a veces más cortantes que los pitones.

El héroe público escondía un hombre vulnerable.

Ese contraste fue parte de su grandeza y de su tragedia.

El público no sabía que las cicatrices invisibles eran las más profundas.

 

El desenlace en Salamanca

El 12 de noviembre de 2003, en Salamanca, Guanajuato, David Silveti tomó una decisión definitiva: acabar con su vida. La noticia fue un golpe devastador para la afición mexicana y para la fiesta brava. Nadie quería creerlo, pero la depresión había ganado la última batalla.

Ese día, la dinastía Silveti se tiñó de luto. Los aficionados lloraron no solo al torero, sino al hombre que había regalado belleza en cada faena.

La tragedia ocurrió en silencio, sin aviso previo.

La noticia corrió como un relámpago entre plazas y peñas taurinas.

El Rey David se despidió con un gesto doloroso.

La tristeza no respetó laureles ni ovaciones.

El hombre sucumbió donde el torero siempre había resistido.

Ese contraste entre gloria y tragedia marcó su memoria.

El silencio de Salamanca quedó para siempre como símbolo de su partida.

 

El legado humano

Más allá de las cifras, las orejas y los trofeos, David Silveti dejó un legado humano. Fue recordado por su entrega, su valor y su capacidad de transformar el dolor en belleza. La afición lo mantiene vivo en la memoria, y su nombre es pronunciado con respeto en cada tertulia taurina.

Su hijo Diego continuó la estirpe, llevando consigo la herencia y el peso de ser Silveti. La dinastía sigue, pero la figura del Rey David permanece como un símbolo único.

El legado no está en las estadísticas, sino en las emociones que despertó.

Cada faena suya es un recuerdo compartido por quienes lo vieron en la arena.

El Rey David es inmortal porque su arte vive en la memoria colectiva.

Su figura representa la dignidad y el sacrificio del toreo. 

El hombre que sufrió es también el artista que conmovió.

Ese contraste hace que su nombre sea eterno.

La historia lo recordará como torero y como ser humano complejo.

Al Rey David Silveti, eterno en la memoria de la afición, vaya este homenaje final. Su vida fue entrega, su arte fue verdad, y su paso por los ruedos nos enseñó que el dolor puede convertirse en belleza. Su nombre seguirá vivo cada vez que un torero se plante en la arena con el alma por delante. El Rey David no se ha ido: habita en la memoria, en el eco de cada ovación, en la historia misma de la tauromaquia mexicana.

 

 

(By Notas de Libertad).

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