
LA LEYENDA
38

La Leyenda 38
Donde lo invisible se vuelve palabra, y lo olvidado, memoria
Hay semanas que no dejan huella.
Y hay otras que se te quedan en el cuerpo sin saber por qué.
No fue el escándalo.
No fue la nota roja.
Fue otra cosa. Un silencio que se instaló, una ausencia que nadie nombró, una verdad que nadie quiso mirar.
Esta columna nació para eso: para hacer visible lo que pasa cuando todo el mundo está distraído.
Cuando el reflector apunta hacia donde conviene, y no hacia donde duele.
Aquí no escribimos para convencer.
Escribimos porque hay cosas que, si no se cuentan, se pudren por dentro.
La Leyenda 38 no es un resumen de la semana. Es una forma de no olvidarte de ti.
A veces el poder no grita, solo desaparece.
Y lo verdaderamente importante se disfraza de normalidad.
Pero la injusticia también sabe andar en silencio, sin escándalo, sin cámaras.
A esa, la que nadie denuncia, también la contamos aquí.
Este no es un espacio para los que buscan certezas. Es un refugio para quienes aún soportan la duda.
Hay nombres que ya no caben en la agenda del día, pero siguen pesando.
Hay historias que nadie pidió escuchar, pero una vez que entran, no te sueltan.
Hay heridas que no cierran con tiempo, sino con palabras dichas en el momento justo.
Aquí no hay certezas disfrazadas de opinión. Solo preguntas que todavía nos duelen.
Esta edición no viene a dar la razón.
Viene a preguntar por qué seguimos callando cuando sabemos lo que pasa.
Por qué aprendimos a ver sin mirar, a oír sin escuchar, a votar sin exigir.
En “Pláticas con el Licenciado”, las historias no se presentan como ejemplo.
Se muestran con sus dudas, con sus flaquezas, con su derecho a no ser olvidadas.
Y ahí, justo ahí, se encuentra la dignidad.
Esta columna no es una respuesta. Es una forma de seguir preguntando sin miedo.
Soy Wintilo Vega Murillo,
y escribo no para confirmar lo que ya sabes,
sino para abrir la puerta a lo que aún no te has atrevido a pensar.

Índice de Contenido
-Bienvenida.
/… La Leyenda 38
Donde las palabras no piden permiso, solo florecen
(By Notas de Libertad).
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-Pláticas con el Licenciado 1
/… Gonzalo N. Santos: el hombre que hizo del poder una bestia, de la política un chiste privado, de la ley un refrán con filo… y de la moral un árbol que solo servía para dar moras
Frente a sus enemigos tenía tres opciones: encierro, destierro o entierro. Y frente a la historia, una sola certeza: mandó más que todos los que fingieron gobernar.
(By operación W).
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-Agenda del Poder:
/… ¿GOBIERNO ABIERTO O VIGILANCIA SIMULADA?
La apuesta silenciosa que redefine la seguridad en Guanajuato
/… Cortés Alcalá: en el epicentro de la tormenta, con Vázquez Alatriste salpicado
El caso ISSSTE León expuso mucho más que contratos sucios: reveló una cadena de favores, omisiones y lealtades políticas que hoy tienen a un secretario de salud bajo investigación penal y a un fiscal general alcanzado por las salpicaduras de un carpetazo fallido.
/… ¿Legalidad o sustento? El dilema que sacude a San Francisco del Rincón
Los cateos federales por calzado “pirata” revelan más que un delito: exponen una economía informal que es sustento y trampa. La violencia no es el camino, pero tampoco lo es el abandono institucional.
/… Reserva Norte: el megaproyecto que desató la furia ciudadana
La resistencia que crece al margen del poder, en defensa del agua, la movilidad y el derecho a decidir la ciudad
/… Cuando el poder se vuelve religión
En tiempos donde las palabras importan tanto como los silencios, la defensa del senador Emmanuel Reyes Carmona a favor de su coordinador Adán Augusto López Hernández revela mucho más que una postura partidista: muestra el riesgo de confundir lealtad con fe ciega.
/… Doce mil millones y ningún resultado: el contrato dorado de Seguritech en Guanajuato
Desde Miguel Márquez hasta hoy, más de 12 mil millones de pesos han sido entregados a Seguritech sin que la seguridad mejore. Una historia de permanencia, blindajes políticos y escándalos sin consecuencias.
/… La ignorancia se castiga, la violencia se negocia
A uno lo destruyen por decir una tontería; al otro lo protegen aunque lo acuse su propia sangre.
(By Operación W).
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-Alimento para el alma.
“Cultivo una rosa blanca”
de José Martí
(de “Versos Sencillos”, 1891)
Sobre el poema.
La rosa que desarma: el alma invicta de José Martí
Un poema breve que guarda una ética inmensa, una ofrenda de paz aún frente al desprecio.
Sobre el autor.
Sobre el autor.
José Martí: el alma ardiente de la libertad americana
Poeta, revolucionario, filósofo de la ternura: la vida de Martí fue una llama encendida por la justicia.
Si quieres escucharlo en la voz de: Guillermo del Valle.
(By Notas de Libertad).
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-“Rincones y Sabores: La guía completa para el alma, el paladar y la vida”
/… Una mesa para el alma
Guía completa para saborear Guanajuato con los cinco sentidos
Siete restaurantes que hacen del paladar una brújula y del recuerdo una mesa puesta
(By Notas de Libertad).
/… Gaucho Tradicional – León, Guanajuato
Donde la carne tiene memoria y el fuego cuenta su propia historia
(By La Gira del Tragón).
/… Asador La Vaca Argentina – León, Guanajuato
El encuentro entre el fuego perfecto y la elegancia de lo simple
(By La Gira del Tragón).
/… Bixa Cocina – Irapuato, Guanajuato
Donde la tradición se reinventa sin perder su raíz
(By La Gira del Tragón).
/… Cantina Real de Don Carlos – Salamanca, Guanajuato
Donde la nostalgia se sirve en caballito y el sabor se cuenta entre risas
(By La Gira del Tragón).
/… Beef Capital – Celaya, Guanajuato
El ritual del fuego, la carne y la elegancia en el corazón del Bajío
(By La Gira del Tragón).
/… Áperi – San Miguel de Allende, Guanajuato
Donde el sabor se convierte en arte y la experiencia en memoria
(By La Gira del Tragón).
/… La Virgen de la Cueva – Guanajuato, Guanajuato
Donde el antojo se vuelve fiesta y la tradición canta desde la cocina
(By La Gira del Tragón).
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-Del Cielo a la Historia, Los Ecos del Calendario.
Domingo 27 de Julio al sábado 2 de agosto.
Cuando el Calendario Respira
Una semana donde el tiempo no solo pasa, sino que se enciende
Esta no es solo una semana más. Es una que guarda nombres, causas, historias y latidos que no se han apagado. Desde el santoral que ilumina con ejemplos de humanidad, hasta los días que conmemoran luchas vivas, pasando por los hechos que marcaron el rumbo de los pueblos, el calendario de esta semana no solo informa: conmueve.
Del cielo a la historia, lo que hay aquí no son fechas, son señales.
Y esta vez, el calendario respira. Escúchalo.
Santoral
Efemérides Nacionales e Internacionales
Conmemoración de Días Nacionales e Internacionales
(By Notas de Libertad).
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-Al Ritmo del Corazón: Música para recordar el ayer.
/… Lila Deneken: La señora de la canción
Una voz hecha terciopelo, un espíritu indomable, un nombre imprescindible en la historia de la música mexicana
*Con un click escucha: Lila Deneken Brilla Playlist.
(By Notas de Libertad).
/… Ozzy Osbourne: El Príncipe de las Tinieblas
*Con un click escucha: Ozzy Osbourne 50 Greatest Hits
(By Notas de Libertad).
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- ¿Qué leer esta semana?
“La Víspera del Trueno”
De Luis Spota
Resumen: Una novela sobre el poder que se presiente, el estruendo que se reprime y la tormenta que se avecina
Sobre la zaga La Costumbre del Poder.
La víspera de la tormenta: cerramos la sexta semana con Luis Spota
Una saga sobre el poder, sus máscaras y sus ruinas. Con "La víspera del trueno", despedimos el universo feroz y lúcido de Luis Spota en La Leyenda.
(By Notas de Libertad).
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-Pláticas con el Licenciado 2.
/… Nicolás Zúñiga y Miranda: el único candidato que perdió nueve veces… y jamás aceptó la derrota
Enfrentó dictadores con una boleta, el ridículo con terquedad y el olvido con fe. Nunca ganó… pero su convicción sobrevivió a todos los triunfadores.
(By operación W).

Donde las palabras no piden permiso, solo florecen
Una columna para quienes aprendieron a mirar sin bajar la voz
Aquí donde ya no esperamos milagros, pero seguimos buscando señales.
Esta vez llegamos sin dramatismos.
Sin cicatrices abiertas.
Sin necesidad de gritar lo que ya se entiende con los ojos.
Esta columna no quiere salvarte.
Quiere mirarte de frente.
Como se mira a quien ha sobrevivido muchas versiones de sí mismo y ya no necesita explicaciones.
La Leyenda 37 no trae consignas. Trae preguntas.
No impone ritmos: los escucha.
No romantiza el dolor: lo reconoce sin convertirlo en bandera.
Aquí no hay urgencia por ser comprendido.
Hay un ritmo más lento, como quien camina de regreso a casa
después de entender que no todo lo perdido debía quedarse.
Aquí los textos no lloran.
Piensan.
Y en ese pensamiento hay ternura, sí, pero también firmeza.
Hay fuego, pero también filo.
Cada palabra fue puesta con el cuidado de quien ya aprendió a no hablar por hablar.
Cada sección es una brújula, pero no hacia el futuro,
sino hacia una versión de ti que tal vez habías dejado de escuchar.
Hoy no prometemos consuelo.
Ofrecemos otra cosa más valiosa:
compañía sin expectativa,
verdad sin escándalo,
mirada sin juicio.
Bienvenido a La Leyenda 37.
Aquí no estamos para señalar errores.
Estamos para dar testimonio de lo que todavía permanece,
aunque el ruido del mundo intente distraerte de lo esencial.
Y si algo de esto resuena contigo,
es porque —aunque no lo sepas—
también estabas buscando este espacio.
(By Notas de Libertad).





Gonzalo N. Santos: el hombre que hizo del poder una bestia, de la política un chiste privado, de la ley un refrán con filo… y de la moral un árbol que solo servía para dar moras
Frente a sus enemigos tenía tres opciones: encierro, destierro o entierro. Y frente a la historia, una sola certeza: mandó más que todos los que fingieron gobernar.
El Alazán en formación
Del barro a la pólvora: la infancia, la selva y la primera guerra de Gonzalo N. Santos
La selva, los machetes y el destino de mandar
Nació en Tampamolón Corona el 10 de enero de 1897, en un pueblo perdido entre ceibas, lodo y machetes, donde los hombres hablaban con monosílabos y los niños crecían viendo sangre en los surcos. Su infancia no conoció relojes ni aulas, pero sí leyendas, jefes de rancho, muertos recientes y pactos que se sellaban con callos.
Desde muy temprano, Gonzalo miraba como adulto y respondía como jefe.
La casa familiar olía a humo de leña y a silencio. Su padre, Pedro Santos, era áspero y ausente. Su madre, Petra Rivera, fuerte como una piedra mojada. Pero su verdadera educación llegó de la selva: ahí aprendió que quien habla poco y se mueve firme manda sin alzar la voz.
A los seis ya montaba y a los ocho lo enviaban solo al monte. Pero no era valentía infantil: era determinación. A nadie le extrañó cuando una tarde volvió al rancho conduciendo un alazán bronco. Lo había domado con una soga y la pura terquedad.
Le apodaron el Alazán Tostado antes de que supiera qué era un apodo.
La selva le enseñó que la obediencia no sirve si no nace del respeto. Y el respeto, en su mundo, se ganaba por mirada, por reacción, por temple.
No conocía la ley, pero ya entendía el poder.
Desde los nueve años, los adultos del pueblo lo escuchaban como si fuera juez. No gritaba, no pedía: sentenciaba con los ojos. No era altanería, era destino.
Donde él llegaba, nadie se sentía patrón.
Juventud armada: una Revolución a medida de los valientes
Tenía trece años cuando escuchó que la Revolución había empezado. No preguntó qué significaba: ensilló, tomó el machete de su padre y se fue. No por ideas, sino por instinto. Entendía que los que mandaban estaban en guerra, y él nunca quiso ser parte del coro.
No se unió a la lucha: se hizo necesario en ella.
Primero fue mensajero de su hermano Pedro Antonio. Pero no pasó mucho antes de que sus órdenes tuvieran más efecto que las del propio jefe. Porque no pedía, sugería con dureza. Porque no temía. Porque sabía lo que era necesario.
Sabía cuándo disparar y cuándo callar para que el otro lo entendiera mejor.
En combate era frío, eficaz, ágil. No mataba por furia: lo hacía por lógica. La tropa lo respetaba porque avanzaba primero, callaba siempre y preguntaba después.
No tenía galones pero ya era jefe.
A los veinte ya portaba el rango de general brigadier. Nadie sabía si el decreto fue oficial o si simplemente se lo ganó. En cualquier caso, nadie se atrevía a cuestionarlo.
La Revolución no le enseñó a mandar: le confirmó que había nacido para eso.
Conoció a los jefes del movimiento constitucionalista. No se impresionó con sus trajes, ni con sus discursos. Él venía del monte, donde las palabras valen menos que las decisiones. Y los poderosos lo supieron desde la primera vez que se quedó en silencio cuando todos aplaudían.
El apodo que galopa y el carácter que lo sostiene
La guerra no lo cambió: lo afinó. Cuando la pólvora se disipó, muchos buscaron becas, cargos, pactos. Él no. Él buscó un estado. San Luis Potosí era su presa, y la política su nuevo rifle. Solo que ahora disparaba con sonrisas, silencios y dedazos.
“Primero muerto que cansado”, decía con calma, sin amenazas.
No necesitaba mostrar las armas. El miedo ya lo antecedía. Entraba a los salones con la misma postura con la que entraba a los pueblos tomados: sin prisa, pero con destino.
El traje no le quitó el galope: solo lo disimuló.
Los viejos del norte lo veían como un bárbaro elegante. Los nuevos del centro como un caudillo necesario. Nadie negaba que tenía fuerza, pero todos sabían que era su inteligencia lo que más preocupaba.
No tenía escuela, pero su estrategia era precisa como fusil bien calibrado.
El apodo que nació en la Huasteca ya era rumor nacional. Los delegados lo citaban con respeto. Los periodistas lo escribían con miedo. El pueblo, con mezcla de asombro y resignación.
Donde decían “el Alazán Tostado”, no hacía falta explicar nada.
Lealtades, balas y primeros pactos
Cómo Gonzalo N. Santos aprendió que en la política también se dispara, se traiciona y se sobrevive
Del Congreso al aprendizaje brutal del poder civil
La guerra había terminado oficialmente, pero Gonzalo sabía que la verdadera batalla apenas comenzaba. En 1921 llegó a la Cámara de Diputados. Tenía 24 años y el aplomo de un veterano de muchas campañas. No llevaba corbata fina ni discursos largos: su presencia bastaba para que los demás entendieran que era un hombre acostumbrado a mandar.
No conocía de debates, pero sabía cuándo una orden debía cumplirse sin discusión.
Entró al Congreso como general revolucionario, pero no tardó en convertirse en operador político. Observaba, anotaba, cruzaba nombres y se quedaba callado. Aprendía no de los libros, sino de los gestos, las alianzas y las traiciones que se mascaban en los pasillos.
Prefería un acuerdo en voz baja que veinte votos en voz alta.
Durante cuatro legislaturas, se mantuvo en el centro de las decisiones clave sin necesidad de figurar. Era de los que sabían cuándo dar un paso al frente y cuándo parecer ausente. Pero cuando hablaba, todos lo oían.
Lo que decía no se olvidaba: se acataba.
Los nuevos funcionarios venían de escuelas y teorías. Él venía del monte, y su escuela era la pólvora. Por eso nunca se dejó impresionar. Lo que admiraba era la utilidad, no la elocuencia.
Si no servías para ganar terreno, servías para estorbar.
El vasconcelismo y la línea de fuego
1929 fue un año que le dejó cicatrices al país, y manchas de pólvora a Gonzalo. José Vasconcelos, el intelectual de la esperanza, denunció un fraude electoral monumental. En San Luis Potosí, los estudiantes tomaron las calles. La Universidad se convirtió en tribuna. Las plazas hervían. Y ahí, Gonzalo decidió actuar.
Nunca creyó en la fuerza del voto, pero sí en la del miedo.
Mandó cerrar las escuelas, ocupar los accesos y disolver las marchas. Las órdenes eran claras: que la oposición aprendiera que no se desafiaba al poder sin consecuencias. Y si eso implicaba muertos, que los hubiera.
“Uno menos no hace ruido cuando los vivos entienden el mensaje”
Cayó un joven. Se llamaba Germán del Campo. El disparo fue directo. El eco recorrió el país. Pero en San Luis, nadie protestó. Porque todos sabían que quien había dado la orden no acostumbraba retractarse.
Don Gonzalo no negociaba con quienes no podían defenderse.
El vasconcelismo se apagó en el estado como se apaga una fogata con gasolina. La Universidad fue silenciada. La prensa, amordazada. Y la política, encarrilada bajo una sola voz.
Desde ese año, Santos dejó de ser político: fue amo.
El expediente número seis y el ADN del PRI
Ese mismo 1929 nació el Partido Nacional Revolucionario. Era el nuevo rostro del viejo régimen: una institución que vestía de orden lo que antes se resolvía con balas. Gonzalo fue de los primeros en firmar. Le dieron la credencial número seis. No necesitaba otra carta de presentación.
Ser el sexto afiliado no era casualidad: era confianza plena del régimen.
El PNR, que luego se llamaría PRI, le ofrecía lo que necesitaba: estructura, respaldo federal y una coartada para seguir mandando. Desde ese momento, el partido en San Luis Potosí era una prolongación de su voluntad.
Elegía candidatos, nombraba jefes de policía, decidía sentencias.
Lo que otros aprendieron con manuales, él lo entendía con instinto. Si un nombre no le gustaba, se tachaba. Si un proyecto no lo convencía, desaparecía. El comité estatal no sesionaba sin él. Y si sesionaba, lo hacía en vano.
El poder se asumía, no se pedía.
Para el partido, era útil. Para el estado, era ley. Y para el presidente en turno, era garantía. No había quien dudara que si el centro le pedía disciplina, Santos entregaba votos. Y si se necesitaba fuego, también sabía ofrecerlo.
Era leal, sí, pero sólo mientras lo dejaran hacer las cosas a su modo.
Calles, Obregón y la forma de sobrevivir
El Maximato trajo nuevos vientos: Calles mandaba sin ser presidente. Obregón volvía. Luego lo mataron. El país se reacomodaba. Y mientras muchos perdían piso, Gonzalo se mantuvo de pie, como lo hacía en los días de combate: quieto, alerta, esperando el momento de disparar o abrazar.
No se casaba con proyectos: se aliaba con circunstancias.
Calles fue su jefe, y lo respetó. Pero cuando Cárdenas lo exilió, Gonzalo no lloró. Solo se ajustó el sombrero y se acercó al nuevo mando. Nunca fue adulador, pero siempre supo cuándo hacer silencio.
Su lealtad era como su revólver: cargada, pero discreta.
El nuevo régimen no confiaba del todo en él. Por eso, lo enviaron como embajador a Bélgica. No era premio: era exilio elegante. Santos lo entendió. Sonrió, empacó y se fue. Pero dejó sus redes bien tejidas en San Luis Potosí.
Su ausencia fue estratégica: sirvió para que lo necesitaran.
Cuando el tiempo fue propicio, regresó. Más fuerte, más temido, más sabio. Había sobrevivido a la purga, al mar de cambios, y volvía no como general, sino como arquitecto del poder absoluto.
Porque el que sabe esperar, no pierde: calcula.
El cacique que regresó del exilio
De embajador incómodo a señor absoluto de San Luis Potosí: el regreso triunfal de Gonzalo N. Santos
Del silencio diplomático al murmullo temido
La embajada en Bélgica no fue un premio, sino una pausa impuesta. Lázaro Cárdenas lo quiso lejos, lo supo desde que recibió el nombramiento. Pero Gonzalo N. Santos no era hombre de quedarse quieto. Aprovechó el exilio elegante para observar, para aprender el lenguaje de los diplomáticos y adaptarlo a su estilo de mando. No se sintió desplazado: se sintió reservado.
Desde Europa, seguía mandando en San Luis Potosí con solo tres cartas y una llamada.
Los rumores de su regreso comenzaron apenas partió. En su estado nadie se atrevía a llenar su espacio. Los que intentaron, desaparecieron en el olvido o terminaron pidiéndole permiso hasta para nombrar un jefe de policía.
Nunca dejó de estar: solo se volvió más temido por la distancia.
Durante su estancia en Bruselas, se tomaba fotos formales, recibía invitaciones y firmaba papeles. Pero su verdadera atención seguía en los valles huastecos y en los pasillos del PRI local. Desde allá, mandó advertencias, palomeó candidaturas y preparó su regreso.
Lo que para otros fue un retiro, para él fue una incubadora de poder.
En 1938, con la caída del general Cedillo, quedó claro que había vacantes de mando real en San Luis. Y Gonzalo lo supo antes que nadie. Volvió sin anunciarse como caudillo, pero todos sabían que su sombra ya estaba de nuevo en los portales.
San Luis Potosí lo esperaba con miedo disfrazado de respeto.
La muerte de Cedillo y el vacío que llenó con una mirada
Saturnino Cedillo, general rebelde, había osado desafiar a Cárdenas. Su levantamiento fue sofocado. Lo mataron en combate, pero también lo mató la lógica de los tiempos: el sistema ya no permitía disidentes armados. Quedó un estado sin amo. Y en la política mexicana, los espacios vacíos duran poco.
Santos no esperó a ser llamado: solo caminó hacia su trono.
No llegó con tropas, sino con miradas que bajaban la vista. No gritó, no exigió: se presentó en las oficinas del partido, en los ranchos clave, en las casas de los hombres fuertes, y todos supieron que ya había regresado el verdadero jefe.
El general Cedillo había muerto, pero el verdadero dueño del estado seguía vivo.
Con el aval del gobierno federal, que prefería un cacique útil a un caudillo rebelde, Gonzalo consolidó su dominio. No era gobernador aún, pero ya nadie tomaba decisiones sin su visto bueno. Cada obra, cada nombramiento, cada reforma pasaba por él.
No tenía título, pero tenía obediencia. Y eso bastaba.
Los líderes agrarios comenzaron a visitarlo en su hacienda. Los presidentes municipales pedían consejo antes de actuar. Los diputados locales le rendían informes como si fuera su superior jerárquico. Y en la prensa, su nombre comenzó a sonar otra vez con ese tono entre respeto y temor.
En San Luis no había poder institucional: había voluntad de uno solo.
Del campo a la ciudad: un mando sin firma oficial
Gonzalo no ocupaba ningún cargo formal, pero era el gobernador de facto. Desde su hacienda, dictaba decisiones que luego el Ejecutivo local ejecutaba con la cabeza gacha. El PRI estatal operaba bajo su mando. Los sindicatos lo reconocían. Las familias tradicionales lo cortejaban.
Gobernaba sin escritorio, pero con absoluto control.
Su cuartel general era su rancho El Gargaleote, un bastión selvático donde lo mismo recibía comitivas que firmaba órdenes de operación política. No necesitaba palacio: necesitaba espacio para imponer. Y su finca se convirtió en la sede real del poder.
A los visitantes los recibía con sombrero, revólver y una copa de aguardiente.
El rancho no era solo una casa: era un símbolo. Ahí se decidía el destino de los municipios, los ascensos en el partido, y las venganzas necesarias. La ley no llegaba al Gargaleote: de ahí salía. Y quien no lo entendiera, no volvía a figurar.
Los que buscaban justicia tenían que pasar primero por su portón.
Desde esa posición no oficial, pero inamovible, Gonzalo preparó su regreso formal. Sabía que ser gobernador era más símbolo que novedad. Pero quería que la ley también lo reconociera como lo que ya era.
Quería el título porque el poder ya lo tenía.
El camino al cargo que solo formalizaba lo inevitable
En 1943, tras años de manejar el estado desde las sombras, fue postulado como candidato del PRI a la gubernatura. Nadie compitió. Nadie se atrevió. La elección fue una ceremonia de trámite. Él ya mandaba: solo faltaba la firma. Tomó posesión como gobernador constitucional sin estridencias.
Asumió el poder con la tranquilidad de quien nunca lo soltó.
Durante el acto oficial, sus palabras fueron cortas. No prometió nada nuevo, solo dijo que haría lo que había que hacer. La gente aplaudió como quien obedece. Los funcionarios se cuadraron. Y los opositores, si quedaban, entendieron que había iniciado un régimen de acero.
No se instaló en la oficina: reafirmó su autoridad sobre todos los escritorios.
En sus primeros decretos dejó claro que su estilo de mando no cambiaría. Repartió puestos, eliminó intermediarios, y convirtió la administración pública en una extensión de su rancho. Todo pasaba por él, y nada escapaba a su control.
El estado se convirtió en finca, y el PRI en caballeriza.
Pero más allá del poder formal, lo que lo distinguía era la lealtad absoluta que inspiraba… o el miedo certero que provocaba. Ya no era el general del pueblo: era el patrón de todo el estado.
Gonzalo N. Santos se volvió el sinónimo vivo del poder absoluto.
El operador del terror electoral
Cómo Gonzalo N. Santos convirtió el fraude de 1940 en su consagración como arquitecto del miedo político
Elección nacional, violencia local: cuando el PRI necesitó pólvora
En 1940, México se preparaba para una elección presidencial que el régimen no podía perder. El general Juan Andreu Almazán, opositor carismático y bien financiado, se convirtió en un riesgo real para el PRI y su candidato oficial: Manuel Ávila Camacho. Fue entonces que Gonzalo N. Santos, ya plenamente afianzado como cacique en San Luis Potosí, se volvió pieza clave del plan más oscuro del sistema.
No se le pidió ayuda: se le encargó una misión.
Su tarea era clara y brutal: garantizar que el voto fuera un trámite, no una incertidumbre. Santos aceptó con la misma naturalidad con la que antes cabalgaba hacia una plaza tomada. Pero esta vez, su caballo era un ejército de pistoleros.
El fraude se planificó con precisión militar, no con papeles.
Se dice que organizó una brigada de trescientos hombres armados, al mando de su operador de confianza: el capitán Ojeda, conocido como “El Mano Negra”. Su misión era simple: sembrar el terror en las casillas donde Almazán tuviera presencia.
Donde no ganaba el PRI, desaparecía el acta… o el votante.
La operación fue tan eficaz como violenta. El 7 de julio de 1940, mientras las urnas se abrían en la Ciudad de México, los hombres de Santos recorrían barrios clave con revólveres visibles y órdenes de actuar sin miramientos.
La democracia se tiñó de pólvora, y él lo sabía.
Las urnas al fuego y los votos al río
En varias casillas, los resultados favorables al almazanismo comenzaron a fluir. Pero en poco tiempo, aparecieron los emisarios del norte: bien vestidos, armados, sin gafetes. Entraban, rompían papeletas, golpeaban funcionarios, y se iban dejando solo miedo.
No eran matones comunes: eran soldados de la Revolución reciclados como verdugos del régimen.
El objetivo no era ganar limpiamente, sino ganar contundentemente. En zonas como la Merced, Tacuba o Mixcoac, se documentaron ataques simultáneos. Pero la prensa oficial lo llamó “incidentes menores”.
Lo que no se podía callar, se disfrazaba.
Gonzalo no necesitaba estar presente. Su nombre bastaba. Los jefes de casilla sabían que era mejor entregar un acta “corregida” que llamar la atención. El conteo se volvió simulacro. La voluntad popular fue sustituida por el ruido de botas y culatas.
El miedo fue el verdadero candidato del PRI.
Al final del día, la victoria fue anunciada sin pestañear: Ávila Camacho, presidente electo. Y entre quienes aplaudían con falsa euforia, pocos dudaban que ese resultado tenía una firma invisible… pero inconfundible.
La firma de Gonzalo N. Santos estaba en cada urna rota.
El triunfo sin votos: una reputación nacional
Después de 1940, el país supo quién era en realidad el Alazán Tostado. Ya no solo era un cacique local o un político rural. Ahora era el operador temido, el hombre al que se recurría cuando el sistema necesitaba eficacia sin escrúpulos.
No pedía nada a cambio: el poder que acumulaba era su mejor pago.
La prensa extranjera insinuó irregularidades. Algunos opositores presentaron denuncias. Pero todo fue contenido. Y Santos se mantuvo intocable. Incluso más cercano al nuevo presidente, que le agradeció con guiños y favores a futuro.
Ser leal y útil al sistema lo volvía indispensable.
En el PRI, nadie dudaba de su talento. Pero tampoco de su capacidad de ensuciarse las manos sin que el resto se manchara. Lo llamaban “el que hace el trabajo feo que otros no se atreven a nombrar”. Y él no lo negaba.
Decía que prefería los hechos a las explicaciones.
Después de ese año, Gonzalo fue convocado a más reuniones nacionales. Su opinión contaba. Su aprobación era buscada. Había pasado de ser un general de rancho a convertirse en un patriarca del régimen.
El fraude lo elevó más que cualquier elección legítima.
El maestro del control total
Lo más inquietante era que, aun sabiendo lo que había hecho, todos lo respetaban. En lugar de castigarlo, lo celebraban. Porque en política, los resultados pesan más que la ética. Y Gonzalo lo sabía mejor que nadie.
Donde otros vacilaban, él actuaba.
En San Luis Potosí, el efecto fue inmediato. Los jóvenes aprendieron que el PRI no se desafiaba. Los líderes sindicales se alinearon aún más. Y los alcaldes supieron que el gobernador no solo mandaba: también tenía tentáculos en la capital.
Su poder ya no era local: era federalizado por necesidad.
Decía que gobernar era como cabalgar un caballo salvaje: “si te sueltas, te tira”. Y él jamás soltó las riendas. Lo demostró con cada favor cobrado, con cada voz que prefirió callar antes que contradecirlo.
No necesitaba matar para ser temido: bastaba su historial.
Después del 40, no hubo elección en el estado que no llevara su sello. No importaba el nombre del candidato: si no era suyo, no ganaba. Y si ganaba, no gobernaba. Así se escribía la ley de un hombre que había aprendido a cabalgar sobre el miedo.
Gonzalo N. Santos era, ya entonces, el rostro oculto del régimen.
Gobernador sin límites
Del acto oficial al dominio total: cuando Gonzalo N. Santos convirtió un estado en su propiedad
Un gobernador que no estrenó el poder, lo confirmó
Cuando tomó protesta como gobernador constitucional de San Luis Potosí en 1943, Gonzalo N. Santos no celebró nada. No lo necesitaba. Él ya había mandado durante años. El acto fue una formalidad: una especie de firma sobre lo que ya todos sabían.
No llegó al poder: se sentó donde siempre había estado.
El PRI lo había postulado sin titubeos. La candidatura fue suya desde que la pidió. La elección, una coreografía sin sorpresas. No había oposición. Y si alguien pensó en competir, no tuvo tiempo de registrarse… o desapareció del mapa político.
La victoria no se construyó: se decretó desde su rancho.
Los primeros días de su gobierno no marcaron ningún cambio: solo aceleraron el ritmo del control. Él ya tenía redes, operadores, rutas. Lo que ahora añadía era el presupuesto, el respaldo institucional y la posibilidad de gobernar sin máscara.
Ya no fingía influencia: la convertía en decretos.
Desde el primer mes, dejó claro que el poder no era compartido. Reorganizó el gabinete, dictó órdenes sin consultar, y convirtió cada oficina pública en una extensión del PRI… y del PRI en una extensión suya.
Gobernar era, para él, un verbo que no admitía sinónimos.
Tampamolón capital: un gesto de poder sin disimulo
Una de sus primeras decisiones como gobernador fue simbólica y brutal: declaró capital provisional del estado a su pueblo natal, Tampamolón Corona. No fue una ocurrencia: fue una declaración de jerarquía.
Lo que otros llamaban provincia, él lo convirtió en capital.
Mandó trasladar los poderes del estado a la Huasteca. Los funcionarios empacaron. Los diputados se alinearon. Los jueces obedecieron. Durante días, las oficinas principales del estado funcionaron desde el monte.
La ley viajó por terracería hasta su casa.
Aprovechó ese cambio para inaugurar caminos, puentes, obras que conectaran mejor su feudo con el resto del estado. No por altruismo: por logística de control. Su rancho necesitaba ser el centro, y así lo impuso.
La capital se movía donde él dormía.
Para muchos, fue una locura. Para él, un acto natural. ¿Por qué no gobernar desde el origen? ¿Por qué no convertir el terreno donde nació en la sede del poder? No había razón legal que lo impidiera… ni fuerza política que lo cuestionara.
El estado era suyo, y los mapas solo confirmaban lo obvio.
El Gargaleote: rancho, palacio y tribunal
En ese tiempo, la hacienda El Gargaleote se convirtió en mucho más que una propiedad. Fue sede alterna del gobierno, lugar de reuniones, punto de negociaciones, espacio de castigos. Ahí recibía funcionarios, inauguraba obras, despedía subordinados y dictaba sentencia.
No necesitaba escritorio: le bastaba su silla y su pistola al cinto.
En la entrada, los visitantes eran recibidos con silencio y aguardiente. En los pasillos, se respiraba sumisión. Todo aquel que se sentaba frente a Santos sabía que estaba frente al único hombre que decidía el presente y el futuro del estado.
El miedo era su portero, la obediencia su recepcionista.
Convertía reuniones informales en órdenes de cumplimiento inmediato. No firmaba papeles: los dictaba. Y si alguien dudaba, bastaba con que lo mirara para corregir el rumbo.
El Gargaleote no era una residencia: era un templo político.
Allí no se debatía, se resolvía. Las decisiones salían entre copas, carcajadas breves y frases secas. Y quienes salían de ahí, sabían que habían sido tocados por el verdadero gobernador.
El palacio oficial solo decoraba el poder: no lo contenía.
Gobierno absoluto: entre eficiencia y terror
Durante su sexenio, Gonzalo N. Santos consolidó su reputación como el político más temido del norte del país. Ejecutó obras, impulsó reformas, construyó caminos. Pero todo lo hizo bajo su ley, con sus métodos, y a su modo.
Cumplía promesas… pero las cobraba con sumisión.
El sistema de justicia era su extensión. Los jueces sabían qué casos avanzar, cuáles congelar y a quién absolver. La prensa escribía lo que él permitía. Y los sindicatos repetían sus frases como si fueran doctrina.
Mandar, para él, era corregir antes de que alguien hablara.
El Congreso local sesionaba sin sorpresa. Las iniciativas del gobernador se aprobaban sin una coma de corrección. La discusión política se redujo a una rutina sin tensión.
No necesitaba mayorías: necesitaba tiempo para decidir.
En cada rincón del estado, su nombre era suficiente para calmar disputas, cortar aspiraciones y provocar silencio. Era patrón, juez, legislador, caudillo. No compartía poder: lo ejercía.
Durante seis años, San Luis Potosí fue una sola voz. Y esa voz tenía acento huasteco.
El cinismo como doctrina
Frases, poder y leyenda: Gonzalo N. Santos y la construcción del lenguaje del miedo
Las palabras como disparo
No todo en Gonzalo N. Santos fueron decretos o balas. Una parte esencial de su poder residía en su capacidad para hablar como nadie más. Sus frases no eran ornamento: eran sentencia. Decía pocas cosas, pero cada una era un sello de autoridad. El país entero terminó aprendiendo que cuando el Alazán Tostado hablaba, lo hacía para marcar territorio.
No improvisaba: apuntaba. Y al hablar, disparaba.
Una de sus frases más famosas, y más escandalosas, la pronunció con total calma: “La moral es un árbol que da moras, o sirve pa’ una chingada”. La soltó como quien dice buenos días. Y en ella cabía toda una filosofía de poder.
No creía en los códigos: creía en la conveniencia.
Para él, la moral era un estorbo para los que no sabían tomar decisiones duras. Gobernar, decía, implicaba ensuciarse las manos. Y si alguien no quería mancharse, que se apartara.
La ética le parecía una debilidad.
Y lo decía sin vergüenza. Con tono de experiencia. Con aire de lección. Porque en su mundo, lo correcto era lo que funcionaba. Y lo que funcionaba era lo que lo mantenía en el poder.
Hablar claro era una forma de intimidar.
Encierro, destierro o entierro: la ley en tres palabras
Otra de sus fórmulas inmortales fue la de los “tres ierros”: “Encierro, destierro o entierro”. Así resumía las opciones que le dejaba a sus enemigos. No era una metáfora: era su manual de estrategia política. Cuando alguien se le cruzaba, el menú era breve y letal.
No amenazaba: advertía con una sonrisa seca.
Si un opositor lo incomodaba, lo mandaba a la cárcel. Si era demasiado popular, lo exiliaba. Y si representaba un verdadero riesgo, lo desaparecía. Nunca lo negó. Lo decía con esa brutalidad que lo volvió leyenda.
“Hay que cuidar el orden. Y eso no siempre se logra con discursos.”
No dejaba rastros. No firmaba papeles. Pero todos sabían que quien cruzaba ciertas líneas, ya no volvía. Los alcaldes, líderes sociales y hasta los secretarios del gabinete conocían las reglas.
Nadie lo retaba dos veces.
Aplicaba sus ierros sin remordimientos. Y con el tiempo, hasta quienes lo admiraban comenzaron a repetir la frase como si fuera parte del lenguaje institucional.
Convertía el horror en refrán.
Los refranes del miedo: entre folclore y advertencia
Decía también que “Ladrón que roba a bandido, merece ser ascendido”. Lo pronunciaba con tono burlón, como quien revela un secreto. Y con eso dejaba claro que en su sistema, la astucia valía más que la integridad.
No premiaba la obediencia: premiaba la eficacia.
Para Gonzalo, el político útil era aquel que sabía moverse en la oscuridad. No importaba si robaba, siempre que sirviera. Mientras el sistema se mantuviera en pie, todo se toleraba. Y lo decía de frente.
La corrupción era un costo necesario del orden.
Su cinismo era desarmante. Nadie esperaba que hablara así… y justo por eso, descolocaba. Nunca pedía perdón. Nunca corregía. Le gustaba escandalizar con verdades incómodas, aunque no fueran verdad.
Hablaba con la certeza de quien nunca rinde cuentas.
Muchos lo imitaban. Pero nadie tenía su estilo. Porque no era un discurso aprendido: era una forma de ser. Una forma de gobernar. Una forma de blindarse.
Lo suyo era la palabra como acto de dominio.
Entre el personaje y el mito: el Alazán que hablaba como leyenda
Su apodo también ayudaba. “El Alazán Tostado” no era solo una forma de llamarlo: era un personaje en sí mismo. Él sabía que su nombre evocaba respeto, pero el apodo imponía temor. Y usaba ambos como herramientas de autoridad.
Cuando firmaba como Gonzalo, convencía. Cuando hablaba como Alazán, mandaba.
El personaje que había forjado era inseparable del poder que ejercía. Iba armado no solo con pistola, sino con frases cargadas. Lo mismo asustaba que hacía reír. Pero nadie se atrevía a citarlo sin temor.
Su voz tenía el peso de un decreto.
Una de sus frases más rudas fue: “De la mujer coqueta, del caballo manso y del hombre bueno… Dios nos libre”. Y la soltaba como quien cita un proverbio rural. No buscaba elegancia: buscaba incomodar.
Para él, la bondad era una falla peligrosa.
Con los años, incluso quienes lo detestaban reconocían que había creado un estilo. Brutal, sí. Pero inconfundible. No había otro igual. Porque mientras otros hablaban para explicar, él hablaba para mandar.
Cuando de moral se trataba, decía que era un árbol que da moras.
Gonzalo N. Santos no escribía discursos: escribía sentencias.
La última rienda del Alazán
Decadencia, expropiación y el fin de un caudillo que nunca pidió perdón
Nava, el doctor que se atrevió a desafiar al patrón
En 1961, San Luis Potosí fue testigo de una rebelión inesperada. No venía de las montañas ni de los cuarteles. Venía de un consultorio. El doctor Salvador Nava, respetado oftalmólogo y exalcalde de la capital, se lanzó a la gubernatura con el respaldo de una ciudadanía harta. Y detrás del viejo régimen, invisible pero intacto, estaba Gonzalo N. Santos.
No era candidato, pero seguía siendo el verdadero gobernador.
Nava levantó una campaña limpia, pacífica, pero contundente. Miles de ciudadanos lo apoyaban. Los jóvenes tomaban plazas, los profesores repartían volantes, las amas de casa abrían salas para sus mítines. La esperanza parecía más fuerte que el miedo.
Pero Gonzalo no sabía perder, ni siquiera desde las sombras.
El PRI impuso a Manuel López Dávila como candidato oficial. Y la elección fue, desde el inicio, una farsa. El día de los comicios, las casillas fueron cerradas, manipuladas, asaltadas. La maquinaria del fraude operó con precisión.
El navismo no fue derrotado en las urnas, fue aplastado en las calles.
El resultado fue anunciado con cinismo. López Dávila ganó por mayoría abrumadora. Nadie lo creyó. Pero todos entendieron que el viejo general todavía daba órdenes. Y esas órdenes aún se cumplían con botas, toletes y silencio.
El poder real no estaba en el palacio: seguía en el rancho.
La represión como último instrumento de mando
El movimiento navista no se disolvió tras el fraude. Se transformó en protesta. Hubo marchas, plantones, caravanas hacia la Ciudad de México. El PRI respondió con indiferencia. Pero Santos no era indiferente. Para él, el desafío era personal.
No se permitía perder ni en la memoria.
Ordenó que se contuviera el movimiento por cualquier medio. La policía estatal fue sustituida por fuerzas federales. Las universidades fueron ocupadas. Las imprentas de la oposición, destruidas. La ciudad, sitiada por el miedo.
La democracia, otra vez, fue secuestrada por la costumbre del látigo.
Salvador Nava fue encarcelado. Lo golpearon. Lo exhibieron como un ejemplo de lo que pasaba cuando alguien osaba retar al Alazán Tostado. Y aunque salió libre meses después, el daño estaba hecho.
La esperanza fue silenciada con garrotes, no con argumentos.
En el imaginario colectivo, Gonzalo volvió a ser el mismo de siempre: el que no negociaba, el que no perdonaba. Y en sus reuniones privadas, se ufanaba del resultado, con la misma frase que había usado décadas atrás:
“Lo que no se doma, se desboca. Y eso no lo permito.”
Expropiación y caída: el rancho también sangra
En 1978, ya fuera de la vida pública, Santos vivía aún con privilegios. Pero con la llegada de José López Portillo a la presidencia, algo cambió. El nuevo mandatario no lo veía con simpatía. Y encontró la manera de cobrarse antiguas afrentas: le expropió El Gargaleote.
Le quitaron su rancho como quien le arranca el alma a un caballo.
La medida fue presentada como parte de una reforma agraria tardía. Pero todos sabían que era un castigo. Santos no lo tomó como un asunto político. Lo tomó como una ofensa personal. Y no lo soportó.
Dicen que al recibir la notificación, palideció como nunca antes.
El rancho era más que tierra: era historia, poder, símbolo. Ahí había enterrado decisiones, enemigos y pactos. Ahí había vivido con la certeza de ser intocable. Y verlo arrebatado fue, para él, peor que un exilio.
Murió poco después, dicen, de coraje más que de edad.
Falleció el 17 de octubre de 1978. Sin homenajes oficiales. Sin discursos largos. Murió en cama, como siempre quiso, pero con la certeza de que su imperio se había disuelto entre decretos agrarios y cambios generacionales.
Su cuerpo fue velado, pero su leyenda nunca fue enterrada.
El mito que no terminó con su último aliento
Hoy, su nombre divide. Para algunos, fue el arquitecto del desarrollo de San Luis Potosí. Para otros, el símbolo de todo lo que está mal en la política mexicana. Su legado es polvo mezclado con miedo, con infraestructura, con frases que aún duelen.
El Alazán Tostado no fue un político: fue un régimen.
Sus frases siguen circulando. Sus métodos siguen imitados. Y su imagen —medio caricatura, medio advertencia— todavía se menciona en voz baja en ciertos salones del norte del país. Porque hay nombres que no mueren: solo cambian de forma.
Nadie que lo haya conocido lo olvida con tranquilidad.
Aparece en libros, películas, debates. Y aunque no dejó herederos políticos directos, su estilo perdura. El caudillismo, el cinismo institucional, el autoritarismo pragmático… todo eso lleva algo de su sello.
Murió el hombre, pero no la sombra.
Y en cada intento por comprender el poder en México, su nombre regresa. Porque fue todo: general, legislador, gobernador, dictador de su estado, poeta del cinismo… y el último en reírse del miedo.
Gonzalo N. Santos no fue una anécdota: fue un capítulo entero.
(By operación W).

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¿GOBIERNO ABIERTO O VIGILANCIA SIMULADA?




La apuesta silenciosa que redefine la seguridad en Guanajuato
El mensaje detrás de los datos
Guanajuato no lanzó una plataforma. Lanzó un mensaje. "Seguridad Abierta" no es una herramienta digital cualquiera: es la más reciente jugada política de un gobierno que busca desmarcarse del pasado sin dejar de mirar al espejo.
Cuando un Estado abre sus archivos, también empieza a escribir un nuevo relato.
No hay uniformados en la calle, ni comunicados alarmistas, ni fotos de operativos. Hay algo más sutil y más peligroso: una puerta abierta que puede ser espejo… o trampa.
Mostrar datos no es sinónimo de rendición de cuentas. Es apenas el primer paso.
Porque cuando un gobierno decide mostrar su estrategia de seguridad hasta el último tornillo, no está renunciando al control. Está redefiniendo el terreno del poder.
La transparencia solo sirve si está acompañada de memoria, crítica y consecuencias.
Una narrativa que busca legitimidad
La plataforma tiene ocho secciones: finanzas, videovigilancia, certificaciones, guías didácticas, apps de emergencia, botones ciudadanos, entre otras.
No basta con abrir el sistema: hay que explicar por qué estuvo cerrado tanto tiempo.
Todo parece pensado para convencer al ciudadano de que puede vigilar lo que lo vigila. Pero ¿realmente se abre el poder o solo se simula que se comparte?
Una plataforma sin vigilancia ciudadana es solo una vitrina sin visitantes.
La gobernadora Libia Dennise García quiere que esta plataforma se lea como símbolo de nueva época. Lo dice con cada línea, con cada cifra abierta, con cada guiño digital.
La transparencia, mal administrada, puede terminar siendo una forma sofisticada de manipulación.
Riesgo de abrir sin sostener
Si el ciudadano detecta gastos excesivos, contratos dudosos o cámaras inservibles, ¿qué podrá hacer? ¿A dónde irá? ¿Quién le responderá?
Abrir el archivo es solo el principio. Lo que sigue es asumir lo que el archivo dice.
La plataforma, si no se mantiene, puede convertirse en el símbolo perfecto del fracaso elegante: bien presentado, pero vacío de poder real.
El gobierno que se desnuda ante su gente debe sostener la mirada.
No se puede fingir apertura si no hay canales reales para la crítica, la réplica o la participación directa.
Cuando todo se muestra, también se muestran las omisiones. Y esas pesan más.
La operación política silenciosa
Este viraje no ocurre bajo presión. No hubo escándalos inmediatos ni marchas en las plazas. La decisión vino desde arriba. Eso también se lee con ojos políticos.
No hay casualidades en política: hay tiempos. Y hay jugadas calculadas.
La narrativa del gobierno es clara: tomar el control del relato antes de que lo tomen otros. Gobernar los datos, antes de que los datos gobiernen la narrativa.
Los datos abiertos pueden ser útiles o decorativos. Todo depende de lo que provoquen.
El contexto también importa: ruptura con inercias viejas, una Fiscalía sacudida, nuevas apuestas. En ese escenario, la plataforma es una bandera… pero también una prueba.
Las plataformas no cambian realidades. Solo las acompañan. El cambio viene de otra parte.
Lo que está en juego
Si Seguridad Abierta fracasa, no será un fracaso técnico. Será simbólico. Porque en Guanajuato, hablar de paz no es hablar de cifras: es hablar de heridas abiertas.
No hay plataforma más poderosa que la experiencia cotidiana de la gente.
El peligro de decepcionar después de prometer participación es mayor que el de nunca haberlo intentado.
Un portal que se olvida es más peligroso que uno que nunca existió.
Que nadie se confunda: Seguridad Abierta no es una solución. Es apenas un punto de partida. El tiempo dirá si esa puerta abierta se convirtió en camino… o en fachada.
Guanajuato no necesita solo datos. Necesita respuestas. Y un gobierno que escuche, cambie y cumpla.
(By operación W).

"Cultivo una rosa blanca”
De: José Martí
(de “Versos Sencillos”, 1891)
Cultivo una rosa blanca, en julio como en enero, para el amigo sincero que me da su mano franca. Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo: cultivo una rosa blanca.
Si quieres escucharlo en la voz de: Guillermo del Valle.



Sobre el poema.
La rosa que desarma: el alma invicta de José Martí
Un poema breve que guarda una ética inmensa, una ofrenda de paz aún frente al desprecio.
La ternura como respuesta al abismo
Pocos poemas logran, en tan pocos versos, lo que Martí construyó con la sencillez de una flor. “una rosa blanca” no es un poema sobre botánica, ni sobre estaciones, ni siquiera sobre reconciliaciones. Es un manifiesto silencioso sobre la valentía de ser noble, incluso en medio de la herida.
Mientras el mundo ofrece espinas, Martí elige sembrar pureza.
En lugar de levantar el puño, extiende la flor. Y no lo hace como un gesto ingenuo, sino como quien ha vivido lo suficiente para saber que la venganza no redime, que el odio jamás eleva. En su visión, cultivar es resistir desde la belleza.
El blanco de su rosa no es símbolo de inocencia, sino de lucidez.
El poeta no ignora la crueldad del mundo; la enfrenta con lo único que el mundo no puede robarle: su dignidad. Ahí radica la fuerza de estos versos, en la elección firme y clara de responder con lo más elevado que posee el alma.
La grandeza de estos versos está en elegir la flor, incluso cuando duele.
Un corazón que se niega a endurecerse
Martí no escribe desde la comodidad. Habla desde el exilio, desde el dolor, desde el amor a Cuba, una tierra dividida entre opresión y esperanza. Y aun así, en vez de sembrar discordia, elige “cultivar”. El verbo es clave: cultivar implica cuidado, tiempo, paciencia. No lanza una flor al viento; la construye con esmero.
La rosa blanca es también una memoria viva.
Representa a los amigos sinceros, pero también es un acto de fe en que el enemigo puede dejar de serlo. Martí no le responde con ortiga ni con cardo, sino con la misma ofrenda que daría a un hermano. Porque su alma no se corrompe ni ante el que “le arranca el corazón con que vive”.
Martí ha sido herido, pero no ha perdido su compasión.
Esa línea —cruda, visceral— nos recuerda que Martí ha sido herido. Pero la grandeza del poema no radica en desconocer el daño, sino en no permitir que el daño le arrebate su compasión.
El alma que cultiva belleza no se doblega al odio.
La ética poética del perdón
Este poema no es una concesión pasiva ni un consejo moralista. Es un acto de rebeldía luminosa. En un mundo que enseña a devolver golpe por golpe, Martí dice: yo devuelvo flor. En una época que premia la astucia del rencor, él prefiere el riesgo de la bondad.
Responder con una rosa blanca es un gesto revolucionario.
No busca aprobación, ni busca salvar al otro: se salva a sí mismo de convertirse en lo que detesta. Y al hacerlo, crea una forma de resistencia que no depende de la fuerza, sino del alma.
Martí escribe como quien ha elegido, aun después del dolor, no dejar de amar.
Por eso su rosa no es frágil: es el símbolo más férreo de su libertad.
No hay flor más fuerte que la que nace del alma invicta.
Sobre el autor.
José Martí: el alma ardiente de la libertad americana
Poeta, revolucionario, filósofo de la ternura: la vida de Martí fue una llama encendida por la justicia.
Infancia marcada por la patria
José Julián Martí Pérez nació en La Habana el 28 de enero de 1853, en el seno de una familia española de escasos recursos. Desde muy joven mostró un espíritu inquieto, sensible ante las injusticias y dotado de una inteligencia brillante. Su primera juventud transcurrió entre lecturas voraces y una creciente pasión por Cuba.
Desde los quince años, Martí fue encarcelado por sus ideas independentistas.
Esa experiencia lo marcó para siempre. Su prisión, y luego el destierro, no apagaron su fuego: lo hicieron crecer. Viajó a España, donde estudió Derecho y Filosofía, y allí también comenzó a construir su voz crítica contra el colonialismo, la desigualdad y el olvido.
Su exilio no lo apartó de Cuba: lo volvió un puente entre su isla y el mundo.
Durante esos años juveniles forjó un ideal de libertad que no se parecía al de las armas únicamente, sino al del pensamiento, la poesía, la educación. Martí entendía que un pueblo solo puede ser libre si primero es culto.
Fue maestro de la palabra y soldado de la ternura.
El apóstol de la independencia
Martí recorrió América: vivió en México, Guatemala, Venezuela y, sobre todo, en Estados Unidos. Desde Nueva York escribió para numerosos periódicos, denunció el racismo, el imperialismo y la miseria de los trabajadores migrantes. Su visión de la política era ética, su mirada del mundo era profunda y solidaria.
Fundó el Partido Revolucionario Cubano para liberar a su patria.
Su misión no era personal: era histórica. Reunió voluntades, tejió redes, convenció a exiliados y campesinos, a intelectuales y soldados. Para Martí, la independencia debía ser un acto de amor, no de venganza.
Sus discursos eran poesía incendiaria, y su poesía, discursos del alma.
En 1895 desembarcó en Cuba para integrarse a la lucha armada. No buscaba gloria militar: buscaba morir con dignidad, si era necesario, por la libertad de su gente.
Murió como vivió: de pie, con la palabra encendida en el pecho.
Legado de luz y firmeza
La obra de Martí es inmensa. Además de su activismo político, fue un ensayista lúcido, un poeta delicado, un cronista moderno. Su libro 'Versos Sencillos', publicado en 1891, sigue siendo una joya de la lírica latinoamericana, capaz de decirlo todo con casi nada.
Martí nos enseñó que la belleza también puede ser un arma de liberación.
Su pensamiento anticipó debates sobre el colonialismo, la identidad latinoamericana, la dignidad humana. No quiso copiar modelos ajenos, quiso fundar una América propia, con raíces mestizas, con sueños compartidos y con justicia para todos.
Fue faro, no trono; voz, no eco; llama, no estatua.
Murió en Dos Ríos, Cuba, el 19 de mayo de 1895, a los 42 años. Pero su muerte no fue final: fue semilla. Hoy Martí vive en la palabra dignidad, en la lucha de los pueblos y en cada rosa blanca que alguien, en silencio, decide cultivar.
Su vida fue un poema inacabado que América aún escribe.
Si quieres escucharlo en la voz de: Guillermo del Valle.
(ByNotas de Libertad).

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Una mesa para el alma




Guía completa para saborear Guanajuato con los cinco sentidos
Siete restaurantes que hacen del paladar una brújula y del recuerdo una mesa puesta
El viaje que empieza en el paladar
Hay territorios que se recorren con los pies, y otros que se descubren con el paladar.
En Guanajuato, las mesas también son destinos.
Cada rincón del estado guarda una historia que comienza en la cocina y termina en la memoria.
Esta guía no propone una ruta de restaurantes, sino un itinerario de emociones: sabores que despiertan recuerdos, lugares que se convierten en destino y cocinas donde cada ingrediente tiene algo que decir.
Entre platillos bien pensados y atmósferas que invitan al gozo, uno encuentra más que buena comida.
Comer bien es un acto de confianza: en quien cocina, en quien acompaña, en uno mismo.
En esta entrega de 'Rincones y Sabores', presentamos siete espacios que no se parecen entre sí, pero comparten una esencia: cocinas con identidad, mesas que abrazan y experiencias que no se improvisan.
El mapa emocional del sabor
Desde el ritual del asado argentino en León, hasta la sensibilidad gastronómica de San Miguel de Allende, esta selección honra al fuego, al producto y a quienes saben cocinar con el alma.
Guanajuato ofrece cocina que no necesita alardes: habla con sabor.
En León, 'Gaucho Tradicional' y 'La Vaca Argentina' celebran la carne con respeto y técnica.
En Irapuato, 'Bixa Cocina' ofrece una visión fresca de lo regional, reinventando sin olvidar.
En Salamanca, 'La Cantina Real de Don Carlos' conserva el sabor del antojo y la calidez del encuentro.
Hay lugares donde uno se sienta a comer, y otros donde uno se sienta a quedarse.
Celaya suma fuerza con 'Beef Capital', un asador donde la carne es ceremonia.
Y como broche de oro, 'Áperi' en San Miguel transforma cada cena en narrativa, mientras 'La Virgen de la Cueva' en San Gabriel de Barrera crea un diálogo entre lo tradicional y lo contemporáneo sin levantar la voz.
Una mesa que se vuelve recuerdo
Esta no es una lista de restaurantes. Es una invitación a sentarse sin prisa, a comer sin distracción y a recordar con gusto.
Un buen platillo puede ser inicio de algo más grande: un momento, un reencuentro, una historia.
No son reseñas: son retratos de lugares donde el paladar guía el camino y la experiencia completa el recuerdo.
Los lugares elegidos no siguen una moda. Siguen un instinto: cocinar bien, recibir mejor, hacer que el sabor se vuelva memoria.
Cada restaurante aquí presentado tiene una razón de ser, una voz propia que no busca agradar: busca conmover.
Porque en Guanajuato, hay cocinas que alimentan el cuerpo, y otras —como estas siete— que saben alimentar también el alma.
(By Notas de Libertad).

Domingo 27 de Julio al sábado 2 de agosto.
Cuando el Calendario Respira
Una semana donde el tiempo no solo pasa, sino que se enciende
Las fechas no se repiten, nos despiertan
Hay semanas que no solo pasan: se quedan. Se instalan en la memoria con la fuerza de lo que nos habla sin ruido, pero con peso. Se quedan en una palabra, en un nombre, en un gesto que alguien hizo hace siglos o en una causa que aún late en la piel del mundo. Esta es una de esas semanas. No por capricho del calendario, sino porque algo en estos días nos llama. Nos sacude, nos abraza, nos sacude otra vez.
Puede que no lo notemos de inmediato. Pero ahí están: los días con nombre propio. Los que no pasan de largo. Los que tienen algo que decir. Nos esperan con una historia que arde, con una oración que persiste, con un llamado que aún retumba.
Santoral, historia y conmemoraciones: las tres voces del tiempo
Cada semana, estas tres voces tejen un puente entre lo que fuimos y lo que podríamos volver a ser. En el santoral están quienes vivieron con dignidad, con coraje, con fe o con ternura. Nombres que no siempre ocupan portadas, pero que dejaron marcas profundas. No se trata de devoción, sino de humanidad.
En las efemérides, la historia se asoma no como lista de batallas, sino como memoria viva. Hay decisiones que cambiaron países, palabras que movieron conciencias, gestos que aún inspiran. No para quedarnos en el pasado, sino para entender de dónde venimos, qué errores no repetir y qué promesas aún esperan cumplirse.
Y en los días de conmemoración está el pulso de hoy: lo que seguimos defendiendo, denunciando, celebrando. La tierra, la salud, la cultura, el amor, la paz, la lucha. Son fechas que nos invitan a ser parte, aunque sea desde la reflexión.
Esta sección no es una lista. Es una brújula. Una invitación a ver los días como ventanas: a otros tiempos, a otras vidas, a nuestras causas. Porque el calendario no solo se mira: se escucha. Se siente. Se honra.
Y esta semana, del cielo a la historia, el calendario respira hondo. No lo ignores. Acércate. Escúchalo.
Domingo 27 de julio
Santa Natalia de Córdoba: Joven mártir hispana del siglo IX que dio testimonio de su fe durante la dominación islámica, junto a su esposo San Aurelio.
San Pantaleón: Médico convertido al cristianismo, ejerció la caridad con los pobres y murió mártir en el 305 por su profesión y fe.
San Simeón Estilita: Monje sirio del siglo V que vivió sobre una columna durante décadas como acto de ascetismo y oración.
San Cucufato (o Cugat): Obispo mártir, cuya memoria se conserva en Cataluña, según tradiciones del siglo IV.
San Desiderato de Besançon: Obispo del siglo V, destacado por su defensa de la fe en la Galia renana.
Lunes 28 de julio
San Víctor I: Papa africano del siglo II‑III que unificó la fecha de la Pascua y enfrentó herejías tempranas.
San Nazario y San Celso: Compañeros en Milán, predicadores y mártires bajo Diocleciano; Nazario bautizó a Celso y ambos fueron asesinados por su fe.
San Acacio de Mileto: Obispo y mártir del siglo IV, quien sufrió persecución bajo el emperador Licinio.
San Eustacio de Ancira: Obispo mártir en Turquía, fallecido por sus enseñanzas cristianas en el siglo IV.
San Botvido de Suecia: Evangelizador martirizado en Suecia en el siglo XII, recordado por su fidelidad.
Martes 29 de julio
Santa Marta de Betania: Amiga de Jesús, ejemplar por su hospitalidad y dedicación al servicio.
Santa María de Betania: Hermana de Marta y Lázaro, conocida por su devoción y contemplación ante Cristo.
San Lázaro de Betania: Resucitado por Jesús, símbolo de la resurrección y la vida eterna.
San Calínico de Gangra: Obispo mártir del siglo III conocido por su defensa de la ortodoxia en Frigia.
San Olav de Noruega: Rey convertido y mártir en el siglo XI, impulsor del cristianismo en Noruega.
Miércoles 30 de julio
San Pedro Crisólogo: Obispo de Rávena, Doctor de la Iglesia, famoso por sus 'palabras de oro' y breves pero profundas homilías.
San Abdón de Roma: Mártir del siglo III, enterrado en la vía Portuense junto con San Senén.
San Senén de Roma: Compañero de Abdón, cuya fidelidad y martirio se veneran desde los primeros siglos del cristianismo.
Santa Julita de Cesarea: Madre y mártir, pasó su fe a su hijo antes de ambos sufrir martirio en Capadocia.
Santa Godeleva de Ghistelles: Noble belga del siglo XI que murió acosada por el esposo de su cuñada, venerada por su virtud.
Jueves 31 de julio
San Ignacio de Loyola: Fundador de la Compañía de Jesús (jesuitas), clave en la Contrarreforma y promotor de la espiritualidad ignaciana.
San Calimero de Milán: Obispo del siglo II, venerado por su devoción pastoral y defensa de los fieles.
Santa Elena de Suecia: Viuda mártir del siglo XII, recordada por su caridad y firmeza ante persecuciones.
San Fabio de Mauritania: Presbítero mártir africano, víctima de persecuciones cristianas antiguas.
San Germán de Auxerre: Obispo y autor cristiano del siglo V, defensor de la fe en la Galia.
Viernes 1 de agosto
San Alfonso María de Ligorio: Obispo y Doctor de la Iglesia del siglo XVIII, fundador de los redentoristas, patrono de teólogos morales.
San Pedro Fabro (Pedro Favre): Primer sacerdote jesuita, mediador y conciliador en tiempos de reforma protestante.
Beato Alexis Sobaszek: Sacerdote polaco mártir en Dachau, símbolo de fidelidad en medio del horror nazi.
San Ethelwoldo: Obispo inglés del siglo X, recordado por su piedad y servicio pastoral.
San Exsuperio de Bayeux: Obispo francés, destacado por su evangelización en la Galia.
Sábado 2 de agosto
San Pedro Julián Eymard: Fundador de los Sacramentinos, apóstol de la Eucaristía, inspirador de los congresos eucarísticos.
Nuestra Señora de los Ángeles: Celebración de la Virgen como reina de los ángeles, símbolo de protección celestial.
San Eusebio de Vercelli: Primer obispo del norte de Italia, defensor del Concilio de Nicea, exiliado por arranismo.
San Rutilio mártir: Santo africano del siglo III, conmemorado por su testimonio de fe en tiempos de persecución.
San Esteban I papa: Papa del siglo III‑IV, reconocido por su liderazgo y servicio pastoral.





Música para recordar el ayer
Lila Deneken: La señora de la canción




Una voz hecha terciopelo, un espíritu indomable, un nombre imprescindible en la historia de la música mexicana
De Tlalnepantla al mundo: los primeros acordes
Lila Deneken nació en Tlalnepantla, Estado de México, el 6 de diciembre de 1949. Desde temprana edad, la música fue su idioma natural. Su entorno familiar favoreció esa inclinación: su hermana Lupita también sería cantante, y juntas iniciarían una aventura musical que marcaría época.
La música no fue un sueño para ella, fue una certeza desde niña.
Fue precisamente con su hermana que formó parte de Las Deneken, y más adelante del trío Three Girls, con quienes comenzó a girar por Europa y América Latina, abriendo paso con su talento en escenarios poco comunes para artistas mexicanas en ese tiempo.
Antes de convertirse en solista, Lila ya sabía lo que era conquistar al público extranjero.
La metamorfosis de una artista completa
Su formación fue integral: no solo cantaba con una voz rica y profunda, sino que dominaba el escenario como una actriz que conoce cada gesto de su cuerpo. Su incursión en la danza y el teatro le dio una presencia escénica impactante, una elegancia que sería su sello inconfundible.
No era solo una gran voz, era una artista total.
Su estilo, una mezcla de balada romántica, jazz, soul, bossa nova y bolero, desafiaba las etiquetas. Mientras otros se quedaban en lo seguro, ella exploraba con libertad. Fue precisamente esa capacidad de fusión y riesgo lo que la posicionó como una intérprete adelantada a su tiempo.
Lila no imitaba a nadie: ella abría camino con su propia voz.
Una voz que se impuso en una industria de hombres
Durante los años 70 y 80, Lila Deneken se abrió paso en una industria dominada por voces masculinas. Pero lo hizo a su manera: sin escándalos, sin sumisión, con clase y con fuerza. Su primer gran momento llegó con su participación en el Festival OTI en 1978, donde obtuvo el segundo lugar nacional con “Cuando pienso en ti”.
No necesitó polémicas: su voz era suficiente para romper el silencio.
Poco después, representó a México en el Festival OTI internacional en Santiago de Chile, consolidando su imagen como una cantante de talla internacional. Su interpretación emocionó a miles. Había nacido una señora de la canción.
Desde entonces, la crítica y el público coincidieron en algo: Lila no era moda, era categoría.
“Por cobardía” y “A donde quiera”: dos himnos de mujer
Entre su extenso repertorio, hay dos canciones que la inmortalizaron: “Por cobardía” y “A donde quiera”. La primera, un reclamo dolido a un amor que no supo quedarse, se convirtió en una de las piezas más intensas de la balada en español. La segunda, un himno de libertad emocional, marcó a toda una generación.
Ambas canciones retratan a una mujer que no se quiebra, que canta para reconstruirse.
Con “A donde quiera”, Lila mostró una dimensión emocional compleja y moderna. No era la mujer que suplicaba: era la que se iba. Su interpretación, fuerte y sensible, es aún hoy referencia obligada para cualquier cantante que quiera transmitir dignidad sin perder ternura.
No es casualidad que sus mayores éxitos sean también himnos de autonomía.
Elegancia, fuerza y permanencia
A diferencia de muchas figuras fugaces, Lila Deneken ha construido su carrera con pasos firmes y silenciosos. Alejada del ruido mediático, ha cultivado un legado de calidad, coherencia y estilo. Ha sido galardonada y celebrada, pero nunca domesticada por el espectáculo.
Nunca necesitó disfrazarse de juventud para seguir vigente: su madurez artística es su mejor carta.
Hoy, su nombre se pronuncia con reverencia en el mundo de la música mexicana. No solo como una pionera, sino como una referencia de elegancia, fuerza interpretativa y profundidad emocional. No por nada es reconocida como “La Número Uno” o “La Gran Señora del Jazz y la Balada”.
Lila no está en el pasado: está en cada nueva intérprete que canta con alma.
Un lugar en la historia, una voz que no se apaga
Lila Deneken no ha dejado los escenarios, ni ha perdido su vigencia. A su modo, sigue presente: cantando en festivales, homenajeada por nuevas generaciones, convertida en símbolo de una época y modelo para quienes entienden que la verdadera grandeza es discreta.
No hace falta escuchar muchas notas para reconocerla: su voz tiene el peso de las cosas inolvidables.
Más allá del tiempo, Lila Deneken sigue siendo una clase magistral de interpretación, una lección de dignidad artística, y una prueba viviente de que la música también puede ser un acto de belleza, de inteligencia… y de amor propio.
Su historia no se grita: se canta con el corazón en la garganta.
(By Notas de Libertad).
Por Cobardía.
A Donde quiera.
Cuando Pienso en Ti.
Ozzy Osbourne: El Príncipe de las Tinieblas




Una voz rota que estremeció al mundo del rock
John Michael Osbourne, conocido universalmente como Ozzy Osbourne, nació el 3 de diciembre de 1948 en Birmingham, Inglaterra, en el seno de una familia trabajadora. Criado en un ambiente obrero y áspero, fue desde pequeño un muchacho introvertido, aquejado por problemas de dislexia y un complejo de inferioridad que lo hizo sentirse marginado.
En un cuarto oscuro de Birmingham, encontró una salida escuchando a los Beatles.
La magia de “She Loves You” lo impulsó a soñar con la música como una forma de redención, algo que no solo lo alejaría de sus inseguridades, sino que le daría voz propia.
La música se volvió su único refugio frente al mundo.
La pobreza, el bullying escolar y su fragilidad emocional no impidieron que buscara un destino diferente al que parecía estar condenado.
No nació estrella: se forjó en el silencio de quien no era escuchado.
De la oscuridad de Birmingham al mito de Black Sabbath
Su vida cambió cuando conoció a Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward, con quienes fundó Black Sabbath en 1968. No fue un simple proyecto musical: fue la creación de un nuevo lenguaje.
Ozzy puso voz al miedo, a la angustia, a la pesadilla.
El álbum “Paranoid” estalló como una bomba cultural que sacudió los cimientos del rock, mientras que la voz de Ozzy parecía provenir de otro mundo.
Cada grito suyo tenía la fuerza de un exorcismo.
Con una estética oscura y provocadora, la banda encarnó los temores sociales de una generación atrapada entre guerras y cambios vertiginosos.
Era el nacimiento del heavy metal, con Ozzy como su profeta.
Caída, redención y el renacimiento en solitario
La adicción y los excesos lo apartaron de Black Sabbath en 1979. Fue un golpe devastador. Ozzy se hundió en la desesperanza.
Sharon Arden fue su salvación y su impulso.
Con Randy Rhoads a su lado, lanzó ‘Blizzard of Ozz’, álbum que revitalizó su carrera e impuso un nuevo estilo dentro del metal solista.
Crazy Train lo catapultó como ídolo de una nueva era.
Aunque la tragedia golpeó con la muerte de Rhoads, Ozzy siguió adelante, dejando huella con cada disco, gira y provocación.
Volvió desde el fondo, y lo hizo rugiendo más fuerte.
La locura, la fama y la televisión
En los años 2000, Ozzy se convirtió en una figura televisiva con su reality ‘The Osbournes’, que lo mostró como un padre caótico y entrañable.
El mito se volvió humano ante millones de pantallas.
Su torpeza cotidiana, sus maldiciones y olvidos generaron empatía, ternura y hasta risa en quienes lo creían solo un demonio del metal.
La leyenda caminaba en bata por su casa, balbuceando con dulzura.
Mostró que detrás del personaje existía un hombre vulnerable, afectuoso y rodeado de una familia disfuncional pero leal.
Ozzy ya no era solo el príncipe de las tinieblas: era un ícono cultural.
Premios, reconocimientos y una lucha constante
Su carrera ha sido celebrada en salones de la fama y reconocimientos de todo tipo. Pero su verdadero mérito ha sido seguir adelante.
Ha luchado contra el Parkinson, contra sí mismo y contra el tiempo.
Con cada recaída, volvió. Con cada diagnóstico, resistió. La muerte lo ha rozado muchas veces, pero Ozzy sigue de pie.
El cuerpo envejece, pero su espíritu sigue amplificado.
Su voz ya no ruge como antes, pero su legado crece como una marea oscura e imparable.
Cada vez que lo damos por vencido, vuelve con más fuerza.
Legado de un rebelde eterno
Ozzy Osbourne no es solo una estrella: es un sobreviviente, un símbolo, un espejo de nuestras propias sombras.
Mordió un murciélago, pero nos enseñó a volar con el ruido.
Su influencia atraviesa generaciones, géneros y prejuicios. Todos lo conocen. Todos, alguna vez, han cantado su locura.
Fue temido, amado, odiado… pero nunca ignorado.
La industria cambió, pero Ozzy siguió siendo Ozzy: una mezcla explosiva de miedo y ternura.
Si el infierno tuviera banda sonora, él estaría al micrófono.
(By Notas de Libertad).
No More Tears.
Crazy Train.
Mamá, I’m Comíng Home.

“La Víspera del Trueno"
De: Luis Spota



Resumen: Una novela sobre el poder que se presiente, el estruendo que se reprime y la tormenta que se avecina
Una ciudad en tensión permanente
En La víspera del trueno, Luis Spota construye una historia impregnada de incertidumbre política, corrupción institucional y el silencio contenido de una sociedad al borde del estallido.
La novela se sitúa en una capital ficticia que bien podría ser cualquiera de las grandes urbes mexicanas en la segunda mitad del siglo XX.
Es un escenario cargado de símbolos del poder, de calles donde se escucha más el eco de los rumores que el bullicio ciudadano, y de edificios oficiales donde se cuece, con sigilo, la manipulación política.
La narrativa gira en torno al anuncio de una inminente crisis: no una revolución armada, no una catástrofe natural, sino el ascenso de una nueva fuerza que podría desestabilizar el equilibrio controlado por el sistema.
Esta fuerza no se define del todo, pero su sola posibilidad genera miedo en los pasillos del gobierno, entre los empresarios, en los medios de comunicación y hasta en las iglesias.
El trueno no ha sonado, pero todos ya miran al cielo.
El poder como espectáculo de sombras
Los personajes centrales de la novela se mueven entre la ambigüedad, el cálculo y la simulación.
Hay funcionarios que lo saben todo y no dicen nada; hay periodistas que se han convertido en voceros del poder; hay líderes sociales atrapados entre la esperanza de cambio y la necesidad de sobrevivir.
Nadie parece tener el control completo, pero todos intentan aparentarlo.
El protagonista no es un individuo sino el sistema mismo: una estructura que se alimenta de la incertidumbre para conservar su fuerza.
Spota retrata la política como un tablero donde las piezas no se mueven por lógica, sino por miedos cruzados, traiciones veladas y lealtades siempre en venta.
La corrupción no es sólo un vicio: es la única forma de relacionarse entre quienes detentan el poder.
La víspera como tiempo narrativo
El título no es casual: esta es una novela del “antes”.
Antes del estallido, antes de que caigan los rayos, antes de que se rompa el silencio.
Spota escribe con la tensión de quien sabe que algo grave está por ocurrir, pero retrasa cada minuto el momento del impacto.
Ese recurso construye un suspenso psicológico profundo, donde lo más inquietante no es lo que se dice, sino lo que se intuye.
Cada conversación, cada visita entre personajes, cada decreto anunciado en los medios, funciona como una pieza más de la maquinaria que busca contener lo incontenible.
La población observa, escucha, sospecha. Y aunque nada estalla aún, el ruido del trueno ya resuena en los pensamientos de todos.
Un país que se desconoce a sí mismo
A través de la historia, Spota describe un México que parece reconocible, aunque no se nombre.
Los personajes hablan en clave, se cuidan de las escuchas, actúan como si vivieran en una sociedad abierta, pero cada uno es consciente de que existe un “otro poder” que todo lo vigila.
La novela revela, sin necesidad de denuncias abiertas, cómo el poder opera no por el consenso, sino por el miedo.
Los jóvenes comienzan a organizarse.
Algunos líderes sociales empiezan a hablar de justicia.
El ejército aparece discretamente en las calles.
La iglesia lanza sermones ambiguos.
Todo parece calmarse hacia fuera, pero la narración deja claro que bajo esa calma se agita una corriente profunda.
Un final sin estallido, pero con amenaza
La víspera del trueno no concluye con una explosión ni con un cambio radical.
Termina como empezó: en el filo.
Pero lo importante no es el estallido que no llega, sino lo que se revela mientras se espera.
Spota no nos entrega un desenlace, sino una advertencia.
La verdadera tormenta, sugiere, no es la que llega con rayos, sino la que se acumula cuando todos callan.
Esta novela es, más que una historia, un retrato emocional de un país en vilo.
Es una parábola sobre los mecanismos del poder que prefieren prevenir una revuelta antes que escuchar una exigencia.
Y sobre todo, es una reflexión sobre la delgada línea entre el control absoluto y el colapso inminente.
Sobre la zaga La Costumbre del Poder.
La víspera de la tormenta: cerramos la sexta semana con Luis Spota
Una saga sobre el poder, sus máscaras y sus ruinas. Con "La víspera del trueno", despedimos el universo feroz y lúcido de Luis Spota en La Leyenda.
Seis semanas, una mirada implacable
Durante las últimas seis entregas de Qué leer esta semana, hemos viajado a través del México político narrado por Luis Spota. No el México de los discursos, sino el de los pactos secretos, las lealtades condicionadas y las traiciones necesarias. Hoy cerramos ese ciclo con La víspera del trueno, la última novela que presentamos de su saga monumental.
Una saga que no pide permiso para incomodar
La costumbre del poder es más que una serie de novelas: es una radiografía descarnada del sistema político mexicano del siglo XX. A través de seis volúmenes —cada uno con protagonistas distintos, pero unidos por el mismo juego de ambición, traición y supervivencia— Luis Spota retrata cómo se construye, se sostiene y se devora el poder desde adentro.
La crónica de un sistema que se niega a morir
Con La víspera del trueno, Spota no cierra la saga con fuegos artificiales, sino con una amenaza latente. La tormenta no cae… pero todos la esperan. Es el retrato de un país que no se atreve a cambiar, de un gobierno que vive con miedo a su propia sombra, y de una sociedad que, incluso sabiendo la verdad, elige el silencio.
Una despedida sin nostalgia, pero con gratitud
En La Leyenda nos detenemos esta semana para cerrar con respeto y admiración el ciclo de Luis Spota. Leerlo ha sido mirar de frente a una parte de nuestra historia política que aún nos duele. Y como cada domingo, lo hemos hecho no solo para recordar, sino para entender. Porque las novelas de Spota no envejecen: simplemente siguen esperando su trueno.
(By Notas de Libertad).





Nicolás Zúñiga y Miranda: el único candidato que perdió nueve veces… y jamás aceptó la derrota
Enfrentó dictadores con una boleta, el ridículo con terquedad y el olvido con fe. Nunca ganó… pero su convicción sobrevivió a todos los triunfadores.
El temblor que lo hizo célebre
Del profeta de desastres al candidato imposible
El regreso inesperado
Nicolás Zúñiga y Miranda nació en 1865 en Pinos, Zacatecas, una población minera donde la ley llegaba después del miedo y la educación era privilegio de pocos. Su familia no era adinerada, pero sí respetable. Su padre, maestro rural, le inculcó un respeto fervoroso por las palabras escritas y por todo aquello que pudiera llamarse 'orden legal'. Desde muy joven, Nicolás se sintió atraído no por el mando, sino por la estructura. No soñaba con ser líder, sino con obedecer leyes perfectas.
Desde la infancia se aferró a la idea de que el mundo debía obedecer a los papeles, no a los hombres.
Estudió Derecho en San Luis Potosí y más tarde se trasladó a la Ciudad de México para continuar su formación. No era brillante, pero sí minucioso. Llevaba el bigote cortado al ras, usaba sombreros de ala dura, y hablaba como si cada frase fuera una sentencia judicial.
Durante años se movió entre escritorios polvorientos, expedientes viejos y bibliotecas pequeñas. Nadie lo notaba demasiado. Era un abogado discreto, metódico, al borde de lo excéntrico. Pero él sentía que estaba destinado a algo más. No a la fama, ni al poder. A la corrección.
Creía que México no necesitaba un salvador, sino un ciudadano que supiera leer la Constitución.
En 1887, convencido de haber creado un método para predecir terremotos, hizo un anuncio público: la ciudad de México sería sacudida por un gran temblor. La coincidencia jugó a su favor. Días después, tembló. El fenómeno, aunque leve, le dio notoriedad inesperada.
La prensa habló de él. Se volvió tema de conversación. Los cafés lo invitaban a explicar su teoría. Y Nicolás, por primera vez, se sintió escuchado. No como abogado, sino como visionario. El país parecía prestarle atención. Y él creyó que la merecía.
Entonces cometió el peor error de su vida: anunciar el fin del mundo.
Aseguró que el 10 de agosto de ese mismo año, a las 10 de la mañana, un terremoto destruiría la capital. Volcanes activos. Edificios colapsados. Grietas en las calles. Su seguridad era absoluta. La gente entró en pánico. Muchos huyeron. Otros se encerraron a rezar.
Nada ocurrió. Ni una grieta. Ni un crujido. Solo el silencio de una ciudad engañada. La reacción fue brutal: lo golpearon en la calle, lo escupieron, lo ridiculizaron. La prensa lo llamó loco. Y desapareció del espacio público, roto por la vergüenza y el escarnio.
Durante cuatro años, Nicolás no escribió, no habló en público, no buscó que nadie lo mirara. Vivía en silencio. Pero no en rendición. Estudiaba. Releía la Constitución. Buscaba una forma de redimirse sin salir de sí mismo. Hasta que en 1892, su nombre volvió a sonar.
Un pequeño grupo de antirreeleccionistas recordó su figura: no como científico, sino como valiente.
Porfirio Díaz buscaba su enésima reelección. Nadie quería enfrentarlo. Nadie quería figurar en una boleta donde todo estaba escrito. Pero alguien tenía que aparecer. Por legitimidad, por trámite, por no entregar todo sin resistencia.
Fueron a buscar a Nicolás. Y él aceptó. No pidió dinero. No pidió respaldo. No pidió nada. Solo dijo que sí. Que su deber era presentarse. Que la ley merecía ser habitada, aunque fuera en soledad.
Se registró con levita negra, sombrero alto y una copia subrayada de la Constitución.
La prensa lo miró con burla. Recordaban el terremoto. Lo llamaron farsante, otra vez. Pero él no discutía. Citaba artículos legales. Repartía hojas escritas a mano. Hablaba con tono bajo pero preciso. No tenía eslogan. Tenía principios.
No hizo campaña. Caminó. Salió a las plazas. Habló con quien quisiera escucharlo. Y el día de la elección, votó por sí mismo, con el mismo gesto con el que un sacerdote da la bendición final.
Al salir, se proclamó presidente. Nadie le creyó, pero nadie pudo callarlo.
Desde ese día, cada elección lo tendría como un rito. Como una advertencia. Como una presencia que el sistema no sabía cómo quitar sin dejar en evidencia lo que siempre quiso ocultar.
La primera proclamación presidencial
Cómo empezó la historia que nadie creería
Reincidencia como método
En 1892, Nicolás Zúñiga y Miranda apareció por primera vez en las boletas electorales. Lo hizo sin aliados, sin financiamiento, sin partido. Lo único que llevaba consigo era la convicción de que presentarse a una elección, aunque estuviera amañada, era una forma de resistencia. Mientras los demás aceptaban las reglas del juego porfirista, él prefirió jugar con las suyas.
Fue el único en desafiar al dictador desde la legalidad, no desde las armas.
Ese año, Porfirio Díaz buscaba su reelección más cínica: no tenía contendientes formales, y las elecciones eran apenas una ceremonia de confirmación. Pero Nicolás llegó con su levita negra, su bastón, su Constitución y una propuesta: someterse al mismo proceso que ya estaba resuelto, solo para demostrar su falsedad.
Lo recibió el secretario de Gobernación. Le revisaron los documentos. Lo miraron con lástima. Y aún así, aceptaron su inscripción. Era preferible tenerlo en la boleta como decoración, que como mártir solitario. Le permitieron competir sabiendo que no tenía posibilidad alguna.
El sistema pensó que usaba a Zúñiga como farsa. Zúñiga creyó que usaba al sistema como prueba.
Durante semanas caminó por las calles del centro, repartiendo hojas escritas con su puño y letra. En ellas citaba artículos constitucionales, señalaba las reformas que se ignoraban y pedía a los ciudadanos que no votaran por Díaz. No ofrecía cargos, ni promesas. Solo un ejercicio radical de civilidad.
El día de la elección votó por sí mismo y, al salir de la casilla, levantó la mano y declaró en voz alta: “He sido elegido presidente por la conciencia nacional”. La prensa lo ignoró. El gobierno se burló. La ciudad, en su mayoría, sonrió con incredulidad.
Esa misma tarde fue arrestado por alterar el orden público.
Lo encerraron por unos días. Salió con la cabeza en alto y redactó su primer manifiesto presidencial, donde no solo se proclamaba jefe del Ejecutivo, sino que impugnaba los resultados ante sí mismo como tribunal supremo. Y firmó como “Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos”.
A los pocos días fundó su propio periódico, en el que solo escribía él. Ahí publicaba sus declaraciones, sus decretos simbólicos y hasta nombramientos ficticios. Nadie más colaboraba. Nadie más lo leía. Pero lo hacía con total seriedad. Como si la falta de lectores no invalidara la verdad.
Los transeúntes comenzaron a reconocerlo por su andar. Algunos lo saludaban con sarcasmo. Otros con lástima. Pero él respondía con cortesía, como quien ya se sabe representante de una causa mayor. Había sido ridiculizado, sí. Pero también había sembrado su figura en la conciencia pública.
En 1896, volvió a aparecer en la contienda. Y en 1900 lo hizo de nuevo. Para entonces, ya no lo arrestaban ni lo confrontaban. Se había convertido en parte del mobiliario electoral: inofensivo, excéntrico, previsible. Pero también inevitable.
Cada elección sería, desde entonces, una ceremonia de su propio credo político.
El ritual era casi el mismo: se registraba con puntualidad, entregaba sus documentos, caminaba con elegancia entre las oficinas públicas, y repartía pequeños manifiestos escritos a mano, dirigidos “a la nación entera”. Nadie los contestaba.
En 1900, un joven periodista lo entrevistó. Le preguntó por qué seguía insistiendo. Nicolás respondió sin ironía: “Porque si abandono la ley, abandono al país. Y el país ya tiene demasiados que lo abandonan”.
Durante esos años, comenzaron a circular caricaturas suyas. Siempre vestido de traje oscuro, siempre con un bastón. Algunas lo mostraban firmando decretos, otras jurando en salones vacíos. Era ridículo, sí, pero cada vez más conocido.
El gobierno entendió que era menos peligroso riéndose de él que peleando con él.
En 1904, la elección volvió a repetirse. Díaz seguía invicto. Zúñiga seguía presente. La gente ya lo llamaba “el candidato perpetuo”. No con odio. Con ese tono que la ciudad reserva a sus personajes de costumbre.
Había quienes se burlaban de él abiertamente. Pero también había quienes le guardaban un respeto extraño. Como si su insistencia —más allá del fracaso— contuviera algo que hacía falta. Una dignidad sin respaldo.
No tenía votos. No tenía micrófonos. Pero sí tenía convicción. Y eso, para muchos, lo convertía en el único político verdadero en una contienda de mentiras.
Zúñiga se convirtió en parte del ritual de cada elección… sin ser invitado.
Contra el poder, la costumbre
Candidato perpetuo, ciudadano invisible
El año que compartió boleta con Madero
En 1904, Nicolás Zúñiga y Miranda volvió a inscribirse como candidato a la presidencia. Ya nadie se sorprendía. Ya no era novedad. La burocracia lo atendía con cortesía automática. Los reporteros lo anotaban en sus crónicas como quien enumera el mobiliario de una sala. Pero Nicolás no lo hacía por rutina: lo hacía por deber.
Para él, cada inscripción era un acto de conciencia nacional.
Porfirio Díaz gobernaba con puño terso. El país crecía para unos cuantos, y los periódicos repetían lo que los decretos dictaban. En ese ambiente de control y apariencia, Zúñiga era el único que insistía en jugar al juego democrático aunque supiera que estaba perdido antes de empezar.
Caminaba con paso lento por el Zócalo, cargando sus propios documentos, saludando a quienes se burlaban de él con la misma educación que a quienes lo ignoraban. Se comportaba como jefe de Estado… aunque nadie más lo tratara como tal.
Era, sin saberlo, el personaje más coherente de una elección que solo fingía serlo.
Las elecciones de 1904 fueron idénticas a las anteriores: Díaz arrasó sin competencia real, y Zúñiga volvió a proclamarse vencedor. Pero esta vez algo cambió: la ciudad comenzó a aceptarlo como parte de su folclor. Aparecían caricaturas, imitadores, incluso obras teatrales inspiradas en él.
Se le veía en las bancas del parque, en cafés con tertulias, en esquinas leyendo panfletos que él mismo escribía. Algunos lo saludaban como presidente a modo de broma, pero él siempre respondía con solemnidad.
Había perdido todas las elecciones, pero nunca perdió la compostura.
A partir de ese año, cada comicio nacional tuvo su acto Zuñiguista. Y aunque su nombre no fuera registrado oficialmente en algunos momentos, él actuaba como si todo el país estuviera pendiente de su papel. No era delirio. Era convicción llevada al extremo.
En 1910, cuando Francisco I. Madero emergió como el gran opositor a la dictadura, Nicolás también se inscribió. Aquella elección fue distinta: había tensión, esperanza, riesgo real. Pero ni siquiera en ese contexto extraordinario dejó de presentarse.
Mientras otros marchaban, él escribía discursos para un Congreso que no existía.
Porfirio Díaz, viejo y confiado, desestimó ambos desafíos. A Madero lo encarceló. A Zúñiga lo mencionó con sarcasmo. Hay registros de que el dictador, al ser cuestionado por la competencia, habría dicho: “¿Competencia? Solo tengo dos opositores: uno está preso y el otro está loco”.
Esa frase marcó el lugar simbólico que ocupaba Nicolás en la política nacional: una mezcla de burla, resignación y utilidad. Su persistencia era la coartada perfecta del sistema. Si él podía postularse, entonces el país era libre.
El régimen lo necesitaba como testigo inútil de una democracia inexistente.
Después de las elecciones amañadas de ese año, cuando estalló la Revolución maderista, Zúñiga no se unió a ningún bando. No tomó las armas. No pidió cargos. Declaró, desde su escritorio, que el conflicto podía haberse evitado si hubieran respetado su triunfo legítimo.
Envió cartas a gobernadores y ayuntamientos donde se ofrecía como mediador neutral. Propuso organizar una asamblea de sabios para pacificar al país. Nadie le contestó. Pero él lo firmaba todo como “Presidente Constitucional en Defensa del Orden”.
No desapareció cuando la guerra comenzó. Siguió caminando por la ciudad como si no estallaran los trenes, como si no ardieran las estaciones. Estaba convencido de que su papel era mantenerse sereno mientras todos perdían la cabeza.
Mientras el país se incendiaba, él continuaba su República de papel.
Del porfiriato al caos revolucionario
Entre Madero, Huerta y Carranza
Constituciones sin interlocutor
Cuando estalló la Revolución en 1910, Nicolás Zúñiga y Miranda no se ocultó. Tampoco se unió a ninguno de los bandos. Mientras Madero llamaba al levantamiento armado y Díaz se aferraba al poder, él mantenía su andar pausado por las calles de la capital, como si la guerra no alterara su propio calendario. Para Nicolás, el conflicto era un error: la ley, bien interpretada, podía haberlo evitado todo.
Seguía creyendo que su proclamación bastaba para calmar a la nación.
Tras la caída de Díaz y la llegada de Madero, no pidió un puesto. No pidió disculpas. Escribió una carta al nuevo presidente felicitándolo, pero advirtiéndole que su propio mandato seguía vigente. Madero, hombre paciente, lo dejó en paz. Pero los reporteros comenzaron a buscarlo con más frecuencia.
En sus declaraciones, Zúñiga afirmaba que tanto Díaz como Madero habían usurpado un cargo que legítimamente le pertenecía desde 1892. Afirmaba que sus triunfos seguían sin ser reconocidos y que su presidencia —aunque invisible— no había terminado.
Para él, no había pasado una década: solo un periodo extendido de fraude.
Durante los años siguientes, cada nuevo levantamiento, cada nuevo decreto constitucional, lo inspiraba a redactar nuevas proclamas. Hablaba como presidente. Escribía como presidente. Y firmaba como presidente.
En 1914, cuando Victoriano Huerta organizó una elección para legitimarse, Zúñiga también apareció como candidato. Lo que ocurrió sorprendió a todos: en la Ciudad de México, obtuvo más votos que el propio Huerta. No fue porque lo amaran. Fue porque el pueblo capitalino prefería burlarse votando por él antes que rendirse ante el dictador.
Fue la única vez que una urna le dio una sonrisa.
Huerta anuló los resultados y disolvió el proceso. Pero la anécdota quedó viva. Para muchos, era la prueba de que incluso la locura simbólica era preferible al cinismo armado. Nicolás no presumió su “triunfo”. Solo siguió escribiendo decretos en su boletín personal.
En 1917, el país promulgó una nueva Constitución. Venustiano Carranza, entonces presidente, convocó a elecciones bajo el nuevo marco legal. Zúñiga no dejó pasar la ocasión. Se registró nuevamente como candidato, convencido de que, esta vez, su voz tenía valor histórico. No lo hacía por insistencia: lo hacía por derecho.
Cada nuevo texto constitucional renovaba su mandato imaginario.
Carranza ignoró su postulación. No lo arrestó, no lo descalificó, pero tampoco lo reconoció. Para el nuevo régimen, Zúñiga era parte del folclor. Una figura pintoresca que servía como testigo decorativo de la transición.
Durante esa campaña, Zúñiga organizó pequeñas reuniones en cafés, donde explicaba por qué sus victorias anteriores seguían siendo válidas. Citaba las antiguas boletas, mostraba los recortes de prensa, y volvía a proclamarse presidente.
Su memoria era su argumento, y su papel su única arma.
Cuando Carranza asumió el cargo, Zúñiga envió una carta impugnando el resultado. No hubo respuesta. Tampoco escándalo. Solo silencio. Pero él la publicó en su boletín. Como siempre. Como si el acto de escribir fuera más importante que el de ser leído.
Para 1919, comenzó a escribir un libro de memorias que nunca terminó. Decía que su presidencia había sido una serie de oportunidades ignoradas. Que su voz había sido profética, no por anunciar desastres, sino por insistir en la ley como salvación.
No pedía atención. Pedía rectificación. Y aunque el país seguía sin escucharlo, él seguía pronunciando su discurso de toma de protesta en privado, cada vez que se celebraba una elección presidencial.
Mientras el país buscaba paz con armas, él seguía buscando justicia con papel.
El país que lo deja de oír
Cuando la soledad reemplaza a la boleta
En 1920, México intentaba salir del torbellino revolucionario. El país estaba fragmentado y cansado. Carranza había sido asesinado, y Álvaro Obregón emergía como el nuevo líder que prometía reconstrucción. En ese ambiente confuso, Nicolás Zúñiga y Miranda volvió a registrarse como candidato presidencial. Lo hizo sin escándalo, sin prensa, sin boletas destacadas. Pero lo hizo, como siempre.
Ya no era noticia: era persistencia sin eco.
Lo atendieron en las oficinas electorales con una cortesía mecánica. Los funcionarios jóvenes no sabían quién era; los viejos lo recordaban con una sonrisa incómoda. Él entregó su papelería con orgullo, redactó una nueva proclama, y caminó por las calles como si aún tuviera algo que decir.
Durante la campaña, nadie lo entrevistó. Nadie lo persiguió. Nadie le pidió discursos. Lo dejaban caminar sin molestarlo, como si fuera parte del mobiliario urbano. Esa indiferencia dolía más que la burla.
Por primera vez, su figura no provocaba ni risa ni molestia: provocaba nada.
El día de la elección votó con la misma dignidad de siempre. No había fotógrafos. No había reportes. Solo un hombre mayor depositando una boleta en silencio. Al salir, no se proclamó presidente. Redactó su declaración en su cuarto, la firmó con tinta negra y la guardó en un sobre que nunca entregó.
Ya no había reacción. Ni negativa, ni favorable. Su acto era invisible. Pero él insistía. Seguía escribiendo en su boletín, seguía saludando con respeto a quienes lo ignoraban, seguía siendo el único candidato que nunca abandonó su papel.
La república había dejado de escucharlo… pero él no se calló.
El último intento
En 1924, con Obregón retirándose y Plutarco Elías Calles como candidato oficial, Zúñiga decidió intentarlo por última vez. Tenía 59 años. Caminaba más lento, pero conservaba el traje oscuro, el sombrero recto, y esa manera ceremoniosa de hablar como si hablara ante el Congreso.
Ya no estaba presente: estaba sobreviviendo en un lugar que no lo necesitaba.
Su candidatura fue aceptada sin resistencia. Nadie objetó su registro. Nadie lo reconoció como amenaza. Pero esa aparente tolerancia escondía otra cosa. Por primera vez, algunos comenzaron a verlo como una incomodidad que debía desaparecer del todo.
Recibió amenazas anónimas. Mensajes escritos en las paredes cercanas a su pensión. Insinuaciones en voz baja durante sus paseos. No eran golpes ni arrestos. Eran avisos de que su acto había perdido sentido incluso para el sistema.
El silencio comenzó a pesarle más que el desprecio.
Decidió no dar discursos. No redactó su tradicional manifiesto. No visitó oficinas públicas. Solo caminó hasta la casilla, votó con una leve temblor en las manos, y volvió a casa. Esa noche, no escribió nada.
Guardó su banda presidencial en un cajón. Ya no la usaba. Ya no la mostraba. Pero no la tiró. Seguía creyendo que había cumplido su deber. Que la ley le había dado un lugar, aunque nadie más lo aceptara.
Esa fue la última vez que su nombre apareció junto al de un verdadero contendiente. Nadie supo que sería la última. Nadie se despidió. Nadie lo agradeció.
Zúñiga se fue saliendo del escenario sin que nadie lo notara.
El ritual del olvido
El ciudadano que la ciudad intentó borrar
En la ciudad de México, hay nombres que se recuerdan por costumbre y otros que se entierran por conveniencia. Nicolás Zúñiga y Miranda fue ambas cosas. Durante años caminó entre las banquetas del centro con su levita negra y su paso elegante. Pero a mediados de los años veinte, algo cambió. Ya no lo saludaban. Ya no lo imitaban. Ya ni siquiera lo señalaban.
La ciudad no lo expulsó: simplemente dejó de girar hacia él.
Donde antes provocaba sonrisas, ahora generaba prisa. El hombre que una vez fue personaje se volvió obstáculo. Se sentaba en la misma banca. Recorría las mismas calles. Pero nadie respondía a su mirada. No era rechazo. Era evasión.
Las puertas de las imprentas ya no se abrían para sus panfletos. Los cafés, antes escenario de sus pequeñas alocuciones, ya no le reservaban mesa. Todo a su alrededor parecía funcionar bajo la consigna silenciosa de ignorarlo.
No lo arrestaron. No lo callaron. Solo lo hicieron invisible.
Los niños ya no jugaban a imitarlo. Los adultos ya no lo mencionaban. Las redacciones de los periódicos ya no escribían su nombre, ni para burlarse. El archivo de su figura fue empujado al fondo de los cajones. México aprendía a fingir que nunca había existido.
El tiempo se volvió su única compañía. Su sombra era más constante que los saludos. Y el eco de su paso, la única campaña en curso.
Zúñiga siguió recorriendo el centro como un testimonio que nadie pedía.
Una ciudad que deja de mirar
En su pensión de La Merced, el silencio ya no era descanso: era condena. Nicolás hablaba poco, no porque no tuviera ideas, sino porque ya no encontraba oídos. Su voz se escuchaba solo en las paredes, donde los papeles que él mismo colgaba eran arrancados sin mirarlos.
El país no le quitó el poder: le quitó la audiencia.
En sus últimos meses, caminaba con pasos más cortos. Vestía igual. Cuidaba los detalles. Pero el cuerpo ya no respondía con la misma firmeza. Se detenía frente a instituciones que antes le abrían paso. Ahora lo hacían esperar. O lo ignoraban por completo.
Cada semana escribía una hoja que no repartía. No tenía títulos. Solo ideas. Propuestas para una república que ya no lo consideraba parte de ella. Los textos se acumulaban en una caja de cartón, sin destino, sin destinatario.
No había abandono oficial. Solo un olvido que se volvió costumbre.
En las mañanas, tomaba café en una esquina donde antes lo reconocían. Ya nadie lo nombraba. Los jóvenes lo confundían con un hombre cualquiera. Los viejos preferían no recordar. La historia, esa que él quiso habitar por la puerta legal, se deslizaba sin él.
Zúñiga dejó de esperar. No porque se rindiera. Sino porque entendió que había un tipo de soledad más poderosa que la burla: el desinterés.
Así lo dejó la ciudad: caminando solo, entre muros que ya no respondían, en un país que eligió mirar hacia otro lado.
Y a veces, eso duele más que cualquier derrota.
Un fantasma en la boleta eterna
Mito, sátira, herida y memoria
Cuando Nicolás Zúñiga y Miranda murió en 1925, no hubo cortejo, ni duelo de Estado, ni editorial con tinta solemne. Su nombre apareció en una breve nota al pie de página, con la mención de haber sido 'candidato presidencial en múltiples ocasiones'. Para los periódicos, su partida fue una curiosidad que ya había perdido vigencia. Para la ciudad, una sombra menos. Para el poder, un silencio ganado.
Pero para la memoria, fue el inicio de otra historia.
Años después de su muerte, su figura comenzó a reaparecer. No en los libros de Derecho, ni en los registros oficiales, sino en los relatos de sobremesa, en los chistes de café, en las leyendas de esquina. Había algo fascinante en aquel hombre que nunca se rindió, aunque todo le fuera adverso.
Los niños de la ciudad escuchaban su nombre sin saber si era real. Para muchos, Zúñiga fue una fábula: el candidato eterno, el presidente invisible, el personaje que recorría calles con banda tricolor sin que nadie lo detuviera.
Murió sin ceremonia, pero con leyenda.
En 1947, Diego Rivera lo pintó en su mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”. Ahí está: sombrero, bastón y gesto de autoridad, dialogando con Porfirio Díaz. El artista entendió algo que la historia había querido ignorar: que la terquedad de Zúñiga decía más del país que cualquier dictador.
Fue su aparición más visible. Lo colocaron en el mural como testigo de un México contradictorio, donde los locos decían verdades que los cuerdos preferían no escuchar. Desde entonces, su imagen ha vagado entre lo anecdótico y lo simbólico.
No tuvo un monumento, pero se volvió una advertencia.
El nombre que no pudieron borrar
A lo largo del siglo XX, su historia fue contada como sátira y como ejemplo. Muchos lo usaron para burlarse de los que pierden. Otros para hablar de los que insisten. Algunos lo citaron para mofarse de las oposiciones sin futuro. Otros para honrar a los que resisten sin esperanza.
Zúñiga se convirtió en sinónimo de obstinación inútil… y también de coherencia invicta.
En los círculos políticos, su nombre sigue apareciendo. Cada vez que un candidato se lanza sin probabilidades, lo llaman 'el nuevo Zúñiga'. Cada vez que alguien se proclama vencedor sin respaldo, lo citan. Pero lo que pocos entienden es que él nunca mintió: solo creyó.
Lo usaron como ejemplo de lo absurdo, pero su vida no fue un error: fue una crítica. Mientras los gobiernos simulaban pluralidad, él se presentaba como ciudadano solo, sin partido, sin trampas. Y eso, en el fondo, era más peligroso que cualquier rebelión.
Perder con dignidad puede doler más al sistema que ganar con complicidad.
No dejó libros. No tuvo descendencia política. Pero dejó algo más incómodo: la pregunta que nadie ha sabido responder. ¿Qué dice de un país que su único opositor constante fue un hombre que hablaba solo?
No hay calles con su nombre. No hay estatuas. Pero hay un lugar donde su sombra aún incomoda: en la boleta imaginaria que cada sexenio repite las mismas trampas. Allí, donde la democracia finge pluralidad, aún camina su figura.
Y aunque nadie lo vote, todos saben que sigue ahí.
(By Notas de Libertad).


















































